Anna-Marie McLemore - Cuando la luna era nuestra

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Novela ganadora del premio James Tiptree Jr. Esta es la historia de Miel y Sam. Miel, que no recuerda su pasado y ahoga en el río las rosas que le crecen en las muñecas. Sam, que pinta lunas para ahuyentar las pesadillas de los demás y se pregunta si algún día se sentirá cómodo con su cuerpo. Juntos tendrán que hacer frente a las Bonner, cuatro hermanas a las que los rumores señalan como brujas. Famosas por su belleza, están dispuestas a arriesgarlo todo para apoderarse de las rosas de Miel. Con una prosa poética e inolvidable McLemore compone una historia de aceptación y amor plagada de magia y diversidad. Traducido por Aitana Vega La edición cuenta con un posfacio sobre el realismo mágico contemporáneo y varios detalles ilustrados que se han realizado en exclusiva para esta publicación.

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Eso la llevaba a la horrible posibilidad de que lo hubieran perdido. Dejaba a Miel con la tarea de adivinar cómo, de preguntarse si había sido culpa suya.

Con cada guiño de cristal que encontraba la luna, el canto de su madre sonaba un poco más agudo y más parecido a un débil sollozo.

El señor y la señora Bonner se darían cuenta. Si les preguntaban, sus hijas culparían a Miel. Chloe e Ivy les dirían a su madre y a su padre que no era solo una chica que había estado hecha de agua, sino que su madre había intentado matarla. Las hermanas que la mitad del pueblo tachaba de brujas la acusarían de lo mismo a ella, una chica malvada que el río había conservado y después soltado, que ahora había convertido sus campos en cristal.

Las mentiras en manos de las Bonner cortaban como mil pares de tijeras, de latón y oxidadas. Si difundían la historia, el alma de su madre nunca se libraría de ese peso. La perseguiría, se le clavaría y la arrastraría. Su madre ya estaba demasiado cerca; la vigilaba y buscaba al hermano que Miel nunca volvería a ver.

Tenía que hacer lo que Ivy le había dicho. Tenía que esperar a que la próxima rosa creciera y floreciera, para luego dejar que las Bonner se la llevaran.

La pregunta de por qué las querían la atormentaba. Dudaba que fuera tan simple como hacer que los chicos se enamoraran de ellas. Ya sabían cómo hacer eso. Ni siquiera Chloe, con los meses transcurridos y los rumores que se le prendían al pelo como cintas, había perdido el resplandor en la piel.

No saber era lo peor. Si querían las rosas por un chico en particular o por todos. Si significaba que Ivy estaba empeñada en el chico que no había mostrado interés en el río o si una de sus hermanas se había decidido por uno de otro pueblo que nunca había oído hablar de las Bonner y no estaría preparado para su fuerza.

O Sam. Esa posibilidad también le susurraba. Trabajaba en la granja familiar. Ningún otro chico se había acercado tanto a ellas sin desearlas.

Miel se llevó la palma de la mano a la muñeca; el músculo todavía le dolía. Las palabras que no había encontrado cuando Ivy abrió aquellas tijeras le llenaron la boca.

—No —susurró a los campos—. No te llevarás esa parte de mí.

Si intentaban llevarse a Sam, haría todo lo posible para detenerlas, pero esa elección era de él. Esta era suya.

—No soy vuestro jardín —dijo, las palabras no más fuertes que el hilo de la voz de su madre que transportaba el viento—. No soy una de las vides de calabaza de vuestro padre. No sois dueñas de lo que cultivo.

El viento y el crepitar de las hojas y las vides le respondieron.

Los destellos del cristal se veían más apagados. En lugar de brillo, distinguió el gris crema de las calabazas Estrella y el verde azulado profundo de las Alas de otoño.

El viento y el hilo de voz de su madre se calmaron.

Era la primera vez que la visión de las calabazas, frescas y vivas, la reconfortaba. Se irguió frente a los campos en lugar de encogerse. Era una señal tan importante como la que le había dado su madre. Entre ellas, las calabazas eran un lenguaje tan claro como desconocido para el resto. Escuchar el lejano rumor de la voz de su madre era como recibir su bendición.

No lo haría. La próxima vez que tuviera una rosa completa en la muñeca, se mantendría lejos de las Bonner.

Una sensación de cansancio la invadió, agotamiento y alivio a partes iguales. Quería sumergirse en ella y desplomarse en la cama con la ropa puesta. No importaba que las hermanas pensaran amenazarla, no cedería. La decisión la había dejado agotada y lista para deslizarse bajo el brillo de las lunas de Sam.

Regresó a la casa violeta y encontró la luz encendida en la cocina.

Aracely estaba frente al calendario de pared, con el cinturón de la bata atado en un nudo medio desecho.

La miró y se fijó en su jersey y sus vaqueros, en que no llevaba camisón.

—¿Qué hacías fuera?

—¿Qué haces tú levantada? —preguntó Miel.

—Trato de recordar la última vez que vino Emma. —Estudió el calendario—. Creo que ya le toca.

Emma Owens, la mujer rubia y menuda que dirigía la secretaría de la escuela, se las arreglaba para que le rompieran el corazón al menos una vez cada dos meses. Se enamoraba de hombres que no llamaban, o de hombres que llamaban y ella espantaba con su gratitud y sus prisas. Con treinta y pocos años y empeñada en casarse antes de los treinta y cinco, acababa sollozando en la mesa de Aracely al menos una vez por estación.

Cada vez que le ponía las manos en la caja torácica, Aracely le decía a la señora Owens que tenía que ir con más calma, que el corazón adecuado encontraría el suyo, pero solo cuando ambos estuvieran preparados. Sin embargo, después de curarla y liberarla del amor no correspondido hacia algún comerciante de productos regionales o un contable, al poco de levantarse de la mesa ya tenía otra cita con otro hombre que oscilaba entre el interés y la indiferencia. Incluso con sus remilgadas chaquetas de punto abotonadas con perlas, era lo bastante guapa y lo bastante rubia como para pasar muy pocos viernes por la noche sola.

Miel se colocó al lado de Aracely.

—¿No te preocupa la frecuencia con la que viene?

—La primera regla de un negocio es no cuestionar nunca a un cliente habitual. Además, sé lo que hago.

—Un día le vas a arrancar todo el corazón.

—Me encantaría tener que explicar eso.

Miel extendió una mano como si resaltase un titular.

—« Curandera mata por accidente a una mujer local».

—Quita lo de «por accidente» —dijo Aracely—. Jamás se lo creerían.

—Una corrección de la portada del lunes. «La bruja lo hizo a propósito».

La mujer chasqueó la lengua y negó con la cabeza, como las señoras que chismorrean en el mercado.

—«Le arrancó el corazón del cuerpo a esa pobre mujer».

Miel la miró.

—Sabes que mis antepasados sabían hacerlo en menos de quince segundos, ¿verdad?

Aracely le enseñó las manos.

—No con esta manicura.

Miel sintió que el aire se asentaba entre las dos y la mujer se liberó de la irritación por tener que llamar a Sam.

—Lo siento —dijo—. Lo de antes. No volverá a ocurrir.

Aracely asintió, tanto por el calendario como por Miel.

—Lo sé.

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