1 ...6 7 8 10 11 12 ...19 Regresé al trabajo y conté esa anécdota a varios compañeros, que reaccionaron con risas francas a lo que yo llamé mi “mensaje del más allá”. Ese día aprendí que cuando nos sentimos demasiado desanimados para librarnos de nuestra negatividad, ¡el alivio está a sólo una plegaria de distancia!
JULIE A. HAVENER
Sue y yo íbamos a ciento veinte kilómetros por hora cuando iniciamos la subida por la curvada carretera montañosa que une a Carolina del Norte con la frontera sur de Virginia. Sue, mi hija menor, madre y abuela, tiene cincuenta años y es viuda, pero también joven de corazón. Creo que se le podría identificar como “dividida” –entre su familia y yo–, pues suelo pedirle que me lleve a sitios distantes o que haga otras cosas que yo no puedo o no quiero hacer.
Si no te gusta algo,
cámbialo; si no lo
puedes cambiar, velo
de otra manera.
MARY ENGELBREIT
Supongo que el término políticamente correcto para la generación de Sue es “generación sándwich”. Estos hombres y mujeres de jóvenes a maduros todavía están a cargo de sus hijos, aun si la mayoría de ellos ya son adultos, pero de repente también tienen que encargarse de sus ancianos padres, y añadir más responsabilidades a un estilo de vida de por sí agitado.
Me recosté en mi asiento para disfrutar de ese cómodo recorrido, contemplando al mismo tiempo la luz del sol y un paisaje muy diferente al de Florida. Tenía que admitir que a veces ansiaba ver esas montañas y onduladas colinas, y que extrañaba los diversos colores de las estaciones. Aun así, para mí había sido bueno vivir en Florida luego de retirarme, y mientras cuidaba de mi anciana madre… salvo en situaciones como ésta, en que mi hijo presentaba un problema médico posiblemente grave. Me daba mucho gusto que mi hija hubiera querido y podido traerme, para ayudarlo en su operación. Para ella era además un viaje gratis, una oportunidad de visitar a viejos amigos y miembros de la familia.
Al entrar a Virginia, los árboles y valles intensificaron su brillo, con tonos de un verde subido en reflejo de la luz de fines de la primavera. Una de las vistas más bellas de esa subida era una caída vertical hacia valles pintorescos a la derecha, la cual daba sobre kilómetros enteros de manicurados terrenos agrícolas salpicados de blancos edificios de la civilización. A nuestra izquierda se alzaban contra el cielo farallones aún más empinados, con escurrimientos de agua corriente, rocas salientes con áreas cubiertas de musgo y brotes dispersos de nueva vida vegetal que resaltaban la inclinación de la montaña. En ocasiones, montículos de tierra y piedras se habían desprendido de sus amarras, y se tendían como evidencia de fallidos intentos humanos por conquistar ese territorio accidentado.
Miré a la derecha buscando la montaña “mordida” en la cumbre. Suponía que se trataba de una mordida “hecha por el hombre”, para dar paso a servicios públicos y otros signos de la civilización, pero para mi familia se había vuelto un juego buscar la señal de que nos acercábamos a la zona donde vivía el tío Charlie.
Era el 28 de abril de 2009, un día que nunca olvidaría, ¿aunque cuánto tiempo podría recordarlo realmente?
De pronto sonó mi celular, rompiendo la tranquilidad de esa plácida escena. Eché un vistazo al identificador de llamadas y respondí un poco preocupada. Era la llamada que estaba esperando.
–Hola, señora Bennett –dijo una voz jovial–. Soy Annette, del consultorio del doctor Jay. El doctor me pidió avisarle que ya llegaron los resultados de su tomografía. Indican mal de Alzheimer.
Lancé un grito ahogado. Ninguna palabra previa para romper el hielo ni suavizar el golpe; sólo el temido diagnóstico, que ya esperaba pero que me aterraba de todos modos. Fui yo misma, incluso, quien pidió la tomografía (de emisión de positrones, técnica de representación óptica que produce imágenes tridimensionales de un proceso físico).
–El doctor quiere que empiece a tomar Aricept de inmediato –dijo la voz–. Pediré que le surtan la receta. Buenos días –y se evaporó tan rápido como había aparecido.
Apagué el celular, lo metí en mi bolsa y no dije nada; me quedé viendo el paisaje, que había perdido parte de su mágico lustre.
–¿Quién era? –preguntó Sue.
–Alguien del consultorio del doctor Jay –contesté, intentando sonreír–. Va a hablar a la farmacia para que me surtan una receta para mis problemas de memoria.
Sue volteó a verme y empezó a hablar.
Yo le puse una mano en el brazo, para detenerla antes de que siguiera cuestionándome.
–No te distraigas, cariño. Esta carretera tiene muchas curvas, y está muy empinada. Parece que esas nubes se nos fueran a venir encima.
Yo no estaba preparada todavía para compartir mi diagnóstico con la familia ni con nadie más, pese a que en realidad nada se había modificado, sólo formalizado: ya no era una hipótesis, era un hecho.
Si yo hubiera ido manejando, mis pensamientos me habrían llevado fácilmente por un camino peligroso. La insensibilidad y falta de empatía con que se había dado la noticia me provocaban escalofríos, mientras mis ojos se perdían en la empinada pendiente hacia el valle. Por una fracción de segundo me pregunté si no era mejor abandonar la autopista en dirección a mi último destino, sobre el aire, los árboles y la maleza, en vez de pasar años enteros dependiendo de otros y viviendo en el nebuloso estado mental que seguramente me aguardaba.
Pero la razón se impuso, y tomé en ese momento una decisión importante.
“No seré una víctima. Tomaré cada día como venga, y le haré frente. Lo demás no está en mis manos. Pero nunca me consideraré un número o una víctima; haré cuanto pueda por retardar el proceso, pero no seré una víctima jamás”.
LOIS WILMOTH-BENNETT
2 CAPÍTULO Retos a la salud
Un buen marco mental ayuda a mantenerseen el cuadro de la salud.
ANÓNIMO
11 Soy positivo… de verdad
Cualquier cosa positiva es
mejor que el pensamiento
negativo.
ELBERT HUBBARD
Segundo hijo de una familia de clase media, yo representé más retos para mis padres que mi hermano, dos años mayor que yo. Nací con la afección sanguínea conocida como hemofilia, lo cual quiere decir que todos mis movimientos, desde gatear hasta aprender a caminar, eran rigurosamente vigilados, por temor a que la caída más insignificante resultara en una hemorragia grave. En aquellos años, un médico les dijo a mis padres que podía ser que yo no pasara de la infancia.
Haber nacido a mediados de la década de 1970 significó que tuve que ponerme lo último en pantalones acampanados rojos hechos específicamente para niños. Pero lo principal fue que me beneficié de los avances en el tratamiento de la hemofilia. Si me pegaba o magullaba o me salía sangre de la nariz, me inyectaban plasma concentrado para controlar la hemorragia. A menudo, yo estaba de vuelta en el parque con mis amigos horas después de haber dejado el juego por motivos de salud.
Empezaba a asentarse una vida más normal para los hemofílicos, gracias a lo cual yo disfruté de todas las ventajas de crecer en una pequeña ciudad estadunidense, desde representaciones vecinales de nuestras películas favoritas con amigos hasta la liga rural de beisbol, en la que jugaba con mi hermano.
Con el tiempo, los viajes al hospital dejaron de ser estresantes y traumáticos. En vez de resentir las inesperadas hemorragias que me sacaban de los juegos del barrio, terminé por disfrutar de la oportunidad de tener amigos “grandes”, las enfermeras y doctores que me remendaban. En el hospital veía a gente con verdaderos problemas de salud. Mi mamá se empeñó en inculcarme valores espirituales; que nadie sabe dónde vamos al morir, pero que, creía ella, nuestro espíritu sigue vivo. Con base en el amor que yo recibía en casa y en el cuidado de mis amigos grandes en el hospital, no tenía ningún motivo para dudar de esa creencia.
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