Anna-Marie McLemore - Cuando la luna era nuestra

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Novela ganadora del premio James Tiptree Jr. Esta es la historia de Miel y Sam. Miel, que no recuerda su pasado y ahoga en el río las rosas que le crecen en las muñecas. Sam, que pinta lunas para ahuyentar las pesadillas de los demás y se pregunta si algún día se sentirá cómodo con su cuerpo. Juntos tendrán que hacer frente a las Bonner, cuatro hermanas a las que los rumores señalan como brujas. Famosas por su belleza, están dispuestas a arriesgarlo todo para apoderarse de las rosas de Miel. Con una prosa poética e inolvidable McLemore compone una historia de aceptación y amor plagada de magia y diversidad. Traducido por Aitana Vega La edición cuenta con un posfacio sobre el realismo mágico contemporáneo y varios detalles ilustrados que se han realizado en exclusiva para esta publicación.

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Ese era el problema. La chica no prestaba atención.

—Lo siento —susurró.

—¿Qué te pasa? —preguntó Sam. Había sido ella quien le había enseñado a distinguir los tipos de huevos. En circunstancias normales, era capaz de ayudar a Aracely medio dormida. El único talento del chico era tranquilizar a los hombres.

Aracely rompió el huevo en una jarra de agua. Observaba cómo se extendía la yema, en forma de agujas como estelas de cometa o de una luz plena y espesa como el cordón del amanecer que perfilaba las colinas, para saber cómo se aferraba al hombre el mal de amores.

Frotó con hierbas y un huevo nuevo el cuerpo del hombre y le puso las manos en los hombros. Le presionó la parte superior de la caja torácica para palparle la piel. Con las manos, extrajo el mal de amores.

Aracely le había dicho que el mal de amores siempre se resistía a salir. Siempre que Sam la observaba, se fijaba en la tensión de su rostro cuando lo arrancaba, como si sacara un cubo lleno y pesado de un pozo.

No obstante, el hombre no fue distinto de cualquier otro visitante a la mesa de Aracely. Tenía el corazón hinchado y dolorido de amor no deseado. Se le agitaba en la caja torácica como un aleteo. Cuando Aracely lo sacara, tal vez volase por la habitación, correría hacia un armario o molestaría a los albaricoques del frutero. Entonces Miel abriría la ventana y las dos lo echarían fuera como a un pájaro que se hubiera colado en casa.

Solo que esa noche Aracely abrió las manos y Miel se olvidó de abrir la ventana. Se quedó de pie apoyada en la pared mientras miraba el suelo.

Sam saltó y levantó la hoja del alféizar. Se tensó y solo se relajó cuando dejó de oír los amores invisibles que rozaban las paredes y golpeaban los tarros de cristal.

Aracely llamó su atención y luego asintió en dirección a Miel y la puerta, para pedirle en silencio que la sacara de allí.

Miel captó el intercambió de miradas y se volvió hacia la puerta antes que él.

Salió de la habitación índigo y luego de la casa; se detuvo en los escalones de la entrada.

Sam la alcanzó.

—No lo sé —dijo Miel antes de darle tiempo a preguntar—. Tengo un mal día.

Cerró los ojos y volvió a negar con la cabeza.

Quería tocarla. Debería ser fácil. Sin embargo, desde aquella noche en su cama, dudaba antes de acercarle las manos, como si sus dedos y su piel estuvieran cargados con la estática de los días más secos. Antes habían sido como el cristal, y las pequeñas chispas cuando el antebrazo de Sam le rozaba el pecho o la mano de Miel se encontraba por accidente con el muslo de sus vaqueros, pasaban sin pena ni gloria. Sin embargo, tocarse esa noche los había convertido en cobre y desde entonces sus cuerpos conducían calor hasta en los momentos más insignificantes. Cuando el brazo de él le tocaba la espalda. Cuando al preparar sohan en la cocina de la madre de Sam, se daban cuenta al mismo tiempo de que la llama bajo el azúcar y la miel estaba demasiado alta y ambos estiraban la mano para bajarla.

Ahora Miel se alejaba y las preguntas se le pegaban a la piel como los hilos de seda de una tela de araña. ¿Qué versión de él quería? ¿Sam, Samir, o un chico llamado Luna que el pueblo se había inventado?

¿Lo quería porque no se le había pasado al crecer o porque suponía que se le pasaría? ¿Cuánto tiempo podía quererla mientras fuera Sam, antes de crecer y convertirse en otra persona?

—Miel —llamó—. ¿Qué pasa?

—Estoy bien —dijo—. Estoy bien.

Lo besó, pero fue un beso rígido e incómodo que le recordó a la primera vez que se besaron de niños y ella posó los labios en los de él durante un tiempo no superior a un parpadeo.

Saboreó el trébol y el azúcar en sus labios, como la miel de salvia. Se la imaginó lamiendo un cuchillo cuando Aracely no miraba.

Miel entró y Sam escuchó el crujido amortiguado de las escaleras; luego vio que se encendía la lámpara de su habitación. La luz llenó la ventana y la sintió tan lejana e inalcanzable como la luna.

Bahía de la Verdad

картинка 14

Aracely había intentado inmunizar a Miel. A menudo, traía a casa calabazas Jarrahdale de corteza azul y Rouge Vif d’Etampes de naranja intenso, y la chica se escondía en el armario del pasillo. Después, Aracely le narraba lo que hacía desde la cocina. «La he abierto. Ahora voy a vaciarla. La he puesto en la olla». Aun así, Miel se quedaba en el armario, preocupada ante la posibilidad de que brotaran nuevas enredaderas del tallo cortado de la calabaza.

Era otra cosa por la que Aracely casi le había preguntado una decena de veces; abría la boca y luego dudaba. Por qué para Miel una calabaza no era solo una calabaza. Una pregunta que la mujer sabía que no debía pronunciar en voz alta. Esa vacilación siempre le indicaba a la chica que las palabras que iba a pronunciar eran más profundas que si les quedaban huevos azules o si había visto su jersey amarillo. Miel se preguntaba si algo que había cruzado su rostro le había mostrado a Aracely el hilo de miedo que llevaba dentro. «Por favor. Por favor, no hagas preguntas. Por favor, no lo arruines, no destruyas la vida que tengo contigo al obligarme a decírtelo».

Ahora, en el límite de la granja de los Bonner, se rodeaba con los brazos y se clavaba los dedos. La luz de la casa se derramaba sobre los campos y calentaba el suave gris de las calabazas Lumina. La visión de las cortezas envolvió a Miel en la sensación de que iban a aplastarla, de que les crecerían lianas con las que la atravesarían. Le robarían la vida para hacerse más grandes, mientras ella se volvería lo bastante pequeña para tragársela.

Había sido una estupidez ir allí y lo sabía. Era más de medianoche, una hora demasiado tardía para fingir que había ido a buscar a Sam, e incluso para mentir y pretender que quería ver a Lian o a Peyton.

Sin embargo, necesitaba ver las calabazas.

No había sido un delirio causado porque Ivy le cortase la rosa. Más calabazas se habían convertido en cristal. Constelaciones de ellas destellaban, pesadas y brillantes. La carne viva de unas pocas se había convertido, como flores congeladas en hielo.

La pequeña tormenta que se había desatado entre las hermanas Bonner se había desbordado al exterior de la casa de su familia. Querían desplazarse para tratar de devolverle a Chloe el espacio que había ocupado, pero no eran capaces de asentarse en el lugar en el que habían estado antes de que se fuera. Todavía mantenían el poder compartido de ser las Bonner. Todavía era fuerte. Sin embargo, empezaba a convertirse en algo titubeante y dentado, y los campos lo reflejaban.

El aire de la noche la acarició. El frío la atravesó y en la voz hueca del viento escuchó el triste murmullo de su madre. Para los demás, sonaría como el aviso de una tormenta. Sin embargo, cuando Miel escuchaba, cuando cerraba los ojos y encontraba ese zumbido en el viento, oía a su madre, atrapada entre esa vida y marcharse.

Nunca oía a su padre. Ni siquiera recordaba si había muerto o si los había abandonado. Aunque ¿cómo iba a haberlos abandonado? Se aferró al pensamiento de cómo le envolvía la muñeca con una venda. Le decía que le dolía cuando se la apretaba demasiado y la voz tranquila de él le explicaba que tenía que estar apretada para que se curase. La leve consternación que mostraba cuando le miraba la herida y descubría que volvían a salirle hojas nuevas. «No te preocupes, mija , lo conseguiremos la próxima vez», le decía con seguridad, como si fuera posible hacer desaparecer las rosas.

Esos recuerdos representaban para Miel la certeza de que su padre no los había dejado, a pesar de estar mezclados con la sensación de no ser reales y pertenecer a alguna otra persona.

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