Avergonzada, me di cuenta de que me había deleitado en la autocompasión cuando tenía tanto que agradecer: un marido cariñoso, hijos estupendos y familiares y amigos que me necesitaban. Podía seguir obsesionada en lo que había perdido y sentirme infeliz, o agradecer lo que tenía y ayudar a otros.
Decidí levantarme, vestirme y preparar una cena deliciosa para mi familia. Siempre me había gustado cocinar, algo que había aprendido al lado de mi mamá y mis abuelas, todas ellas magníficas cocineras sureñas que me enseñaron sus secretos. Pensé en hacer comida extra para nuestros vecinos jubilados, y alegrarles el día también.
Me puse a reunir los ingredientes para la cena, y mientras la preparaba hasta tarareé un poco. Volvía a sentirme como antes. Justo entonces entró a la cocina una de mis hijas, y me preguntó si podía ayudarme. Nuestra cena cobró forma a fuerza de revolver y cernir, rociar y hornear. Reímos, platicamos y compartimos anécdotas. Yo le conté que, cuando era niña, mi mamá y mis abuelas me dejaban ayudarles a cocinar, y que seguía usando muchas de sus recetas. Olvidé mi depresión y, cuando servimos la cena para el resto de la familia, ambas estábamos orgullosas del exquisito platillo que habíamos hecho, y disfrutamos los elogios que recibimos.
Después de cenar, mientras lavaba los trastes, reparé en que jamás se me había ocurrido enseñar a cocinar a mis hijos. Había estado tan ocupada siendo una “profesional” que no había dedicado tiempo a enseñarles a hacer los espléndidos platillos que yo había aprendido a hacer de joven. Siempre había cocinado para ellos, pero no les había dado el regalo que yo había recibido: aprender a hacer de comer para la familia. Esto me entristeció, y decidí usar mi inesperado tiempo libre en hacer cambios a ese respecto.
A la mañana siguiente avisé a mis hijos que les daría un curso de cocina. Recibieron el anuncio con quejas, por lo ocupados que estaban y sus muchos planes propios. Pero los convencí de hacer la prueba, y decidimos preparar juntos la cena para la noche siguiente. Dejé que cada uno eligiera un platillo por hacer, bajo mi dirección. Decidimos repetir la experiencia cada semana, y preparar comida extra para compartirla con los amigos o vecinos necesitados en nuestra comunidad.
Al día siguiente compramos en el súper y el mercado lo indispensable para nuestra cena. Descargamos los ingredientes, nos pusimos los delantales y empezamos a cocinar. Yo compartía técnicas y atajos de preparación, así como la historia de varias de las recetas elegidas. Mientras hacíamos el famoso pay de limón de mi abuela, recordé las muchas veces que había estado en su cocina, lamiendo el merengue blanco y espumoso en la batidora, dulce y esponjado, y lo divertidas que habían sido esas ocasiones. Ahora las compartiría con mis hijos. Casi veía a mi abuela sonreír desde el cielo, al mirar que ellos y yo continuábamos sus tradiciones. Nada la había hecho más feliz que cocinar algo sabroso para su familia, y ahora yo sabía cómo se había sentido. En vez de correr para llevar rápido cualquier cosa a la mesa entre reuniones de negocios e informes, esta vez dedicaba tiempo a disfrutar de hacer de comer y probar los increíbles platillos que preparábamos. Además, pude compartir la compañía de mis hijos: oírlos bromear, saber cómo estaba cada uno y apreciar la personalidad de cada cual. Los cuatro eran muy distintos, pero también muy especiales, y me habían dado grandes alegrías; sencillamente yo había estado demasiado ocupada para notarlo. Había estado tan atareada manteniendo a mi familia, y basando mi valor en mi profesión, que había olvidado lo realmente valioso, y quién era yo en verdad: esposa, y madre de estas personas prodigiosas que merecían mi tiempo, orientación y cariño.
El curso de cocina continuó cada semana. Se volvió un momento que todos esperábamos con ansia: un rato de risa, amor y aprendizaje. Y, claro, de platillos deliciosos. Cocinar con mis hijos fue sólo el principio; empecé a hacer más cosas en su compañía, o beneficio, que ellos disfrutaban: ir a la biblioteca, al cine, a jugar tenis, o tendernos junto a la alberca. Por primera vez, pude concentrarme y disfrutar realmente a mi familia, sin fechas límite que acecharan al fondo, o sin trabajar en la laptop ni checar mi correo al mismo tiempo. En lugar de multitareas, me concentré en la tarea más importante: cerciorarme de que mi familia se supiera amada, y que era lo principal en mi vida.
Más tarde regresé a trabajar, pero hallé un empleo más flexible y que me permitía pasar mucho más tiempo con mi esposo y mis hijos. Resultó ser incluso un trabajo mejor que el anterior: me pagaban más, y el puesto era mucho menos estresante y me daba la flexibilidad que requería para estar con mi familia cuando me necesitaba. Mis prioridades habían cambiado, y no quería volver a poner a mis seres queridos por debajo de mi profesión.
Creí que quedarme sin trabajo era lo peor que me había pasado en la vida. Pero fue para bien. Aunque pensé que perder mi empleo sería mi fin, en realidad fue sólo el principio del descubrimiento de mi verdadero yo.
MELANIE ADAMS HARDY
Todos los que me conocen bien me catalogarían casi sin duda como optimista. Soy una convencida de que debemos abrazar la esperanza y buscar algo positivo aun en las circunstancias más difíciles. Mi optimismo es resultado de una firme fe personal en un Dios de amor interesado en los detalles particulares de nuestra vida, no sólo en las generalidades. También creo que las cosas tienen una razón, y que si mantenemos una mente y espíritu abiertos, nuestro Dios invisible suele hacerse visible, ¡a veces en formas muy divertidas!
Un día nublado no
es rival digno de
un temperamento
luminoso.
WILLIAM ARTHUR WARD
Dicho esto, aun los optimistas pueden perder temporalmente la esperanza. Esto me pasó a mí un día de enero lúgubre y frío. Me sentía abrumada por los penosos retos que enfrentaba en la vida. Mis empeños matrimoniales, de salud y financieros habían unido fuerzas para producir un tornado de emociones que amenazaba con sofocar mi espíritu. Me sentía furiosa, frustrada, agobiada y lejos de Dios. El mal tiempo parecía un reflejo de mi ánimo: el cielo nublado no dejaba ver un solo rayo de sol. Trabajando como esclava, no pude librarme de esa sensación de desesperanza y desaliento.
A mediodía salí a comer. Aún pesimista y negativa, noté que el sol había salido un breve momento. Me puse a pensar entonces en mi negativa actitud, y a recordarme que podía elegir mi estado de ánimo. Aunque no me era posible ignorar la pena que atravesaba, sí podía decidir entre mantener mi negatividad o dar una dirección más positiva a mis pensamientos. Pero si bien recordaba conscientemente esta verdad, me sentía incapaz de hacer ese cambio. Así que apreté el volante y rogué de todo corazón: “¡Señor!”, clamé, a punto de romper a llorar, “¿dónde estás? No quiero sentirme así, pero hoy soy irremediablemente desdichada. ¡Sácame por favor de esta oscuridad!”.
Al detenerme en un semáforo, me quedé viendo el coche de enfrente. Su placa especial me llamó la atención; decía: “HAY SOL”. Esto me hizo sonreír de inmediato. Parecía un recordatorio de Dios de que, después de todo, brillaba el sol, lo que en el invierno más largo, frío y oscuro en años era de suyo una bendición. Mis ojos pasaron entonces al coche junto al de HAY SOL. La placa de este auto decía: “GRUÑÓN”. ASÍ que al leer las dos placas vecinas, dije en voz alta: “HAY SOL, GRUÑÓN”. Más que sonrisas, ¡esto me provocó sonoras carcajadas! Ver esas dos opuestas placas una al lado de otra justo en ese momento, reforzó mi previa idea de que podía elegir mi perspectiva pese a las circunstancias. Sentí que me reanimaba mientras tomaba la decisión expresa de adoptar una actitud positiva.
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