Danilo Martuccelli - El nuevo gobierno de los individuos
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En segundo lugar, en clara oposición contra cierto positivismo, pero sin que esto suponga necesariamente una ruptura con el espíritu de la Ilustración, existe un grupo de actores que luchan por el reconocimiento de la diversidad de las formas de conocimiento. Los debates sobre la homeopatía son un buen ejemplo de lo anterior, pero también se puede pensar en muchas terapias alternativas o en la medicina suave (Colombo y Rebughini, 2003). Aún más compleja es la cuestión de los fórums híbridos, ámbitos en donde se considera se puede discutir, más o menos en pie de igualdad epistemológica, el saber científico, las pericias de los expertos y los saberes ordinarios de la experiencia (Callon, Barthe y Lascoumes, 2001). En estos fórums no se niega la verdad-ciencia, pero se impone la necesidad de reconocer otras formas de conocimiento y, por lo tanto, de confrontar las verdades de la ciencia a otras representaciones y problematizaciones juzgadas legítimas. En proximidad con esta situación se puede también evocar la importancia creciente dada a la palabra de los enfermos en lo que respecta al sufrimiento o a los efectos secundarios de ciertos fármacos, pero también con respeto a sus decisiones en lo que concierne al fin de su vida (Bataille, 2003 y 2012), lo que ha conducido no solo a la introducción de nuevos cursos en las facultades de medicina sino incluso, en algunas de ellas, a que ciertos cursos sean dictados por los pacientes a los médicos.
En tercer lugar, se encuentran aquellos que desconfían de las conclusiones de la ciencia. Se trata de un espectro amplio de actores que van desde los clima-escépticos hasta los que rechazan la vacunación. En estos casos, el cuestionamiento a veces se hace invocando interpretaciones científicas alternativas o minoritarias. Otras veces, el rechazo opera por razones identitarias, intuiciones, desconfianzas institucionales diversas, etc.
Por último, existe una figura aún más extrema, aquellos que rechazan abiertamente las verdades científicas en nombre de posiciones dogmáticas, muchas veces de índole religiosa (creacionismo, el diseño inteligente, ciertas interpretaciones de la hipótesis Gaia, lecturas literales de los libros sagrados contra los resultados de teoría de la evolución, etc.). En este caso, la autoridad de la verdad-ciencia deja simplemente de funcionar.
En los hechos, estas posiciones se mezclan a veces entre sí, pero en todos los casos, lo que ha cambiado sustancialmente es el apego inmediato y conciliado con lo que enuncia la autoridad de la ciencia. Ciertamente, la ciencia sigue siendo, en cuanto amparada por el Estado, la principal vía hegemónica para enunciar la verdad en el mundo de hoy. Pero su autoridad de ahora en más es y puede ser cuestionada. En el marco de la modernidad, esto es radicalmente nuevo a nivel del gobierno de los individuos.
Un bemol antes de concluir este apartado. La metamorfosis de la influencia pareciera no concernir plenamente el ámbito religioso, en donde se observa incluso un regreso de la autoridad. En realidad, el panorama es más variado y menos unívoco. Si en las tres grandes religiones del libro (cristianos, musulmanes, judíos) se observan, en efecto, marcadas tendencias integristas y fundamentalistas con fuertes radicalizaciones político-ideológicas, en lo que concierne a la autoridad de los dogmas y la sumisión voluntaria (y conciliada) a ellos, la situación general de los creyentes no es tan homogénea. No solamente las experiencias son muy diversas entre los creyentes, muchos de ellos desarrollando vínculos más subjetivos y menos dogmáticos con las autoridades religiosas (Hervieu-Léger; 1999; Roy, 2004), sino que incluso los más ortodoxos de entre ellos están obligados a practicar su fe en medio de un mundo social atravesado por la incredulidad y la diversidad irreductible de las creencias (Taylor, 2011). Por ello, aunque real, la importancia de la renovación de estas formas efectivas de la autoridad, en el sentido fuerte del término, no debe llevar a sobredimensionar el fenómeno.
Notemos, por último, un punto particularmente bien analizado en la historia de las revoluciones. A saber, los regímenes se desmoronan cuando los ciudadanos pierden fe en sus instituciones y en los genios invisibles de la polis (Ferrero, 1988), cuando lo que hasta hace muy poco tiempo parecía intangible se derrumba y cuando se advierte, tras un más o menos largo trabajo de zapa, que el Rey está desnudo. En este sentido, el orden social reposa en efecto en grandes creencias fundacionales. Pero aquí también la transición es visible: sin que tenga que cuestionarse lo anterior, la novedad proviene de la capacidad creciente de los regímenes de sostenerse desde los controles. Eso que Talleyrand le dijo a Napoleón –que se puede hacer todo con las bayonetas, salvo sentarse sobre ellas– empieza a no ser más necesariamente un juicio cierto.
III. La convulsión de las jerarquías
El tercer gran cambio es producto de un conjunto muy disímil de procesos de cuestionamiento de la jerarquía, cuyos más lejanos orígenes se encuentran en la abolición de los privilegios en la estela de la Revolución francesa y más tarde en las críticas que el modernismo cultural dirigió hacia la burguesía, sus hipocresías y su convencionalismo, en nombre de la autenticidad. En la modernidad, progresivamente todas las jerarquías han sido objeto de profundas y, a veces, demoledoras críticas.
Aquí también los cuestionamientos de largo alcance de las jerarquías (pensemos en aquellos que se enunciaron desde el anarquismo, el socialismo o ciertas luchas sindicales) tomaron un cariz mucho más pronunciado desde los años 1960 con los nuevos movimientos sociales: mayo del 68, las luchas generacionales y el feminismo, más tarde los combates por la diversidad sexual, luchas que aceleraron los procesos de postradicionalización y el cuestionamiento del valor de la autoridad-tradición (Giddens, 1994b), un fenómeno al cual se le añade (suele descuidárselo, y sin embargo se trata de un fenómeno paralelo) el cuestionamiento de las líneas jerárquicas y a veces la desaparición de los mandos medios en muchas empresas. En todos los casos, los estatus jerárquicos han perdido aura y evidencia.
1. La crisis de los carismas
Pocas o casi ninguna jerarquía se impone como una evidencia al amparo de lo que a veces se presenta como el aura o el carisma de su detentor. Esto es manifiesto tanto a nivel de las relaciones entre grupos etarios como en las relaciones de género, pero también a nivel profesional o político. A pesar del abuso terminológico del término, existen pocos líderes carismáticos, en el sentido más o menos preciso que Weber (1983) dio al término y que no ha cejado desde entonces de ser desfigurado: o sea individuos a los que se les reconoce una facultad excepcional en función de la cual un actor consiente ser guiado. El carácter transicional de la autoridad carismática (bien subrayada por Weber) pero también su carácter excepcional, en el sentido de poco frecuente, deben ser constantemente recordados por una razón muy simple: no es posible generalizar el carisma como una forma de gobierno de los individuos.
Cierto, la entronización del carisma de los líderes es muy activa en la literatura managerial, pero esta producción explícitamente ideológica debe ser leída como una manifestación más de la tendencia tan visible en el mundo del trabajo a querer generalizar y volver ordinaria la excelencia (Aubert y Gaulejac, 1991; Ehrenberg, 1991). Ahora bien, esta producción ideológica acarrea costos subjetivos intensos y se revela rápidamente como imposible. Este proceso participa incluso en la acentuación del miedo a los subordinados entre los mandos medios en el mundo laboral (Araujo, 2016), pero también en las desestabilizaciones personales que, por falta de carisma, viven por ejemplo tantos docentes a la hora de ejercer la autoridad en las aulas. El anhelo por legitimar la autoridad de las jerarquías sobre la base del carisma lleva siempre a un impase.
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