Anna-Marie McLemore - Cuando la luna era nuestra

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Novela ganadora del premio James Tiptree Jr. Esta es la historia de Miel y Sam. Miel, que no recuerda su pasado y ahoga en el río las rosas que le crecen en las muñecas. Sam, que pinta lunas para ahuyentar las pesadillas de los demás y se pregunta si algún día se sentirá cómodo con su cuerpo. Juntos tendrán que hacer frente a las Bonner, cuatro hermanas a las que los rumores señalan como brujas. Famosas por su belleza, están dispuestas a arriesgarlo todo para apoderarse de las rosas de Miel. Con una prosa poética e inolvidable McLemore compone una historia de aceptación y amor plagada de magia y diversidad. Traducido por Aitana Vega La edición cuenta con un posfacio sobre el realismo mágico contemporáneo y varios detalles ilustrados que se han realizado en exclusiva para esta publicación.

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Miel sintió una oleada de alivio por el cambio de tema, hasta que comprendió que le apetecía todavía menos hablar de eso. Sabía cómo la miraba todo el mundo, a ella y a sus rosas. El rumor que corría de que, si una chica deslizaba una bajo la almohada de un chico y él respiraba el aroma mientras dormía, se enamoraría de ella. O, para lograr un efecto aún mayor, los pétalos podían azucararse y usarse para hornear un pastel de vainilla o alfajores de lavanda, pero solo con las recetas secretas que poseían las mujeres de la casa violeta.

En ese segundo, el nerviosismo que sentía cerca de Ivy y la sensación de ser una criada a la espera de que le diera permiso para irse se suavizó. Era muy posible que la viese tan extraña como ella veía a las hermanas Bonner. Vivía en una casa violeta como la crema de arándanos. De su muñeca crecían rosas y Aracely, la mujer con la que vivía, invitaba a hombres y mujeres enfermos de amor a tumbarse en su mesa de madera para curarles los corazones rotos.

Si Aracely hubiera estado allí, le habría dicho que se fuera, que dejase de esperar a que la bruja le diera instrucciones.

Inclinó la cabeza, un saludo y una despedida a la vez.

Entonces se le encogió el corazón. Las Bonner rara vez hablaban con nadie más que entre ellas y los chicos a los que amaban y destrozaban. Lian se había mostrado callada pero bastante simpática cuando Sam y ella tuvieron que hacer una presentación en grupo sobre el efecto orográfico; Sam escribió el informe mientras Lian dibujaba y coloreaba los dibujos. Cuando a Miel se le adelantó la menstruación una semana, Chloe, sin hacer ningún comentario, le había deslizado un tampón bajo la puerta del baño. No eran ni maleducadas ni agradables, simplemente preferían la compañía de sus propias hermanas por encima de la de cualquier otra persona.

En ese momento, quizás Ivy se sintiera lo bastante sola como para hablar con cualquiera. Chloe había estado fuera meses. Se había perdido cómo Lian cumplía los dieciocho y Peyton los quince; el cumpleaños de Ivy, que tenía dieciséis, no llegaría hasta diciembre. Desde que había vuelto, Miel se imaginaba cómo todo el mundo actuaba con pies de plomo a su alrededor y la avasallaban de atenciones hasta asfixiarla, mientras el resto de las hermanas se sentían al mismo tiempo celosas y agradecidas de no ser ella. Lian, Ivy y Peyton se habrían apiñado para no echarla de menos y para que fuera menos evidente su ausencia. Ahora tendrían que separarse un poco para hacerle sitio.

A Chloe la habían mandado lejos la misma semana en que empezó a notársele el embarazo. Su bebé se había quedado con la tía con la que había vivido los últimos seis meses y, del mismo modo, al chico con el que salía lo habían enviado a vivir con unos parientes en una ciudad tan lejana que Miel nunca había oído hablar de ella.

Sus hermanas debían echarla de menos y, a la vez, considerarla una extraña. Una joven alta que de pronto era madre, con los brazos y la nariz afilados, pero las caderas y los pechos suaves.

—Ivy —llamó.

Se dio la vuelta.

Miel era una de las cien chicas que dormiría mejor si las Bonner perdieran su peculiar poder, pero le era imposible no sentir un poco de pena por Ivy.

—Si alguna vez necesitas a alguien con quien hablar…

La chica se detuvo un segundo y luego asintió, lo que le ahorró a Miel tener que terminar la frase y a ella misma tener que oírla.

Mar de las Islas

картинка 10

Su madre lo sabía.

Se había quedado la noche anterior en casa de los Hodge. El señor y la señora Hodge iban a pasar la noche en la ciudad, así que le habían pedido que cuidara a sus hijos. Imaginaba que les habría contado cuentos para dormir sobre un hermano y una hermana que cruzaban un bosque guiados solo por las estrellas, uno sobre una niña que aprendía el lenguaje de los ciervos de Cachemira y almizcleros u otro que Sam había escuchado contar a su abuela, la historia de una niña llamada Laila y un niño llamado Majnun.

Su madre se asomó por la puerta. En cuanto lo miró, captó la ligera elevación de su barbilla, a medio camino de un asentimiento, que le indicó que lo sabía.

Parecía cansada, pero no agotada, con el kohl de la mañana pintado sobre el eco borroso del delineador de la noche anterior, de modo que un gris suave anillaba sus pestañas. El kohl y cómo se lo aplicaba era una de las pocas tradiciones familiares que mantenía, esta venía por parte de su madre. Su padre, el abuelo de Sam, le había dado unos ojos de un azul apagado que se veían aún más pálidos por la forma en que los delineaba.

No mostró sorpresa ni decepción. Solo suspiró, para estabilizarse. Por mucho que Sam deseara que todo pasara sin hacer comentarios, sabía que no era posible.

Al final, su madre dijo:

—Espero que os hayáis protegido. —Dejó en el suelo la bolsa de retales rojos y azules que se había llevado a casa de los Hodge—. No me gustaría que dejaras embarazada a esa chica. Aracely me asesinaría.

Se suponía que debía reírse. Sabía que debía hacerlo, pero fue incapaz de forzar el sonido.

Deseó ser diferente. Quiso reírse de sus palabras y responderle lo graciosa que era. Salvo que se produjera uno de los milagros que Aracely le enseñaba a Miel en su Biblia, Sam no iba a embarazar a nadie.

—Has confiado en ella —dijo su madre, más como una afirmación que como una pregunta.

Por supuesto que confiaba en Miel. Conocía todas las formas que existían de destruirlo, pero actuaba como si no.

Cuando tenía ocho años y lo pilló cambiándose, no gritó ni echó a correr por el pasillo. Se limitó a cerrar la puerta y salir; cuando Sam se puso los vaqueros y la camisa y fue a buscarla, la encontró sentada en la escalera de atrás, con una expresión de asombro y reconocimiento, como si lo entendiera, pero no del todo, así que se sentó a su lado y le contó más de lo que había planeado. Más tarde, Miel empezó a pasarle tampones en el instituto a escondidas porque él no podía arriesgarse a llevarlos en la mochila. Lo programaban para cruzarse cuando ella salía del baño de chicas y él entraba en el de chicos y se daban la mano el tiempo justo para hacer el traspaso.

En cuanto perfeccionaron el sistema, no volvieron a mencionarlo y Miel nunca sacó el tema. Sam nunca le preguntó cómo sabía siempre cuándo hacerlo. No hacía falta. Habían pasado suficiente tiempo juntos para que sus cuerpos se atrajeran el uno al otro y sangraran al mismo tiempo, cuando la luna era una fina curva de luz. Si Miel hubiera sido cualquier otra persona, ese conocimiento que poseía cada mes habría sido humillante.

Sam se preparó sin saber bien para qué. No sería un sermón sobre moralidad. Su madre nunca lo había prevenido de esperar hasta el matrimonio. Era una mujer agnóstica que se mostraba indiferente a las creencias de las familias de su padre y de su madre; apenas había tolerado que Sam fuera con Miel y Aracely a la iglesia y a la escuela dominical. Solo lo había permitido porque pensaba que le haría la vida más fácil que la gente creyera que era «un buen chico cristiano», una descripción que nunca pronunciaba sin dotarla de un tonillo de desdén. Había dejado claro que ningún Dios en el que ella creyera estaría encerrado entre paredes, y menos dentro de las tablas de madera encaladas de la iglesia local.

Aun así, se suponía que nunca se acostaría con una chica. Vivir de esa manera, con los pechos aplastados y el pelo lo más corto que su madre le permitía, debía ser algo temporal. Para que cuidara de su madre y hubiera un hombre de la casa aunque no hubiera tenido hijos.

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