Por culpa de Miel y de las rosas que querían las Bonner, su madre sería culpada y calumniada. ¿Cuánto más daño iba a causarle a su alma?
Sin quererlo, se había convertido en todo lo que se temía que fuera una hija maldita por las rosas, una desgracia y una carga para su propia sangre.
Una brisa entró por la puerta con mosquitera y le agitó la falda. El dobladillo húmedo le rozó la parte posterior de las rodillas. Unas ráfagas de aire frío le subieron por las mangas y le refrescaron la herida de la que crecían las rosas; las sintió sólidas como cintas que la ataron en el sitio en la casa de los Bonner.
El cajón del aparador se cerró y la madera chirrió por un riel desgastado. No vio las tijeras hasta que Ivy se apartó la manga del jersey. El latón de las hojas tenía el barniz deslustrado y el mango brillaba por la grasa de las manos de las Bonner.
No tenía sentido.
Pensaban que Miel les devolvería lo que habían perdido. No entendían que la única manera habría sido que Chloe nunca se hubiera ido. Chloe era un árbol arrancado y plantado de nuevo en un huerto; sus raíces y las raíces de todos los árboles cercanos se habían visto conmocionados por el vuelco de la tierra.
Aun así, no podía moverse. Se lo permitiría, porque eran las Bonner y todas la miraban. Los ojos de Ivy, de un gris que confería a su pelo rojo el aspecto de una eterna brasa caliente. Los de Lian, de un verde tan profundo como el rojo oscuro de su pelo. Los de Chloe y Peyton, ambos de un marrón que bajo ciertas luces parecía gris oscuro.
Porque juntos poseían una gravedad compartida que atraía a la casa azul marino todo lo que querían. Porque eran cuatro linces rojos brillantes y no podía escapar.
Ivy cortó el tallo.
El corte la atravesó, como si las espinas esperaran bajo su piel. Gritó durante un segundo antes de reprimir el sonido.
Recuperó las sensaciones. El dolor arrancó los lazos de aire frío que la ataban al suelo. Corrió mientras se sujetaba la muñeca contra el pecho. El tallo cortado le goteaba sangre en la manga del jersey, como una rama rota de jazmín estrella que suelta leche.
Abrió la mosquitera y dejó que se cerrara de golpe.
Entre las motas anaranjadas y blancas de las calabazas, había unos destellos de luz, como si el campo fuera de terciopelo oscuro salpicado de ópalo blanco.
Cuando sus ojos se ajustaron a la claridad, las vides y los puntitos de luz se agudizaron.
Cristal. Las calabazas se estaban convirtiendo en cristal. Todo lo que se arremolinaba alrededor de las Bonner se había escapado fuera de la casa. No se había acurrucado dentro de las habitaciones de las hermanas. No se había encerrado en sus armarios ni escondido en las baldas bajo sus jerséis.
Se había deslizado hasta allí y se había arrastrado por los campos de su familia, la tierra que heredarían. Se filtraba en las calabazas, de modo que cada una contenía una pequeña tormenta que la convertía en cristal. Las volvía frágiles, duras e inflexibles como el vínculo entre las cuatro chicas. Miel casi sentía cómo le rozaba el cuello como unos dedos hechos de aire frío. Si se quedaba quieta, se abriría paso dentro de ella. La volvería quebradiza.
La convertiría en cristal.
Corrió por el camino hacia la carretera y procuró mantenerse tan lejos de las calabazas como se lo permitía la extensión del terreno. El jersey se le pegaba a la piel y el escote festoneado de la camisa que llevaba debajo se le clavaba como si fueran dientes.
El dolor de la muñeca le recorrió el cuerpo, pero corrió, lo bastante rápido como para fingir que no veía las calabazas en los márgenes de los campos mientras se endurecían y se aclaraban, mientras brillaban con el tenue destello dorado del vidrio caliente.
Sam y su madre acababan de recoger la mesa después de cenar cuando llamó Aracely.
—¿Puedes venir a ayudarme? —dijo cuando Sam respondió.
Su madre estaba en la cocina con la sartén de hierro colado en el fuego para secarla y que no se oxidara.
Sam se apoyó el teléfono en el hombro y la miró con una pregunta silenciosa. «¿Te importa?». Tenían el acuerdo tácito de que, siempre que pidiera permiso para salir cuando su madre estuviera despierta, no haría comentarios de las veces que se escabullía para ver a Miel cuando estaba dormida.
«¿Has terminado los deberes de mates?», articuló.
Sam asintió.
Su madre apagó el fuego y asintió también.
—Claro —dijo Sam a Aracely.
—Bien. Porque estoy a tres segundos de estrangular a tu novia.
Colgó y lo dejó con la tarea de desentrañar lo poco que había dicho. Se le formó un nudo en la garganta al preguntarse si Aracely lo sabría. Suspiró aliviado cuando se dio cuenta de que, de hacerlo, no parecía querer matarlo. Luego se preguntó qué sería lo que la había puesto de tan mal humor como para querer cargarse a Miel.
Su madre le tiró una chaqueta. Se la puso de la que salía y siguió el camino de lunas que había puesto para Miel, un camino de luz entre sus casas.
Miel no curaba los corazones rotos. No tenía lo que ella llamaba el don , como Aracely. Sin embargo, a menudo ayudaba a la mujer, le pasaba cerillas y tarros de cristal con el tipo correcto de huevo. Salía a recoger limones en los árboles de fuera, con las cáscaras doradas salpicadas por la lluvia. Aracely no podía dejar preparadas esas cosas de antemano porque nunca sabía lo que le haría falta hasta que conocía el mal de amores que vivía dentro de un corazón roto.
Sam subió los escalones de la entrada y, como siempre, el color del exterior le recordó a una pintura que había usado una vez. «Glicinia», se llamaba el tubo. Le había sonado a nombre de lugar, un sitio que sería a la vez hermoso y demasiado pequeño para salir en los mapas. Pero, cuando se lo preguntó a su madre, le dijo que era una flor, una enredadera que goteaba flores como carámbanos.
Aracely lo recibió en la puerta.
—Vigílala —dijo e inclinó la cabeza hacia el interior.
Miel estaba de pie con la espalda apoyada en la pared y los hombros encorvados. Sam se habría preguntado si Aracely le había gritado, pero nunca lo hacía frente a quienes venían a curarse el mal de amores.
Los tacones de la mujer repiquetearon en el suelo y Sam y Miel los siguieron.
—¿Qué ha pasado? —preguntó sin levantar la voz.
Miel negó con la cabeza. «Ahora no».
Esa noche, Aracely atendía a un hombre. A veces, llamaba a Sam para que le pasara huevos, hierbas y el tipo de limón adecuado. Tener a un chico cerca hacía que los hombres se sintieran más cómodos. Ya les daba miedo tener las manos de Aracely en el pecho. Cuando además era una chica la que le pasaba huevos azules a Aracely, se ponían nerviosos, como si al ser dos fuera más probable que fueran brujas.
El hombre parecía un poco mayor que la mujer, quizá veintiocho o treinta años. Todo en él estaba pálido al contraste con las paredes oscuras de la habitación, del color de un níscalo azul. Llevaba cortadas las ondas del pelo rubio oscuro como el maíz seco. Vestía unos pantalones planchados, lo bastante bonitos para llevarlos a la iglesia, y un jersey gris de punto demasiado grueso para el tiempo que hacía, como si quisiera protegerse el corazón de lo que había pagado para que le hicieran.
Aracely pidió un huevo de Faverolles y Miel, sin apartar la vista de un trozo de pared añil, le pasó un huevo de Copper Maran. Sam se lo quitó de la mano y lo sustituyó por el huevo color crema que quería la curandera . Luego pidió una naranja sanguina y Miel cogió un limón lumia. Sam la detuvo.
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