Mark Victor Hansen - Caldo de pollo para el alma - piensa positivo

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Caldo de pollo para el alma: piensa positivo: краткое содержание, описание и аннотация

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¡101 historias verídicas sobre cómo pensar positivo puede cambiar tu vida! De vez en cuando todos necesitamos un pequeño ajuste de actitud, y estas asombrosas historias de la vida real revelan cómo personas reales usaron el pensamiento positivo para mejorar su vida y vencer retos.
Leerás historias sobre cómo puedes: • Hacer de cada día un día especial • Incorporar la gratitud y la alegría a tu vida cotidiana • Agradecer lo que tienes y cambiar tu perspectiva • Usar palabras específicas para reorientar tu vida • Simplificar tu vida y darle más significado • Aprender a encontrar la perspectiva de esperanza en toda situación • Convertir cualquier adversidad en oportunidad

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Frente a ella, me sentí un poco como la niña que, al escarbar en el cajón de arena, encuentra un tesoro inesperado: una moneda fulgurante o un juguete perdido. Ahí, entre las demás artesanías, yo había hallado un tesoro simple pero inestimable oculto en un mensaje. Un mensaje que yo necesitaba.

“La vida no consiste en esperar a que pase la tormenta”, proclamaba la placa, “sino en aprender a bailar bajo la lluvia”.

Cuando me acerqué a mi esposo y le señalé la placa, vi que también él valoraba esa sencilla lección. ¿Qué tan seguido no habíamos puesto condiciones a nuestra felicidad? Seríamos felices cuando termináramos de pagar la casa. Haríamos juntos más cosas cuando nuestros hijos se asentaran. En las incertidumbres de esos “cuando” queda muy poca dicha para el aquí y ahora.

Al ver la placa, recordé un cálido y bochornoso día del verano anterior, cuando, sin saberlo, puse en práctica ese mensaje. Nubes oscuras cubrían las estribaciones de las Rocallosas, cargadas de humedad. A media tarde comenzó una lluvia ligera, pero pronto un aguacero llenó de agua impetuosa las alcantarillas, y desapareció tan rápido como había llegado.

Seguía chispeando cuando salí a recoger la correspondencia. Aún corría mucha agua por las coladeras. No sé qué me pasó, pero de repente me sentí impulsada a hacer algo un poco descabellado para mis cincuenta y tantos años.

Me quité los zapatos y las medias y caminé descalza entre el agua. Estaba deliciosamente tibia, calentada por el pavimento que el sol del verano había asado.

Estoy segura de que mis vecinos pensaron que había perdido hasta el último vestigio de sensatez, pero no me importó. En ese momento me sentí viva. No me preocuparon las cuentas, el futuro ni ningún otro afán de cada día. Experimenté un regalo: ¡un momento de alegría pura y simple!

La placa cuelga ahora en mi sala, obsequio navideño de mi esposo. Paso junto a ella muchas veces al día, y con frecuencia hago una pausa para preguntarme: “¿De veras bailo bajo la lluvia?”.

Creo que sí. Sé que lo intento. Es un hecho que ahora dedico más tiempo a reconocer los grandes beneficios a mi alrededor, satisfacciones que demasiado a menudo pasaban inadvertidas en mi prisa por asegurar la felicidad futura. Celebro más plenamente mis adoradas bendiciones, como que mi hijo con necesidades especiales aprenda a manejar solo, el afecto de los buenos amigos y la belleza de la primavera. Sí, ¡paso a paso aprendo a bailar bajo la lluvia!

JEANNIE LANCASTER

3 Cada día una obra maestra

Nunca pensé que volvería a vivir con mis padres al salir de la universidad. De hecho, durante el último año ahí me dije que era absolutamente imposible mudarme de la estimulante metrópoli de Los Angeles, de intensa vida cultural, a la recámara de mi niñez en la aletargada y pequeña ciudad costera donde crecí.

Más que un cambio de

escenografía, muchas veces

lo que se necesita es un

cambio interior.

ARTHUR CHRISTOPHER BENSON

Así que solicité becas en el extranjero. Dediqué muchas horas a mis solicitudes, corrigiendo artículos, juntando cartas de recomendación, examinando planes de estudio y ensayando entrevistas. Llegué a la última ronda de dos prestigiosas becas, pero al final no me dieron ninguna.

Renuente a hundirme en la decepción, presenté solicitudes en escuelas de posgrado de todo el país. Cuatro meses después, mi buzón estaba lleno de cartas de rechazo.

Ya era abril. Sólo me quedaba un mes antes de que la graduación universitaria me arrojara a la Realidad. Busqué en internet empleos en el área de la bahía, donde a mi novio aún le faltaba un año como estudiante en la San Francisco State. Pensé que podría encontrar trabajo allá, vivir cerca de él y disfrutar del estímulo creativo de una ciudad nueva.

Pero semanas después de la graduación, rompí con mi novio. Mis amigos de la universidad se dispersaron entonces por todos los rincones del planeta. Yo metí mis pertenencias en la minivan de mis padres y volví a casa, sintiéndome un completo fracaso.

No me malinterpretes. Adoro a mis papás, y entendí que era muy generoso de su parte que me permitieran volver a casa y se tomaran un poco de tiempo para descubrir cuál era mi talante tras haberme titulado. Es probable que, cuando me marché a la universidad, ellos hayan compartido mi creencia: que me iba para siempre. Pero en vez de estar agradecida con ellos, sólo podía pensar en que me sentía una perdedora. Tenía un impresionante título universitario, pero estaba en el mismo lugar donde había empezado cuatro años antes. Me sentía triste por haber roto con mi novio. Extrañaba a mis amigos de la universidad. Sentía que todos menos yo iban por el mundo haciendo cosas impactantes y emocionantes.

Luego de varios días de depresión, encontré una frase famosa: “Haz de cada día una obra maestra”. Me di cuenta de que no tenía por qué vivir sola en una ciudad nueva y estimulante para hacer de mis días obras maestras. Podía comenzar en ese momento. Pegué esa frase en el espejo del baño. La puse de fondo en mi celular. La añadí a la firma de mis correos. “Haz de cada día una obra maestra” se convirtió en mi lema.

¿Cómo era un día al que pudiera calificarse de “obra maestra”? Sopesé esta pregunta. En mi opinión, para que un día fuera una auténtica “obra maestra” debía incluir tiempo con mis seres queridos, tiempo dedicado a hacer ejercicio y cuidar de mí, tiempo ofrecido voluntariamente a ayudar a los demás y tiempo dedicado a mi pasión por escribir.

Usé esta definición para organizar mis días.

Cambié mi manera de pensar y comencé a ver mi periodo en casa como un don, en el sentido de que podía pasar mucho tiempo con mis padres. Mi papel en casa ya no parecía ser el de hija; más bien, mis papás me trataban como persona adulta, y nuestra relación maduró hasta desembocar en un trato de respeto mutuo y consideración. Casi todos los días visitaba a mi abuelo, que vivía en la misma ciudad, y me empapaba de sus relatos. Volví a relacionarme con buenos amigos de la preparatoria de los que me había alejado en los últimos años.

En la universidad había estado a menudo demasiado ocupada o estresada para preparar platillos saludables o hacer ejercicio. Ahora que estaba empeñada en hacer de cada día una obra maestra, buscaba tiempo para cuidar de mi salud. Empecé a levantarme temprano y a correr cada mañana en el parque cerca de mi casa. Iba a recauderías, compraba más frutas y verduras y buscaba recetas saludables en internet. En dos semanas me sentía más fuerte y vigorosa que en años. Mi ejercicio matutino se convirtió en mi rato más preciado para pensar y mantenerme en contacto con mi vida interior.

Me ofrecí a dar clases de redacción y lectura en una escuela. Pasaba tiempo en la casa de reposo visitando a los ancianos. Me puse en contacto con el centro de voluntarios de la ciudad y participaba en actos para limpiar las playas y recaudar fondos.

Además, empecé a escribir dos horas al día. Siempre había querido dedicarme a escribir, pero en la universidad lo hacía en forma muy irregular: veinte minutos algunos días, nada en semanas, luego un fin de semana entero encerrada en mi cuarto con mi laptop. Establecer una rutina para escribir me hizo más fácil ponerme en “vena de escritora”. Algunos días, las palabras fluían libremente. Otros, pasaba la mayor parte de esas dos horas mirando por la ventana y tecleando notas inconexas. Pero comencé a acumular páginas. Escribía artículos, ensayos, cuentos. ¡Hasta empecé una novela!

Algunos días no eran tan balanceados como otros. Tareas y problemas surgían en forma inesperada; no todos los días se desenvolvían según lo planeado. Pero al acostarme cada noche y reflexionar en lo que había hecho, me sentía satisfecha y orgullosa. Creo que es muy cierta la trillada frase de que “todo tiene una razón”. Al mirar atrás, pienso que haber vuelto a casa después de graduarme fue lo mejor que pude hacer. Ahora, mientras me preparo para ingresar a una escuela de posgrado en unos meses, me siento concentrada, rejuvenecida y feliz de ser como soy.

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