David Jiménez Palacios - Motivos para llorar
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Pasé días enteros reflexionando acerca de los consejos que me diste, Darío. Me traumé y quise saber qué opinaba los demás de lo que tú asegurabas y defendías a capa y espada. Así llegué a creer muchas de tus utopías, retrocediendo con esto en el camino de la conciencia que lleva a las personas rumbo a la sabiduría, la cual es amante de todas las ciencias; y gracias ti, puse en duda lo que había logrado aprender a lo largo de mis años de vida con la experiencia, y volví a caer al risco de la ignorancia donde es muy fácil acoger dogmas o mentiras religiosas.
Fue tanta la información falsa que introdujiste en mi cerebro que, a pesar de desear verte con tanta insistencia en mi corazón, y de estar torturando mi mente con aquel ardiente deseo en mi pensamiento de volverte a mirar a los ojos, fui capaz de aguantarme con la firme creencia de que tenías razón, y que algún día ese “destino” volvería a unirnos para siempre, y que la felicidad reinaría entre nosotros dos.
Pasaron días y yo pensaba en ti.
Esos días se hicieron semanas y las semanas meses, y yo no podía dejar de pensar en el joven y pulcro Darío, que me impresionó de una manera tan violenta. Su angelical rostro, su piel clara, sus verdes ojos y su delgado cabello castaño estaban presentes en mi memoria.
Así pasó mucho tiempo, y cuando yo ya había perdido la esperanza de volver a verte, de pronto un día muy temprano cuando el sol apenas estaba calentando después de una helada noche, se aparecieron en mi trabajo tres personas que yo no conocía, pero al pedir su orden y escuchar la palabra “pozole”, mi corazón comenzó a latir de una manera anormal, y los latidos se aceleraron aún más al ver los ojos verdes del muchacho que me decía:
—¡Queremos probar tu pozole! ¡Apúrate, que tenemos hambre!
Me quedé petrificado al oír eso. No supe cómo actuar ni qué responder al reconocerte ahí parado frente a mí, tan joven y hermoso como siempre; tan angelical como los santos, tan tierno e indefenso como los mártires. Pero tan imponente y seguro de sí mismo como los reyes que todo lo tienen, sin desear nada y, por lo tanto, su autoestima no debería tener límites de ascenso, ¡si es que saben esconder su punto débil!
En ese momento interrumpí mi relato porque me pareció ver una sombra en la cortina y pensé que alguien me espiaba. No obstante, al levantarme rápidamente y acudir hasta ahí, no pude comprobar nada por más que vigilé hacia un lado y hacia otro, asomando mi cabeza por la ventana, buscado rastros de alguna presencia extraña.
No me quedé muy tranquilo y salí a la calle para asegurarme de que, efectivamente, estaba solo como yo creía. Di un rondín por la casa y no encontré rastro de nada. Así que regresé hasta mi habitación, donde mi cuaderno esperaba ansioso a que le siguiera plasmando más letras, palabras y frases de aquella historia tan poco común de un amor entre iguales.
Antes de seguir escribiendo di un repaso a lo ya escrito para no perder la coherencia de lo que estaba diciendo. Mientras lo hacía, pensaba en qué tan efectivo podía ser este ejercicio de escritura recomendado por mi amiga Martha, la psicóloga. Me acordé de ella y al instante me percaté de que hacía ya un buen tiempo que no la veía.
Ella conocía gran parte de esta historia, y tal vez sería bueno buscarla para comentarle sobre esta iniciativa de escribir haciendo honor a aquella sugerencia suya. Además, también sería importante conocer su opinión sobre los últimos acontecimientos de mi vida, y sin duda lo que ella recordara de lo dicho en terapia podía ser un punto clave para reconstruir la anécdota de manera más exacta.
¿Dónde podrá estar Martha en este momento en que verdaderamente necesito de su ayuda como psicóloga y como amiga? —pensé al percatarme de lo importante que era localizarla.
Capítulo 3 ¿Acaso fue el amor?
Me di cuenta de que no era muy sano para mí escribir con la fotografía de Darío sobre la mesa y dirigirme a él como si mi texto fuera una carta con posibilidad de que algún día la leyera y emitiera una respuesta.
Sé que eso nunca sucederá y es mejor que continúe narrando mi anécdota sin pensar en el lector, con el único objetivo de recordar y comprender mejor el pasado.
Escribir para mí y solo para mí. Eso es mejor que reclamarle o platicarle a una pintura sin vida —pensé cavilosamente.
Luego regresé la fotografía a su lugar en el buró y seguí extrayendo la historia de mi interior para escribirla sin pensar en un destinatario.
Darío siempre demostró ser una persona inteligente y muy madura para su edad. Lo confirmé desde aquella segunda vez que nos vimos en mi negocio de comida. Recuerdo que eran los primeros clientes de aquel día solitario, y los únicos en ese momento. Así que me senté con ellos a disfrutar del pozole que curiosamente solo acostumbraba vender los jueves. Ese día era lunes, pero preparé un poco de esa comida como si ya supiera que llegarían esos tres jóvenes.
Platicamos de muchas cosas, nos reímos del accidente y del atropellado. Pero, a manera de venganza, Darío cambió de inmediato el tema preguntando por mi edad, y me hizo sentir viejo al ver su gesticulación y las miradas de complicidad con Samuel y Pablo cuando les confesé que tenía treinta y ocho.
Después, no pudo aguantar más la risa y fue él quien dio pauta para que los tres comenzaran a reír como locos, cuando Darío hizo un comentario de que yo tenía más del doble de la edad que ellos y que bien podría ser su abuelo.
También me contaron sobre su vida en la preparatoria, y las aventuras que mencionaron me recordaron la época en que yo tenía diecisiete años. Por tanto, mi intervención contribuyó a que el ambiente de las risas se tornara en uno de tristeza y melancolía, al contarles cómo tuve que sufrir cuando comencé a trabajar para apoyar en mi casa, porque mi padre abandonó a mamá para irse con otra mujer más joven. Les conté me vi en la necesidad de dejar la escuela e irme a los Estados Unidos para ayudar con los gastos del hogar y para apoyar a mis hermanos que, de todas maneras, terminaron dejando los estudios igual que yo.
Sentí coraje con esos chicos que dejaban de asistir a clases para irse al mercado a desayunar pozole. Dejaban de aprovechar la oportunidad que yo no tuve tan solo porque era más placentero organizar una fiesta y faltar a las aburridas clases el día de la fiesta y un día después.
Platiqué con los tres sobre sus pasatiempos favoritos y casi todos coincidieron con las palabras antro, fiestas, alcohol. De hecho, me comentaron que el día que atropellé a Darío se dirigían a una de sus fiestas. Solo Darío mencionó algo diferente en cuanto a sus pasatiempos. Dijo que le gustaba leer y escribir ocasionalmente. Al verme interesado me contó de manera más personal sobre algunas de sus obras favoritas de literatura, puesto que sus amigos seguramente ya sabían esa información.
Nos resumió una novela diciendo que era una de las que más le gustaban, y que de ella había adoptado algunas frases como parte de su filosofía particular o armas de defensa contra las críticas que recibía de sus compañeros por ser diferente y tener ideas contrarias a las de la sociedad “estándar”.
Pablo nos contó que un día todos criticaron un trabajo que Darío realizó para la clase de artística. Según él, lo criticaron por ser muy abstracto. Dijo que cada uno de sus compañeros tenía un concepto diferente de lo que significaba su obra, ya que no se hallaba forma a su creación. A ello, Darío contestó simplemente:
—El arte verdaderamente muestra al espectador y no al artífice, es por eso que cada quien ve en mi trabajo lo que quiere ver. Los que lo minimizan es porque su criterio es tan insignificante como sus críticas; y si acaso hubiera alguien capaz de engrandecerlo más de lo que ya es, diría que esa persona es inteligente. Pero la inteligencia es una virtud que selecciona a muy pocos; mientras que, por lo contrario, la mayoría es elegida por la mediocridad. Así que no me sorprenden sus comentarios, ya que estoy cansado de voltear a ver a todos lados y solo ver gente mediocre como ustedes, y creo que a la larga me he ido acostumbrando. Repito: Lo que sí me sorprendería es escuchar un comentario positivo de mi trabajo, porque eso solo lo puedo esperar de una persona refinada. Pero, hay tan pocos inteligentes en el mundo, que no puedo culparlos por no ser parte de los más abundantes.
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