Danilo Martuccelli - El nuevo gobierno de los individuos
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Resultado: el consentimiento no solo no es conciliado, sino que muchas veces ya no es ni tan siquiera el objetivo. La generalización de la exposición a las news (cadenas de información continua, portales informativos, alertas en los móviles, etc.) y la vivencia de la contraposición ordinaria de perspectivas, alimenta a veces indecisiones compartidas, muchas otras veces formas de polarización que en su diversidad van mucho más allá del clivaje de los antiguos universos ideológicos (a tal punto las coordenadas agonísticas se multiplican). La impresionante agonística de la esfera pública actual, cotidianamente puesta en escena en torno a una gran variedad de temáticas, hace ilusoria la idea de una autoridad consensuada generalizada. Es suficiente leer, por ejemplo, a propósito de un solo artículo de prensa, las decenas de reacciones de los lectores a las cuales se tiene acceso, para comprenderlo.
La tesis de la importancia creciente del tema del soft power en reemplazo o desplazando nociones como ideología o autoridad reconocen en parte este cambio. Pero solo en parte. En verdad, en muchos usos de la noción de soft power , desde la geopolítica hasta las relaciones sociales (Anderson, 2015; Guilluy, 2018), solo se trata de un nuevo nombre para designar al antiguo trabajo de inculcación ideológica. Cierto, se reconoce mejor y más abiertamente el carácter conflictivo de la influencia, pero se sigue creyendo en el fondo en la importancia central de las creencias en el gobierno de los individuos. Si esta dimensión (¿es necesario decirlo?) no ha desaparecido, no es ésta empero, dado el incremento de los controles, la que mejor describe las prácticas de gobierno contemporáneas de los individuos.
Pero ¿por qué cuestionar la centralidad de las creencias? Porque lo que se debilita en la esfera pública actual es la política por consensos y compromisos a la cual apuntaba (en el marco de regímenes liberales y socialdemócratas) la pugna ideológica. Ayer, sin desconocer la divergencia estructural de intereses, el objetivo explícito de la política consistió en limar asperezas, en conformar coaliciones de intereses y alianzas entre grupos; en breve, obtener consensos más o menos temporarios más allá de los disensos. Hoy, al contrario, lo que se estimula es muchas veces una política de confrontación, de polarización de los clivajes, la constante representación de una vida social dividida en campos irreconciliables. Si situaciones de este tipo se dieron en el pasado, tendencialmente esto parece devenir la norma en un mundo posverdad. Las discusiones públicas se tienden a centrar en torno a los casos más polémicos y aporéticos, aquellos que parecen no tener solución alguna, con el fin justamente de persuadir de la imposibilidad de los consensos (algo particularmente visible a nivel de los debates sobre el multiculturalismo o la diversidad sexual). El objetivo de las políticas de influencia consiste así más en profundizar los disensos que en estimular los consensos. De lo que se trata es de personalizar los mensajes enviados a cada individuo con el fin de reforzar sus propias creencias. En este marco, tanto la autoridad como la dominación-consentimiento ven modificarse profundamente su razón de ser.
3. Cuestionamientos
En lo que concierne la influencia de las creencias, incluso si no siempre se lo advierte, el corazón del cambio reside en la cuestión de la verdad. El fenómeno más importante en el socavamiento estructural de la autoridad en la modernidad actual es, sin lugar a duda, el cuestionamiento de la ciencia. Aquello que subyacía en última instancia en la concepción de Hannah Arendt (1996) o Hans-Georg Gadamer (1997) sobre la autoridad; a saber, que el individuo se inclinaba frente al saber-verdad (o sea la idea de la autor-itas ), ya no se impone como una evidencia. Incluso en el célebre estudio sobre la sumisión a la autoridad de Stanley Milgram (1974), el acatamiento a las órdenes se produjo en el marco de un fuerte reconocimiento de la verdad y de la moral científica 12.
Como lo interpretó Stephen Toulmin (1992), la constitución del conocimiento científico, desde el siglo XVII, fue una manera de producir un conocimiento capaz de zanjar, racional o empíricamente, las controversias gracias a pruebas. Frente a las guerras de religión que asolaron Europa en el siglo XVI (los supuestos dogmáticos de cada una de ellas hicieron imposible toda solución ecuménica), la ciencia instituyó un nuevo régimen de certidumbre. Más allá de la tolerancia religiosa o del escepticismo, proclamados por Erasmo o Montaigne, la ciencia moderna pretendió poder zanjar controversias de manera irrefutable gracias a la verdad y sus pruebas.
Ahora bien, lo que durante mucho tiempo en la modernidad hizo función de autoridad en última instancia, la verdad científica, permitiendo zanjar al menos en principio y en última instancia las controversias, no cumple más (con la misma evidencia en todo caso) esta función. La ciencia es, ella misma, objeto de controversias. Diversos grupos sociales, incluso arropados con dosis muy diferentes de legitimidad, son de ahora en adelante capaces de cuestionar la ciencia y sus verdades. Literalmente, y en el sentido más fuerte del término, no existe más una verdad intramundana capaz de zanjar las controversias. La ciencia y sus verdades, o sea su autoridad, se abren a una pugna más o menos interminable de interpretaciones y creencias. Una dimensión bien reflejada a nivel de la epistemología tanto en los movimientos posmodernos, los Sciences studies e incluso cierto pragmatismo, pero también en la idea de la existencia de una pluralidad de mundos en conflicto entre sí (Descola, 2005; Escobar, 2014). No se trata ni de un retorno a un mundo encantado (no es la creencia en la acción ordinaria de las entidades invisibles lo que se generaliza) ni de un incremento del oscurantismo per se, sino del hecho de que la verdad deja de ser el monopolio de los científicos.
Las diferencias nacionales son muy importantes en este punto, pero para un número diverso y creciente de ciudadanos, el valor-ciencia y sus verdades dejan de imponerse por su autoridad intrínseca y tienen, tendencialmente al menos, que ser impuestas por el Estado. Aquí también el cambio con respecto al pasado es fundamental: no es más la ciencia moderna la que le da visos de verdad a la acción del Estado (imponiendo por ejemplo prácticas generalizadas de higiene pública, vacunación o currículums escolares). Ahora, más o menos subrepticiamente, es el Estado el que instituye la verdad, por lo general, por el momento, todavía en consonancia con el saber científico. Repitámoslo: por lo general y por ahora. No olvidemos que ciertos Estados cuestionaron el carácter viral del Sida (Fassin, 2006) y que varios otros rechazan la hipótesis del cambio climático o de los efectos humanos sobre el clima. El cambio es radical. Ciertos individuos o grupos (religiosos, políticos, etc.) afirman no «creer» en las pruebas científicas. Ante estas actitudes, los debates se vuelven literalmente imposibles de zanjar.
El fin del monopolio de la verdad por parte de la ciencia alimenta y generaliza formas inéditas de desconfianza ordinaria. El continuum de verdades científicas y de peritaje es objeto de todo un degradé de sospechas. En este punto es preciso distinguir, aunque sea muy esquemáticamente, cuatro grandes posturas. En primer lugar, aquellos que, incluso creyendo en la superioridad cognitiva de la ciencia, han roto con una concepción ingenua del progreso y son cada vez más sensibles a sus posibles efectos negativos colaterales. En este registro las criticas ecológicas, incluso aquellas hechas gracias al conocimiento científico, han socavado las bases de una cierta forma de autoridad-ciencia. Un ejemplo banal de lo anterior: el importante número de personas que, luego de una visita médica (o sea incluso si cuando consultan creen en el conocimiento experto), chequean por internet lo que el médico les ha prescrito. La confianza no va más de suyo.
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