MAGGIE KOLLER
Mi abuela siempre decía: “Querer es poder”. Mi madre adoptó ese mantra y me lo recitó muchas veces en mi infancia. Normalmente trataba de obligarme a hacer algo que yo no deseaba. Esto equivalía a agitar un trapo rojo frente a un toro. Irritante como era, echó raíces.
Quien espera que algo
mejore, podría empezar
por subirse las mangas
de la camisa.
GARTH HENRICHS
Hace años, mi esposo se quedó sin trabajo a causa de un recorte de personal, lo que nos dejó con un solo ingreso: el mío. Hasta entonces habíamos sido una familia con dos ingresos para pagar las cuentas, y teníamos dos hijos que mantener. Él recibió una generosa indemnización, pero ese dinero no duró mucho. Justo cuando parecía que las cosas no podían empeorar, sucedió. Yo también me quedé sin trabajo.
Mientras mi esposo salía a recorrer las calles, tocar puertas, hacer llamadas y buscar empleo en los periódicos, yo me quedaba en casa y hacía todo lo posible por aprovechar cada centavo al máximo. Solía ser difícil conservar una actitud optimista y positiva, pero hacíamos lo que podíamos.
Un día saqué leche del refrigerador y vi que estaba tibia. No teníamos dinero para llamar a un técnico, así que le subimos todo al refri y nos encomendamos al cielo.
Angustiada por nuestra situación, me puse a pensar qué podía hacer para ganar dinero. Aun un poco ayudaría. Al menos podríamos componer el refrigerador. ¿Pero qué podía hacer? Yo también empecé a revisar los anuncios clasificados, y presentaba solicitudes en cualquier cosa para la que estuviera siquiera remotamente calificada.
Un día fui a comer con una antigua compañera de trabajo que insistió en que yo sería buena dando clases de computación. En mi anterior empleo había usado mucho software de procesamiento de texto y sin duda era una experta, pero ¿podría ofrecer en venta esa habilidad? ¿Realmente era posible que la gente me pagara por enseñarle? Las únicas clases que había dado alguna vez habían sido las de la escuela dominical. Recordé el mantra de mi madre: “Querer es poder”.
No sabía por dónde empezar. Tras formular por fin un plan, lo primero que hice fue indagar si había locales disponibles y su costo. Después de conseguir uno, fui a la Cámara de Comercio y obtuve un directorio de socios. Vacié las direcciones en la computadora y las imprimí en etiquetas. Luego diseñé un folleto para publicitar mi curso que pudiera mandarse por correo. Me senté en el suelo, doblé los folletos y les pegué las etiquetas de direcciones y estampillas. Al día siguiente me subí al coche, recé fuera de la oficina de correos y entré y deposité los folletos. El dinero que invertí en todo esto era demasiado para nosotros.
Dudé mucho de mí misma mientras esperaba las respuestas. No tenía ninguna experiencia manejando un negocio, ni siquiera tan pequeño como éste. Tampoco la tenía como maestra. Sólo tenía una necesidad, y recordé las palabras de mi madre: “Querer es poder”. Y yo quería.
Diario esperaba con ansia el correo. El tercer día recibí la primera respuesta. Corrí a enseñársela a mi esposo. “¿Por qué no la has abierto?”, preguntó. Abriendo cuidadosamente el sobre, encontré un cheque y dos inscripciones. ¡No podía creerlo! Necesitaba diez personas para cubrir mis gastos. En las dos semanas siguientes recibí más cheques e inscripciones. El día de mi primera clase tenía diecisiete alumnos.
Había rentado computadoras, pero no tenía dinero para que me las entregaran e instalaran. “No te preocupes, cariño”, me dijo mi esposo, abrazándome. “Me tienes a mí. Yo te voy a ayudar. Lo lograremos”. El día de mi primera clase salimos temprano a recoger las computadoras. Hicieron falta dos viajes para llevarlas todas al local. Dedicamos la hora siguiente a descargarlas, conectarlas e instalar el software. Luego mi esposo se fue y yo me quedé sola, esperando a mi primer alumno.
En los quince minutos posteriores fui dos veces al baño, revisé tres veces mi peinado y maquillaje y tuve un pequeño ataque de pánico. ¿Qué diablos creía que hacía? ¡Esas personas me pedirían que les devolviera su dinero!
Llegaron las primeras. Sonreí, me presenté y las marqué en mi lista de asistencia. Mis alumnos fueron llegando uno por uno, y tomaban asiento. Hice cuanto pude por fingir que me preparaba, aunque un par de ocasiones sonreí nerviosamente al grupo. Una vez presentes todos, repartí las hojas del curso y empecé. Minutos más tarde ya estaba relajada, dando instrucciones y respondiendo todas las preguntas. Las horas pasaron rápidamente.
Cuando llegó mi esposo para ayudarme a desmontar las computadoras, corrí hacia él, emocionada.
–¡Les encantó la clase! Me preguntaron si voy a dar otros cursos, para que sus compañeros puedan asistir.
–¡Qué bueno! –exclamó él, algo aturdido. No estoy segura de que haya creído que tendría éxito, pero siempre me apoyó.
En los meses siguientes di varios cursos más. Descubrí el servicio postal medido, puse una línea telefónica y obtuve una licencia comercial. Gané lo suficiente para cubrir mis gastos, y un poco más cada vez. No iba a hacerme rica, pero ayudaba a mantener a flote a mi familia, ¡y me sentí muy bien!
Nunca olvidaré el día en que llegó nuestro nuevo refrigerador. Era mucho más grande que el viejo. Lo pagué con mis clases. No me habría sentido más orgullosa si hubiera pagado un coche nuevo. Sí, esto habría sido grandioso, ¡pero haber querido y podido me hizo sentirme más que satisfecha!
Después, tanto mi esposo como yo conseguimos trabajo de tiempo completo. Mi nuevo jefe me dijo que las dos cosas que distinguían a mi currículum eran mi experiencia como instructora y que hubiera tenido un negocio propio, lo que indicaba que podía manejar proyectos y mandarme sola. Llevo dieciséis años en esa compañía.
Cada vez que me asignan un proyecto aparentemente enorme o que tengo que trabajar en algo nuevo, no dejo de oír la voz de mi madre: “Querer es poder”. ¡Gracias, mamá!
DEBBIE ACKLIN
Un día en que paseaba por el bosque cerca de mi casa, en Cape Cod, conocí a alguien que me dio una lección muy breve que cambió mi vida.
Se llamaba Morris, y parecía tener más de 70 u 80 años. Me dijo:
–Vengo aquí todos los días, llueva o truene.
Al notar que yo llevaba puesto un cuello ortopédico y que me apoyaba en un árbol con una mano y en un bastón con la otra, añadió:
–¿A ti te cuesta trabajo venir?
–A veces.
Movió la cabeza en señal de que comprendía y comentó:
–Pero vienes de todas formas.
Ese día en el bosque en que hablamos con el corazón, al parecer creamos un lazo muy especial.
Valor es temer pero
seguir de todos modos.
DAN RATHER
–Francamente –le dije–, lo difícil es decidirme a venir, más que caminar hasta acá. Y eso no tiene nada que ver con el bastón o el collarín, sino con mi humor.
–No sabes si quieres hacerlo o no. Ése es el problema.
–¡Sí! –exclamé, riendo por lo bien que él lo había dicho–. Y ese segundo de inseguridad me basta para encontrar un pretexto y convencerme de encender la televisión.
Él dijo entonces las tres palabras mágicas que ahora me repito casi todos los días:
–Ve y ya.
Bob, mi esposo, me preguntó después qué había querido decir Morris.
–Bueno, yo lo veo así. Cuando pienso: “Debería ir a hacer ejercicio”, me pongo a pensar de inmediato en cada paso que implica hacer eso. Primero tengo que bañarme. Luego tengo que decidir qué ponerme. Después tengo que buscar todos mis aparatos. Luego tengo que… bla, bla, bla. Creo que lo que Morris quiso decir fue que debo desechar todas esas ideas. O sea, que en lugar de tratar de convencerme de no hacerlo, me diga a mí misma: “Ve y ya”.
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