No fui un fracaso; nunca lo había sido. Hoy comprendo que mi mentalidad negativa era lo que más me frenaba. Mi “éxito” no depende de lo que piensen los demás, ni de lo que mis amigos hagan, ni de lo que yo crea que “debería” hacer. Mi vida es un éxito cuando cumplo mi lema y hago de cada día una obra maestra.
DALLAS WOODBURN
Era mi primer día como coordinadora de asuntos escolares de la preparatoria en la que había sido maestra hasta entonces. Le pregunté a mi antecesora en el puesto cómo había podido trabajar con un director tan intolerante y tan negativo en su trato con los profesores.
No me agrada ese
sujeto. Ha de ser que
debo conocerlo mejor.
ABRAHAM LINCOLN
Su respuesta fue tan bella y positiva que la adopté de inmediato. Me ahorró interminables horas de frustración y se convirtió en solución de conflictos en toda de mi vida.
Contestó simplemente: “Pidiendo por él. Es muy difícil que te desagrade alguien por quien pides en tus oraciones”.
KAY CONNER PLISZKA
La buena suerte rehúye
el pesimismo.
No te desanimes.
Te llegarán cosas buenas
y tú llegarás a ellas.
GLORIE ABELHAS
Mi afortunada vida ha estado llena de momentos graciosos, anécdotas propias de divertidas conversaciones de sobremesa con amigos. He notado que mis historias suelen comenzar con las palabras “¿A que no saben qué me pasó?”, seguidas por relatos de citas románticas horribles o situaciones vergonzosas. Aunque cómicos y entretenidos, ninguno de esos momentos ha tenido mayor significación ni importancia. No me fijé que un momento realmente valioso cruzaba mi camino un húmedo día de julio, cuando mi coche se descompuso en St. Joseph, Michigan.
Apenas siete semanas antes de esa descompostura, yo había salido de Michigan tras abandonar un empleo absurdo, y me dirigí a Colorado para empezar una nueva vida y carrera a los 26 años de edad. Estaba firmemente convencida de que ésta era mi oportunidad para abrirme paso en el mundo: hacer realidad un trabajo de ensueño con jóvenes en el YMCA de Colorado Springs.
Esa “nueva vida” nunca se concretó. En cambio, pasé enferma cuatro de esas siete semanas antes de aceptar el hecho de que la altura no le sentaba bien a mi asma. Obligada a dejar lo que creí que sería una vida nueva y emocionante, enfrenté la desagradable realidad de tener que volver a mi existencia en Michigan, donde mi situación era: mujer de 26 años, soltera y desempleada que vive con sus padres y no tiene idea de qué hacer con su vida.
Manejar sola más de dos mil kilómetros, enferma y con el ánimo por los suelos fue espantoso, aunque la palabra “espantoso” se queda corta. El resuello constante, la dificultad para respirar y un fuerte dolor en los pulmones me causaron grandes molestias, y las medicinas que tomaba me hacían sentir adormilada todo el tiempo.
El alivio apareció al llegar a la frontera de Michigan, alrededor de las diez de la noche. Cansada y frente a cuatro horas de trayecto, arribé a la ciudad de St. Joseph, renté un cuarto en un motel y me acosté de inmediato. Al entrar al hotel no me di cuenta de que el extractor de mi coche seguía funcionando. Pero sí que lo noté cuando, a la mañana siguiente, mi auto no encendió.
En ese momento, en el estacionamiento del motel, quise llorar. Quise gritar. Además de todo el estrés médico y mental que me había afligido en las últimas siete semanas, ahora tenía que hacer frente no sólo a un colapso físico, sino también a una descompostura mecánica. Lo único que quería era estar en casa. En casa. Pero ahí estaba yo: varada, enferma, cansada de manejar, molesta por haber tenido que dejar atrás una oportunidad y enojada con el mundo. He crecido oyendo a la gente decirme que “Dios nunca da más de lo que podemos aguantar”. Pero en momentos así parece que le gusta romper moldes.
Luego de ser remolcada a la distribuidora de autos más cercana, me instalé en la sala de espera durante una reparación de dos horas. Me puse a platicar entonces con una señora mayor, sentada a unas sillas de mí. Tenía un rostro amable ligeramente tocado de sabiduría, y una apariencia accesible y maternal.
–¿Le están arreglando su coche? –preguntó interesada. Supuse que había visto frustración en mi cara.
–Sí –contesté, con un suspiro–. No arrancó. No tengo idea de qué le pasa.
Me recosté en mi asiento, apoyé la cabeza en la pared lisa detrás de mí y miré las pálidas luces fluorescentes en el techo, pensando cuántas horas estaría sentada ahí.
Inesperadamente, sin que yo lo supiera, y en el instante más extraño, mi momento significativo comenzó a desenvolverse. Empezó normalmente mientras esa buena señora y yo nos poníamos a platicar. Me pidió que le contara qué le había pasado a mi coche. Lo hice, y luego desembocamos en una agradable conversación informal, sobre las cosas de las que se habla con desconocidos en salas de espera, como vacaciones, la historia del clima en Michigan y lugares para comer. Pero después nuestra conversación pasó de lo vago a cosas más personales. Ella habló de que forcejeaba con sentimientos de culpa porque pensaba internar a su madre, de 85 años, en una casa de reposo. Yo intenté compadecerla y le conté que mis padres, ya mayores de 60, querían comprar un seguro por si alguno de ellos, o ambos, necesitaban atención en una casa de reposo. Hablamos de la vida, de la vida real. De mi viaje a Colorado, mi asma, su hogar, el retiro de su esposo y el de mis padres.
–Ya está listo su coche, señora –le dijo de pronto el gerente de servicio.
–Gracias –respondió ella.
Se puso de pie y yo le sonreí. Me deseó buena suerte mientras recogía su bolsa y las llaves del coche del asiento de junto. Pero entonces, cuando estaba a punto de marcharse, titubeó y se volvió hacia mí.
–¿Sabe qué? Tengo algo que decirle –explicó, y vi que su rostro adoptaba una expresión seria. El brillo de sus ojos azules se atenuó un poco mientras veía el piso y luego me miraba a los ojos–. Mi hija murió hace unos años. Aún ahora me es muy difícil hacer hasta las cosas más sencillas. –Tragó saliva, exhaló largamente y continuó–: Pero de vez en cuando conozco a alguien que me la recuerda, y hoy usted me hizo recordarla mucho. –Sonrió con lágrimas en los ojos y prosiguió–: Creo que a veces Dios pone gente en mi camino para que me acuerde de ella y mostrarme que mi hija aún está conmigo y puedo superar esto. Me dio mucho gusto platicar con usted el día de hoy. –Una sonrisa sincera cubrió su rostro–. Cuando llegue a casa, hágame el favor de abrazar a sus padres. Son muy afortunados de tenerla.
Se me hizo un nudo en la garganta. No supe qué contestar. Sentí que los ojos se me anegaban de lágrimas, y lo único que pude hacer fue mascullar un lastimoso “Gracias”. Estaba atónita, confundida y, sobre todo, triste. Me conmovió mucho lo que esa señora me dijo, aquella revelación sobre su hija y la sinceridad con que la hizo. Tiendo a ocultar mis emociones, pero ese día me paré, la abracé y le dije:
–A mí también me dio mucho gusto platicar con usted.
Hablaba en serio.
Horas más tarde llegué a la entrada de la casa de mis padres. Mi mamá salió a recibirme con su amplia y cordial sonrisa de siempre y me envolvió en un fuerte abrazo, de los que generan amor y calidez y que sólo una madre puede dar. Estaba en casa. Abracé a mi mamá con todas mis fuerzas. Desde ese día, jamás he vuelto a cuestionar por qué a veces me pasan cosas malas, locas o divertidas ni nada de lo que me sucede. Y claro que nunca preguntaré “¿Por qué a mí?” cuando vuelva a tener problemas con el coche.
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