Me quedé en silencio durante un instante más frente al espejo; y sin estar aún muy convencido de querer escribir mi propia historia, me di la vuelta y regresé a la cama, tratando de analizar todos los puntos a favor y en contra, para estar seguro de tomar una decisión que posiblemente era la equivocada.
Después de pensarlo bien durante no sé cuántos minutos, salí lentamente del cálido espacio de desahogo donde horas atrás me enredé en las sábanas, llorando, hasta quedarme dormido.
Al estar seguro de que quería hacerlo, aunque me sirviera solo para desahogarme, lo primero que hice fue buscar una pluma, un cuaderno y un lugar para sentarme a redactar.
Todos los recuerdos habían retornado a mi mente de manera espontánea, después de que quise olvidarlos pidiéndole a Dios que me ayudara a perder la memoria. Ahora daban vueltas y vueltas en mi cabeza, repitiéndose constantemente sin alejarse ni siquiera por un instante, como para evitar ser olvidados. Se aferraban a mi cerebro como hambrientas pirañas que se negaban a desprenderse de la encarnada memoria.
Dolorosos recuerdos me acechaban como parásitos oportunistas que planeaban introducirse hasta lo más íntimo de mi indefenso organismo para coexistir, torturando cada célula.
Tomé una pluma negra de un cajón y un cuaderno nuevo de los muchos que había comprado para los estudios del amor de mi vida. Me senté en una silla de aluminio frente a una mesa pequeña que estaba en mi habitación y comencé a narrar algunos acontecimientos de mi vida, sin saber a quién le iba a contar esa triste historia.
Percibí cómo poco a poco se iba generando una especie de conexión entre las hojas blancas del cuaderno, la pluma llena de tinta negra y mi resucitada memoria que era la que les dictaba.
Así comencé a redactar quién fui en la vida, contándole al insignificante cuaderno la causa de mis lágrimas.
Mi nombre es Isidro Vázquez. No soy escritor, ni periodista, ni nada por el estilo. Jamás en mi vida imaginé escribir algo parecido a esto y, si hoy lo hago, es porque necesitaba desahogarme de alguna manera de todo lo que siento.
Creo que, al plasmar la historia en este cuaderno, exactamente cómo sucedieron los hechos, quizá algún día me pueda ayudar a descubrir cuál fue la causa que motivó a Darío a consumar algo que difícilmente puede entender una persona ordinaria como yo, y cómo todos los demás en este preciso momento nos encontramos llorando por la ocurrencia y tratando de entender por qué.
Siempre he creído en el destino, porque mis padres me enseñaron desde muy pequeño que Dios existía; y que a pesar de la adversidad que vivimos muchas personas a lo largo de nuestra vida, al final, él siempre tendría una recompensa preparada para dárnosla en el momento en que menos la esperáramos.
—En cualquier instante podemos encontrar el pañuelo que ha de secar nuestras lágrimas, y si no es así, el viento lo hará —decían mis padres.
Dios es la LEY a la que todo obedece por naturaleza, pero también es el origen y el fin de todo. Aunque, no sé si las decisiones como las de Darío o las mías tengan que ver con su poder infinito. Lo cierto es que somos libres y, por lo tanto, no podemos culparlo de lo que nos pasa, ya que la consecuencia de nuestros actos es responsabilidad nuestra.
En este instante, creer en el destino me ayuda solo a sentirme más culpable y, por ello, no puedo dejar de llorar por lo que pasó; pues yo estuve ahí para evitar que las cosas sucedieran de esa manera, y no fui capaz de evitar la desgracia.
Siento que Dios ha de estar muy molesto conmigo por no cumplir la misión que me encomendó: sacar a Darío de la oscuridad y llevarlo a la luz divina de la salvación. En lugar de eso, me introduje en su mundo perverso y tenebroso, y juntos quedamos atrapados, sin poder salir del laberinto. Jugamos con fuego y nos quemamos; y aquí estoy, en el laberinto del calvario, tratando de buscar una salida en medio de la oscuridad.
Regresar el tiempo es imposible, pues contaminé mi cuerpo al probar las drogas para identificarme con la juventud de Darío; y me di cuenta de que en este terreno ni siquiera se tiene noción de lo que pasa y no pasa en realidad.
Este sí que es un mundo de confusión. Aquí vivimos muchísimas personas, pero no todos estamos conscientes de ello. He caído aquí junto a Darío y muchas almas más que fueron arrastradas por el mismo destino o por la influencia de los que estamos adentro; de quienes, la mayoría —si no todos— nos sentimos solos. Desde mi punto de vista, muchos de los que existen en esta vida, o han dejado de existir, lo han hecho por causa de la soledad.
Si pudiera darle un nombre a este mundo, lo llamaría simplemente escondrijo de la soledad. Muchas personas acudimos a este trance buscando un poco de comprensión y compañía, pero muy tarde nos damos cuenta de que aquí el alma de la gente se encuentra más sola que el vacío interno de la nada.
El primer recuerdo que viene a mi mente en estos momentos es el de un día lluvioso en que yo regresaba de mi trabajo por una calle muy angosta manejando mi viejo y traqueteado auto negro. Escuchaba una canción muy encantadora y romántica cuyo el título desconozco, pero decía algo así: «No sé qué poseen tus ojos, no sé qué tienen tus besos…».
El agua que corría por el parabrisas dificultaba la visibilidad del camino, por lo que no pude darme cuenta del momento en que se me atravesaron tres personas que iban corriendo para no mojarse más de lo que ya estaban.
Por desgracia, no alcancé a frenar por completo. Aún recuerdo haber escuchado un grito sofocado y el chiflido de las llantas que se resbalaban en el piso mojado de la carretera.
Sentí un escalofrió horrible cuando empujé a uno de ellos y lo hice caer en un bache lleno de agua. Pude ver por el parabrisas cómo una de las llantas delanteras de mi auto estuvo a punto de rodar sobre la cabeza de ese sujeto.
Cuando pude detener el auto por completo, bajé de prisa para ver lo ocurrido.
Levanté a la persona del piso, mientras yo temblaba de miedo por no hallarlo con vida; y al verle algunas heridas en su cara que emanaban roja sangre en abundancia, rápidamente me ofrecí a llevarlo al hospital más cercano para que lo atendieran. Así que invité a subir al auto a sus amigos que observaban con susto la escena desde el otro lado de la calle.
Se tardaron un poco en reaccionar, pero al ver que su amigo, el atropellado, subía con mi ayuda por el lado del copiloto, sin decir nada; ellos también se acercaron sin hablar y subieron en la parte de atrás.
Ya dentro del carro, observé sus ajustadas y coloridas prendas mojadas y completamente adheridas a sus delgados cuerpos. Me pareció una actitud liberal de su parte, pues vestían de una forma muy diferente a lo que la sociedad establecía como un estereotipo de lo masculino en mi época.
Supe inmediatamente que se trataba de adolescentes gay manifestándose feliz y libremente. Imaginé lo que hubiese sido de mi juventud de no haber sufrido la reprimenda de la época y el rechazo correctivo de mi padre machista.
Quise identificarme con ellos al mismo tiempo que rompía el hielo y trataba de disculparme. Así que les pregunté sus nombres, comenzando por los dos de atrás que con voz suave y tímida dijeron llamarse Samuel y Pablo. Entonces me dirigí hacia el otro chico que se encontraba encorvado en el asiento a mi lado. Al parecer, aguantando el evidente dolor que le provocaban las raspaduras. Le hice la misma pregunta y esperé un instante, pero no hubo respuesta.
No sé si fueron los nervios o la pena que sentía con el atropellado, pero recuerdo que en todo el camino hacia el hospital no pude voltear a verlo y mucho menos me atreví a preguntarle su nombre nuevamente, ya que noté que no estaba dispuesto a entablar conversación alguna conmigo.
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