1 ...7 8 9 11 12 13 ...19 Esta convicción me vino muy bien cuando, justo antes de llegar a la pubertad, otra desgracia sacudió a mi familia. A los 11 años de edad, resultó que yo era seropositivo (es decir, portador del VIH), y que me había contagiado con sangre contaminada empleada en el tratamiento contra la hemofilia.
A diferencia de lo que pasaba con esta última, al momento de mi diagnóstico el VIH aún no podía tratarse. Peor todavía, se le veía en forma muy diferente a la hemofilia. Los papás de muchos de mis mejores amigos dejaron de darles permiso de quedarse a dormir en mi casa. Fui expulsado de la escuela dos meses antes de terminar el sexto año. Había mucho miedo y desinformación.
Una vez pasado el susto inicial, seguí adelante con mi vida, haciendo amigos, saliendo con chicas y preocupándome por mi cutis. En otras palabras, me volví un adolescente “normal”. Claro que más de una vez utilicé el hecho de tener VIH para no ir a clases y quedarme en casa durmiendo y divirtiéndome con videojuegos. (Perdón, mamá y papá. ¡Casi en ninguna de esas ocasiones estuve realmente enfermo!).
Aunque esa ventaja me agradaba, una cosa que dejó de gustarme fueron los viajes al hospital para ver a mi nuevo doctor, especialista en VIH. Aunque sólo iba cuatro veces al año, protestaba tanto que mi mamá tenía que engañarme diciendo que íbamos a la escuela, para tomar después la autopista interestatal a la gran ciudad, a la que se llegaba en una hora. En vez de salir del hospital con un problema médico resuelto, salía con el cruel recordatorio de que era seropositivo, y de que podían enterrarme con un tenis.
Aun así, cada año me sentía más seguro de que sobreviviría a esto, y aunque flojeaba en la escuela, me gradué junto con mis compañeros. No sólo eso: mis amigos me concedieron mi mayor honor hasta entonces, nombrándome rey de la generación. Aunque jamás dije expresamente que tenía VIH, la mayoría de mis compañeros se había enterado por chismes. Fue un momento surreal para mi familia, que no sabía si yo viviría lo suficiente para graduarme, y mucho menos para recibir una coronación literal.
Cuando la gente oye mi historia, es común que me compadezca por la forma en que contraje el VIH, o porque me sucedió de niño. En realidad, tuve suerte de que las cosas fueran así. La hemofilia me enseñó que la vida debe disfrutarse todos los días, y que los amigos pueden ser compañeros tanto como mentores. Y gracias al VIH aprendí de la discriminación por miedo a quienes parecen diferentes. Cuando entendí que todos enfrentamos retos, y que casualmente los míos eran de salud, me sentí afortunado de que también fueran fáciles de identificar.
Al cumplir los 20 yo ya había pasado la mitad de mi vida con VIH, y por fin me había hecho a la idea no sólo de hablar de mi situación, sino también de hacer todo lo posible por ayudar a otros a lidiar con el virus, o a no contagiarse en primer término. Cuando puse una página en internet e inicié un blog, me sorprendió descubrir que tenía facilidad para escribir. Una palabra que inventé para llamar a quienes viven con VIH –“positoide”– obtuvo popularidad en la comunidad del VIH/sida. Yo me sentía totalmente a gusto con el papel del VIH en mi vida, y pensé que si otros no se sentían así, era su problema, no el mío.
Una de las preguntas que más me hacen es: “¿Cambiarías tu vida por la de alguien sin VIH?”. La respuesta es no. ¿Qué caso habría tenido pasar todos estos años aprendiendo tanto sólo para cambiar mi adversidad por un montón de problemas totalmente desconocidos para mí? Además, si no hubiera nacido con hemofilia ni tuviera VIH, no habría conocido a Gwenn, activista del VIH que buscaba a un seropositivo para un proyecto didáctico, y que me encontró a mí.
Esto ocurrió hace diez años, y desde entonces estamos juntos.
Creo firmemente que los momentos más difíciles de la vida nos brindan oportunidades inmejorables de crecer, y a raíz de mis enfermedades he recibido incalculable amor, apoyo y compasión, muy superiores a la negatividad con que me he topado. Como hombre felizmente casado y a mitad de su treintena, tomo muy en serio mi salud, porque sé que muchos no han tenido tanta suerte como yo: quienes no vivieron para ver las medicinas contra el VIH, o que viven en lugares sin acceso a ese tratamiento.
Vivir sin estar profundamente agradecido por eso sería un insulto a la memoria de tales personas, y a todos los que contribuyeron a hacer posible mi felicidad. Adoro mi vida como positoide.
SHAWN DECKER
12 Limonada para laMujer de Acero
El cáncer es una
palabra, no una
sentencia.
JOHN DIAMOND
¡Tenía 47 años y creía estar sumamente sana! ¡Pensaba que ya había oído todo lo necesario sobre ser positiva! Mi carrera despegaba, mis hijos estaban exitosamente encarrilados y me encantaba que mi trabajo me obligara a viajar. Había estudiado nutrición en la universidad y seguía una dieta supuestamente saludable, abundante en pollo, pescado y lácteos bajos en grasas. Mi condición física era inmejorable, salvo por una ligera artritis que, según me dijeron, era normal a partir de los 30 años. Había empezado a correr todos los días desde los 33, ¡y descubrí que me fascinaba! Así que ya llevaba catorce años corriendo, y había participado incluso en innumerables maratones.
Lo que no sabía era que mi vida estaba a punto de dar un vuelco. Una mañana en la regadera, me descubrí una bolita en un seno. De inmediato fui a ver al doctor, pero lo único que me dijo fue: “Es demasiado joven para tener cáncer de mama”. Sin embargo, ordenó una mamografía, “sólo para estar seguros”. Los resultados fueron “negativos”, aunque éste acabó por ser un negativo falso, pues la magnitud de mis senos impedía detectar cualquier anormalidad. Me dijeron que volviera para revisiones anuales. Al año siguiente, el mismo resultado. Para el tercero, no obstante, ¡la bola ya era del tamaño de una pelota de golf, y muy visible! El doctor se asustó, y al instante ordenó una biopsia. El diagnóstico: cáncer de infiltración en conductos, un cáncer invasivo que ya se había propagado a otros órganos, ¡como lo indicaban “puntos conflictivos” en mis huesos, un tumor pulmonar y un alto nivel de enzimas hepáticas!
Tal fue mi sorpresa e incredulidad que busqué hasta tres opiniones más. Todos los médicos que las emitieron confirmaron los hallazgos originales, y en cuanto a mi pronóstico de vida, ninguno sabía si era de tres meses, tres años o que, sólo que lo que tenía “no era bueno”. Todos me recomendaron el tratamiento estándar de quimioterapia, radiaciones y tamoxifen. ¡Yo no podía creer que mi cuerpo me estuviera traicionando de esa manera! Había hecho todo lo indicado para estar sana.
Me programaron para quimioterapia, pero seguir ese camino me aterraba. Comencé entonces a buscar opciones, cualquier clase de ayuda, lo que fuera; ¡no quería morir! Así fue como encontré en el periódico un minúsculo anuncio de tres renglones: “Se solicitan mujeres con cáncer de mama para una investigación de cáncer/dieta”. Corrí al teléfono y de inmediato me comunicaron con el doctor, quien me dijo:
–Tome sus estudios y venga a verme ahora mismo.
“Hmmm”, murmuró mientras revisaba mis resultados.
–¿Sabe qué? Con un nivel de colesterol de 236, usted tiene tanto riesgo de morir de un infarto como de cáncer.
Yo no lo podía creer: ¿cáncer, artritis y ahora una enfermedad cardiaca? ¡Era maratonista, por favor! ¡Esas cosas no les pasaban a personas como yo!
El doctor agregó:
–No se preocupe, todo esto se puede revertir y evitar. Cambie su dieta y su colesterol bajará, se reducirá su riesgo de enfermedades cardiacas y el cáncer se revertirá. Y para demostrar que la responsable de esos cambios es la dieta, no se someta a quimioterapia ni radiaciones. Es muy sencillo: elimine de su dieta todos los alimentos y grasas de origen animal. Su nueva dieta constará de alimentos de origen vegetal: frutas, verduras, granos integrales y legumbres.
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