Anna-Marie McLemore - Cuando la luna era nuestra

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Novela ganadora del premio James Tiptree Jr. Esta es la historia de Miel y Sam. Miel, que no recuerda su pasado y ahoga en el río las rosas que le crecen en las muñecas. Sam, que pinta lunas para ahuyentar las pesadillas de los demás y se pregunta si algún día se sentirá cómodo con su cuerpo. Juntos tendrán que hacer frente a las Bonner, cuatro hermanas a las que los rumores señalan como brujas. Famosas por su belleza, están dispuestas a arriesgarlo todo para apoderarse de las rosas de Miel. Con una prosa poética e inolvidable McLemore compone una historia de aceptación y amor plagada de magia y diversidad. Traducido por Aitana Vega La edición cuenta con un posfacio sobre el realismo mágico contemporáneo y varios detalles ilustrados que se han realizado en exclusiva para esta publicación.

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—¿Estás enfadada? —preguntó e intentó no hace una mueca ni agachar la cabeza. Su madre odiaba que lo hiciera, lo que lo empujaba a hacerlo más a menudo.

—No te has hecho daño ni a ti ni a nadie más, así que no me corresponde enfadarme —dijo.

A veces decía cosas así y casi distinguía la palidez de la escarcha que impregnaba las palabras. «No me corresponde a mí decepcionarme», le había dicho cuando suspendió matemáticas tres años antes. «Es tu futuro, no el mío». Hacía que se sintiera aún peor.

No obstante, esa vez no era lo mismo. No tenía la misma postura erguida y rígida y su expresión era tranquila. Su rostro parecía más bien ablandado por la preocupación. Peor aún, por la lástima.

—¿Estás molesta? —preguntó.

Su madre se llevó los dedos a la sien, cerró los ojos y dejó escapar un largo suspiro.

—Sam —dijo y la palabra fue como una ráfaga de viento, como una canción suave y triste.

Siempre que pronunciaba su nombre así significaba lo mismo. No importaba que ella o ninguna otra persona se enfadara o no. Suspender matemáticas o perder la virginidad, fuera lo que fuera, era su vida y, en su opinión, no se comportaba como tal cuando lo primero que preguntaba era si estaba enfadada.

—¿Estás bien? —preguntó su madre.

—Eso creo.

—¿Y ella?

—Eso creo.

Quería decirle que se le pasaría con el tiempo. Del mismo modo que se le había pasado considerar que su color favorito era el transparente («¿por qué?, le había preguntado Miel. «Porque lo transparente es mágico e invisible», le había respondido). Del mismo modo que Miel había dejado de decir que su color favorito era el arcoíris («¿por qué?, le había preguntado él. «Porque son más bonitos juntos —le había respondido—. Porque no quiero elegir»).

Esperaría a que se le pasara.

Su abuela le había contado cómo se llamaban las chicas así. Lo había traído de Pakistán y de las historias que había escuchado del otro lado de la frontera, en Afganistán. Bacha posh . Vestida como un chico. Niñas cuyos padres habían decidido que, hasta que crecieran, serían hijos. Sam y su madre habían perdido a su abuela cuando era muy pequeño, por lo que apenas recordaba las arrugas de su cara o si el marrón de sus ojos era más grisáceo o dorado. Sin embargo, sí recordaba su voz. La recordaba contándole que la granja de azafrán de su familia en Cachemira había sido pequeña, pero, para su tamaño, la más productiva en cientos de kilómetros. Que hacían falta cien mil de las florecillas púrpuras para producir menos de un kilo de azafrán. Cuando su abuela le contaba eso, siempre se escondía una corriente de tristeza bajo el orgullo.

Su familia había tenido que irse de Cachemira para vivir con unos parientes lejanos en Peshawar y abandonar los brillantes campos. A medida que las cosas empeoraban —así lo llamaba ella siempre, «cuando las cosas empeoraban»—, se volvió imposible vender las especias que cultivaban. Cuando llegaba a esa parte de la historia, la que le dejaba el corazón amargo, recurría a historias que no pellizcaban ni mordían, como las de aquellas chicas. Hijas que vivían como hijos en familias que no los tenían propios. Eran chicas que hablaban con los niños y los hombres en la calle. Acompañaban a sus hermanas cuando salían. Cuando Sam escuchó las historias, sintió una envidia tan fuerte como si las conociera por su nombre.

Tenía cuatro años y su abuela había muerto hacía apenas unos meses cuando decidió que podría ser, y sería, una de esas chicas. Sería un bacha posh . Sería el mismo tipo de chico que aquellas chicas que vivían como hijos.

Sin embargo, cuando esas niñas crecían, se convertían en mujeres. Tal vez sus vidas como esposas y madres les resultaran asfixiantes al principio, después de recorrer los amplios y despejados caminos de ser chicos, pero la libertad que anhelaban no nacía de que quisieran volver a ser niños. Lo que querían era ser mujeres y no tener obstáculos.

Ese era su problema. Estaba seguro. No podía ser una chica. Aunque tal vez, si esperaba algunos años con ropa de chico y pelo corto, crecería lo suficiente como para querer ser una mujer. Se despertaría y esa parte de él habría desaparecido, como la lluvia y el viento al erosionar una ladera.

—Sabes, nunca quise tener un hijo o una hija —dijo su madre.

—Mamá —intentó cortarla.

—No lo pensé así —siguió—. Me daba igual.

Sam asintió. Ya había oído la historia. De cómo su padre procedía de una familia de pescadores de Campania, todos famosos por pescar una especie de calamar de manto rojo que solo se acercaba a la superficie durante la luna nueva. Cómo la falta de talento de su padre para atrapar al calamar fue la primera de las muchas cosas que condujeron al nacimiento de Sam.

Su madre no siguió con la historia.

—¿Quieres hablar? —preguntó.

Sam recogió la bolsa de la alfombra para llevársela al piso de arriba.

—No.

Bahía del Medio

картинка 11

Miel respondió la llamada creyendo que era Sam. Cuando terminaba su turno en la granja de los Bonner, la llamaba y nunca empezaba la conversación con un saludo. La oía responder y se lanzaba a contarle algo como que había visto a una mujer pasar corriendo por delante de la ferretería con dos periquitos, uno en cada hombro. O le preguntaba si se había fijado en que el rey de corazones era el único que no tenía bigote.

Era una de las pocas personas con las que Sam hablaba por teléfono, por miedo a que la línea le agudizara la voz que siempre se esforzaba por mantener grave.

Pero no era Sam. Era Ivy, y le pedía que fuera a su casa.

No se lo pidió. Solo lo dijo.

—Ven.

Miel se preguntó si la estaría llamando con el teléfono de marfil de princesa que había pertenecido a su abuela. Un teléfono tan antiguo que tenía un dial giratorio y una base plateada y que, según Sam, era algo que los compradores siempre querían ver cuando venían a negociar los precios de las calabazas. Carlie Zietlow, la chica con la que Miel compartía mesa en matemáticas, le había dicho que las Bonner se hacían fotos con él cada vez que se arreglaban; antes, cuando iban a bailes, y ahora, antes del encendido de las calabazas en el mes de octubre.

Había pasado una semana desde que se habían visto en el río. Se había acomodado en el alivio de que Ivy hubiese ignorado su oferta y se hubiera olvidado de ella.

La chica colgó con tanta delicadeza que apenas se escuchó un escueto chasquido.

La voz de Ivy se le quedó grabada en el oído como el susurro del mar atrapado en una concha. Las palabras habían sonado directas y sin tapujos, una niña que le pide a otra que salga a jugar. Sin embargo, también escondían el filo de algo seductor, como el azúcar de piloncillo que Aracely derretía en el chocolate caliente. Miel se encogió al pensar en las veces que Sam escuchaba esa voz mientras se agachaba entre las enredaderas de los campos de los Bonner. También en esa palabra, creyó captar un poco de la misma tristeza. La voz de Ivy coincidía con la misma mirada vacía y húmeda que había tenido junto al río. Así que hizo lo que le dijo.

Si a nadie en el pueblo le hubiera importado lo que le ocurriera a Miel, todavía seguiría con los ojos desorbitados, escondida en la maleza donde había caído la vieja torre de agua, o en casa de Sam, con su madre preguntándose qué hacer con ella. Ir era lo mínimo que podía hacer, aunque las Bonner y la casa misma en la que vivían la asustaran. Las hermanas hablaban con tan poca gente fuera de esa casa que la petición de Ivy parecía un honor, y peligrosa de rechazar.

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