1 ...8 9 10 12 13 14 ...19 No me hizo falta ninguna “transición”: ¡en menos de dos horas ya era vegana!
Descubrí que mi nueva dieta era muy fácil de seguir. Ya me gustaban el arroz integral, los panes integrales y la avena; simplemente tuve que remplazar pollo, pescado y lácteos por verduras y frutas, y eliminar todas las grasas.
Mi cuerpo respondió al instante. A la mañana siguiente me di cuenta de que había estado estreñida toda la vida, pero no lo sabía. Ahora sé qué es “normal”.
Cuando regresé con el oncólogo, lo puse al tanto de lo que hacía. Él me dijo que la dieta no tenía nada que ver con que hubiera contraído cáncer de mama y que de mi nueva dieta vegana no obtendría suficientes proteínas, calcio y ácidos grasos esenciales. Me propuse verificar esto con mi nuevo médico. Además de los puntos conflictivos en mis huesos, éstos me dolían mucho, y las medicinas no me hacían nada. Un mes después, esos puntos se habían desvanecido en forma significativa, y en tres meses habían desaparecido por completo, lo mismo que el dolor de huesos. Hasta la fecha, sin embargo, las radiografías del pecho siguen mostrando un tumor denso en el pulmón izquierdo. Pero no ha crecido en veintiocho años, y mis enzimas hepáticas ya son normales.
En medio de todo este alboroto, un día vi casualmente en la tele el Ironman Triathlon (Triatlón del Hombre de Acero). Quedé tan impresionada que pensé: “¡Yo TENGO que hacer eso!”. Vi la prueba de natación de cuatro kilómetros, el recorrido en bici de ciento ochenta y el maratón de cuarenta. Supe que podría con el maratón, y pensé que añadir natación y ciclismo era pan comido. Pero entonces recordé que tenía CÁNCER y que además, luego de ver todos esos jóvenes cuerpos, a los 47 era demasiado vieja para andar en esas cosas. Sin embargo, también me di cuenta de la gran oportunidad que se me ofrecía: la dieta realmente INFLUYE en el cáncer, y yo podía demostrarle a la gente que era posible realizar una de las carreras más difíciles del mundo con base en una dieta vegana, ¡y a una edad relativamente avanzada, para rematar! Estas posibilidades me emocionaron, así que me inscribí en dos clubes de corredores, conseguí un entrenador de natación, tomé un curso de reparación de bicicletas y me obsesioné en entrenarme en esos tres deportes. Entrenando a diario, veía grandes progresos en mi velocidad y resistencia. Más aún, disfrutaba los ejercicios, con lo que obtenía seguridad en que cumpliría una de las metas más ambiciosas que me hubiera fijado nunca: ser una Mujer de Acero.
Tuve que llegar muy lejos, sin embargo, porque nunca antes había enfrentado un reto como ése. Al cruzar la línea de meta en mi primer triatlón, experimenté una sensación indescriptible, una mezcla de alegría, potenciación, euforia y completa fatiga. No habría podido dar un paso más.
Desde mi diagnóstico, en 1982, he participado seis veces en el Ironman Triathlon, corrido en sesenta y siete maratones, ganado cerca de mil medallas de oro, entre ellas ocho en las Olimpiadas senior, y obtenido el título de “Una de las diez mujeres más sanas de América del Norte”. Además, tengo una edad física de 32 años, aunque en realidad tengo 75.
Dada la historia de osteoporosis en ambas ramas de mi familia, vigilo la densidad de mis huesos, y he visto incrementos importantes en cada examen. Es obvio que mi dieta me aporta suficiente calcio. También me alegró mucho saber que mi artritis ha desaparecido. ¡Hoy hago un pequeño triatlón diario como parte de mi entrenamiento regular! ¿Puedes creerlo? ¡Una triatleta de 75 años! Jamás pensé que mi vida diera un giro tan alentador, y agradezco haber descubierto a tiempo el positivo impacto de la dieta en nuestra salud.
Así es como limones cancerosos se convierten en limonada para la Mujer de Acero.
DRA. RUTH HEIDRICH
Mi abuela, que era irlandesa y me crió, podía ver beneficios en las peores circunstancias. Proclamaba que nuestra pobreza era un regalo de Dios, porque los pobres tenían un lugar especial en el corazón del Señor. Cada vez que yo lamentaba que me vistiera con ropa vieja comprada en la iglesia, ella dirigía mi mirada a una de sus bendiciones irlandesas favoritas, que había bordado y colgado trabajosamente junto a la mesa de la cocina en nuestro minúsculo piso:
¡Ay, amigo mío! Lo que
importa no es lo que te
quitan, sino lo que haces
con lo que te queda.
HUBERT HUMPHREY
Nada como cuatro bendiciones:
te ocupe trabajo honesto,
obtengas sano alimento,
recibas amor del bueno,
te guiñe Dios desde el cielo.
Poco después de que cumplí 23 años, sin embargo, me vi en una situación en la que estaba segura que ni siquiera mi abue habría encontrado beneficios. La aparición súbita de una enfermedad autoinmune me causó una inflamación sistémica de los vasos sanguíneos y gangrena en las piernas. Ni la cirugía ni la quimioterapia detuvieron su expansión, lo que obligó más tarde a que me amputaran la pierna derecha y dejó a la izquierda con daño nervioso y un aparato ortopédico como cubierta.
Mi abue había muerto dos años atrás, pero ni siquiera su legado de fe pudo sacarme del aislamiento autoinducido que me infligí al ser dada de alta en el hospital. Me había quedado calva por la quimioterapia, y las grandes dosis de esteroides me habían hinchado, haciéndome pasar de la talla ocho a la veinte. No me reconocía a mí misma, ni quería que me vieran en público. Tapé los dos espejos de mi departamento con fundas de almohada para no verme, y mi nueva prótesis se empolvaba en el clóset. Creo que a mis amigas les alegró que ya no me comunicara con ellas; sus visitas al hospital habían sido sumamente incómodas. ¿Qué podían decirme?
Me deleité en la autocompasión unas semanas antes de hartarme de mi propia compañía. Al salir del hospital había rechazado la oportunidad de terapia física en consulta externa, pero entonces inicié un programa ideado por mí, consistente en ponerme la prótesis y renquear por el departamento en periodos cada día más largos. Asombrosamente, el muñón me dolía cada vez menos. Quité la funda del espejo del clóset y me veía caminar, fija la mirada en las piernas para evitar mi torso inflado.
Pero un día estudié mi cuerpo. ¿Podría arreglármelas sin las pastillas de cortisona que lo habían invadido? Le hablé a mi doctor y él estuvo de acuerdo en que las dejara. Tardé casi un año en bajar a media tableta cada dos semanas. Sentí renacer mis esperanzas cuando, poco a poco, comencé a bajar de peso gracias a haber reducido la medicina y aumentado el ejercicio.
Di en creer que podía volver a trabajar, aunque no como ayudante de enfermera como antes. Recordé que en el hospital una trabajadora social me había hablado de un curso de capacitación cuyos requisitos cubría. Le llamé, y pronto iba y venía todos los días en una camioneta especial, adquiriendo habilidades de oficina que me calificarían para trabajar como secretaria.
En mis viajes en esa camioneta me hice amiga de otros pasajeros. Uno de ellos me habló de un grupo para adultos con capacidades diferentes. Asistí a una reunión y en seis meses ya era una de las líderes. Asimismo, empezaba a salir con un apuesto compañero que conocí ahí, quien también había sufrido una amputación.
Una semana después de graduarme, me llamó el director administrativo de mi escuela de comercio. Su secretaria iba a mudarse a otro estado. Me ofreció el puesto y lo acepté. Cuando, dos años más tarde, la escuela cerró, conseguí un puesto administrativo en una universidad, en la que además tomaba cursos nocturnos hasta que obtuve la especialidad en periodismo, carrera que nunca había considerado pero para la que descubrí que era buena.
Читать дальше