David Jiménez Palacios - Motivos para llorar

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En un mundo lleno de injusticias para la comunidad LGBTQ+, tras la muerte de su novio, Isidro escribe un diario apasionante que muestra oscuras revelaciones. En el fervor de la intriga comienza a descubrir verdades que otros no ven. Con el corazón roto, enfrenta la vida con valentía. Aunque su novio siga danzando por el cielo, Isidro nunca lo dejará de amar. Impotencia, dolor, y tristeza o plenitud, felicidad y alegría, ¿Cuál es tu motivo para llorar en la vida?

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Fue todo lo que se dijo camino hacia el hospital. Durante el resto del trayecto reinó la tensión, el silencio, la incertidumbre, el nerviosismo y la pena. El único ruido que se escuchaba era el de los demás carros, los involuntarios quejidos del herido y el resonar de la lluvia que seguía cayendo en abundancia. No fue sino hasta más tarde que pude escuchar la voz y el nombre del herido, aunque mucho después asumí que me involucré con él más de lo que actualmente hubiera deseado. De la misma manera también tuve que soportar lo que la demás gente odiaba de él: su duro carácter.

Capítulo 2 ¿Crees en el destino?

Ya en el hospital, mientras la enfermera curaba sus heridas, el atropellado me cuestionó espontáneamente, al tiempo que me veía a los ojos de manera muy fija y penetrante.

—¿Solo te interesa saber el nombre de mis amigos? ¿Crees que no me di cuenta cómo los veías por el retrovisor del auto? ¿No tienes ni la más mínima curiosidad de conocer a tu víctima? ¡Ah, ya sé! ¡Es tu estrategia de ligue atropellar chavos para conquistar a sus amigos! —me dijo en tono burlesco—. Sí, creo que debe ser eso, pues a tu edad seguramente no te queda otro remedio.

Me sorprendió tanto que tuviera ese sentido del humor conmigo cuando estuvo a punto de morir por mi culpa. Fue la primera vez que lo vi a los ojos y no pude sostenerle la mirada, en ese momento sentí algo muy extraño, algo inexplicable.

Al ver que yo no contestaba nada, se burló en mi cara y me dijo:

—Quita esa cara y veme a los ojos. No estoy muerto, por si no te has dado cuenta, y a los vivos nos gusta que nos vean mientras hablamos. ¿Entendido, señor? Mi nombre es Darío Reyes. Tengo apenas diecisiete años, mucho por vivir y por experimentar, toda una vida por delante. Así que, relájate; aunque estuviste a punto de truncar mis ilusiones el día de hoy, en realidad no tengo miedo de morir, porque sé que mi vida no va a terminar antes de lo planeado —me dijo con entonación muy marcada, haciendo algunas pausas y alargando algunas palabras como si pretendiera que me quedara muy claro.

Sus ojos verdes, tan verdes como las hojas frescas de un árbol joven de primavera, me impactaron. Sus labios rojos como la sangre recién limpiada por la enfermera de su rostro, me hicieron recordar el accidente. Sus duras palabras, seguidas por un silencio total y el sonido del agua de la lluvia que aun caía con fuerza, además de su mueca sonriente y relajada, propiciaron las primeras de las tantas lágrimas que derramé por su causa.

Hasta el día de hoy sigo llorando sin motivo después de tres años en los que han pasado muchas cosas inimaginables en mi vida desde que ocurrió aquello —reflexioné mientras hacia una pausa en mi relato.

Al leer el último párrafo que había escrito, me di cuenta de que Darío muchas veces me hizo sentir culpable de sus desgracias. Desde aquel día que literalmente lo conocí por accidente, hasta ese 15 de enero del 2012 en que me encontraba sufriendo a causa de su peor decisión.

Después de haber hecho esa pequeña pausa para ubicarme en el escenario del tiempo y evitar perderme en el pasado, continué escribiendo los recuerdos que hasta ese momento ardían vivamente a modo de magma volcánico en mi interior, como si todos buscaran la manera de inmortalizarse al ser transcritos en mi cuaderno.

Recuerdo que, al verme llorar de impotencia, él siguió burlándose y llamándome ridículo frente a la enfermera, quien le preguntó si deseaba algún tipo de apoyo legal para interponer una denuncia en mi contra por haberlo atropellado. A ello, Darío contestó:

—En realidad, él no tuvo la culpa, enfermera.

Esperé a que dijera que ellos se habían atravesado corriendo, y que la lluvia era otro de los factores que originaron el accidente, pero dijo algo más desconcertante todavía:

—La única cosa de la que se le puede acusar a este señor, es de no saber manejar correctamente y de ser tan descuidado, asesino y estúpido, o tan malvado como para matar intencionalmente a gente cuidadosa y bien precavida como mis amigos y yo— dijo en tono de broma—. Pero creo que las cosas pasan por algo, y si hay que culpar a alguien, yo voto por el DESTINO. ¿Usted cree en el destino, enfermera? Tú, desconocido —indagó, refiriéndose a mí—, ¿crees en el destino?

No pude contestar su pregunta en ese momento. Solo dejé de llorar por un segundo, sequé mis mejillas con mi suéter, volteé a verlo a los ojos y le dije mi nombre. Solo eso pude decir y agaché mi cabeza de nuevo para que no notaran las lágrimas que, sin querer, seguían saliendo de mis ojos.

—Mi nombre es Isidro, Isidro Vázquez —le dije mirándolo humildemente con mis ojos vidriosos.

Detuve mi redacción por un momento y me di cuenta de que eran ya varias hojas las que había escrito hasta ese momento. La descripción de los hechos, tal cual sucedieron, hizo que, al momento de escribir, volviera a revivir en mi mente cada una de las escenas de mi vida plasmadas en aquel cuaderno. No pude evitar que algunas lágrimas salieran de mis ojos y cayeran sobre el texto recién escrito, diluyendo la tinta; como si estuvieran tratando de borrar el pasado del cuaderno, de la misma manera que yo quisiera borrarlo de mi memoria.

Me sentía un poco cansado por la mala postura de mi cuerpo, ya que la silla en la que estaba sentado no era muy cómoda para el largo tiempo que llevaba ocupándola. Sin embargo, no quería dejar de escribir hasta que llegara la hora de irme a la casa de los Reyes.

Giré para ver la hora en el reloj de pared que se encontraba sobre la cabecera de mi cama, la cual aún seguía sin tender. No pude evitar ver también una fotografía de Darío sobre el buró. En ella vestía una playera verde con un chaleco negro y un pantalón de mezclilla azul. Ese retrato fue lo único suyo que pude guardar en secreto, ya que era muy supersticioso y no le gustaba que yo tuviese en mi posesión ningún objeto suyo.

Esa imagen impresa de Darío fue lo que nunca me permitió olvidarme de él cuando se fue a vivir de nuevo a casa de sus padres, y también fue la causante de que muchas veces haya llorado como loco, solo en mi helada habitación a media noche, después de despertarme asustado por un extraño sueño que se repetía constantemente desde que Darío me dejó para irse con su familia.

Me puse de pie para descansar un poco la vista y estiré mi cuerpo tratando de relajar mis músculos que estaban un poco adoloridos a causa de la fatigosa silla metálica. Caminé hasta el buró que estaba a un lado de la cama y tomé la fotografía en mis manos. La observé por un momento, y ello ocasionó que se refrescara mi memoria más de lo normal. El pasado se comprimió en mi cerebro y se presentó en forma de inspiración, lo cual me ayudó para seguir narrando lo acontecido con más y más precisión.

La atención prestada a la representación de Darío, además de recordarme con exactitud cada instante a su lado, me causó dolor y produjo que volviera a llorar cada vez que veía el retrato. Pero también me inspiraba, y en ese momento me impulsó para continuar redactando nuestra historia en mi cuaderno. Así que me acerqué de nuevo a la silla y me senté en ella sin importarme el cansancio que ello me provocaba. Coloqué la fotografía a un lado del cuaderno en la pequeña mesa de madera, de tal forma que pudiera seguir viéndola para gritarle tantas cosas que no me atrevería a decirle en persona a Darío.

Tomé mi lapicero negro y continué escribiendo, pero ahora lo hice refiriéndome al retrato directamente, como si a través de él pudiera comunicarme con Darío. Con lágrimas en mis ojos intenté reclamarle por haberme causado tanto sufrimiento y por seguir haciéndolo, a pesar de su ausencia.

Han pasado tres años desde el día del accidente —seguí escribiendo y mirando la fotografía de Darío, alternadamente—, cuando creí conocerte más de lo que ahora te conozco, y aún recuerdo todo como si estuviese pasando en mi mente en este instante. Todo se repite, como si la película de mi mente se hubiese quedado atrapada en las mismas escenas de esos tres años.

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