Mark Victor Hansen - Caldo de pollo para el alma - piensa positivo

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Caldo de pollo para el alma: piensa positivo: краткое содержание, описание и аннотация

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¡101 historias verídicas sobre cómo pensar positivo puede cambiar tu vida! De vez en cuando todos necesitamos un pequeño ajuste de actitud, y estas asombrosas historias de la vida real revelan cómo personas reales usaron el pensamiento positivo para mejorar su vida y vencer retos.
Leerás historias sobre cómo puedes: • Hacer de cada día un día especial • Incorporar la gratitud y la alegría a tu vida cotidiana • Agradecer lo que tienes y cambiar tu perspectiva • Usar palabras específicas para reorientar tu vida • Simplificar tu vida y darle más significado • Aprender a encontrar la perspectiva de esperanza en toda situación • Convertir cualquier adversidad en oportunidad

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Mi deseo es que quienes lean esta historia puedan replantear el sentido de las palabras “esfuerzo” y “esperanza”.

Antes de mi crisis de salud, casi todos los días remaba en el mágico mundo de la bahía de Cape Cod. Creí que esos días se habían ido para siempre, pero ahora sé que no es así. Bob y yo hemos hecho cinco excursiones cortas a la bahía. Las focas curiosas siguen ahí, quizá preguntándose dónde hemos estado todos estos años. Yo les digo, de todo corazón y a voz en cuello, estas palabras de Christopher Reeve: “Me niego a permitir que una discapacidad determine cómo vivo. La vida sólo tiene una dirección: adelante”.

Cuando se cumplieron los dos años a los que se refirió mi neurólogo, diciendo que lo que no hubiera avanzado hasta entonces no lo avanzaría nunca, yo no podía caminar más de seis metros. Este año, siete después, logré caminar quince kilómetros.

SARALEE PEREL

15 Derribada pero no vencida

El espíritu humano

es más fuerte que todo

lo que puede sucederle.

C.C. SCOTT

La primavera de mi segundo año de estudios de posgrado estaba cerca cuando descubrí de qué estaba hecha en realidad. Llevaba dos semanas resolviendo mis exámenes finales, sentada casi todo el tiempo frente a la computadora y tomando muy pocos descansos. Conforme me aproximaba a la conclusión de mi primer borrador, me di cuenta de que debía investigar más. Cansada y hambrienta pero con el deseo de terminar, marché penosamente a la biblioteca. Una vez ahí, dejé caer mi mochila en un cómodo sillón y me dirigí a la estantería con una enorme bolsa de piel. La llené de libros y me agaché para cargarla. Mientras me enderezaba, una extraña sensación subió de la base de mi columna hasta mi cabeza. No le hice caso, cargué la bolsa hasta el sillón escaleras abajo y me puse a leer lo que había encontrado.

Horas más tarde, cuando me paré para irme a casa, experimenté esa misma sensación. Tampoco le hice caso esta vez y me marché. Al anochecer sentía náuseas y me fui a dormir.

A la mañana siguiente me sentía peor. Pude ponerme a trabajar, pero para la hora de la comida ya iba en mi coche en dirección a los servicios de salud de la universidad. Me evaluó un joven estudiante de medicina al que le impresionó mucho que pudiera tocarme los dedos de los pies (después de todo era instructora de aeróbicos) pero que dio poca importancia a mi dolor de espalda y mis síntomas como de influenza. Me despidió con un frasco de Motrin de 800 mg y me deseó una pronta recuperación.

Esa noche ofrecí a mis compañeros de trabajo una fiesta que se había programado desde hacía varias semanas. Cuando se fueron, me vine abajo. Llamé a la línea de salud de emergencia y expliqué mi creciente dolor de espalda y malestar general. Me dijeron que me acostara en una superficie dura y que quizá así el dolor pasaría. Pero una vez en el suelo el dolor no sólo aumentó, sino que ya no podía pararme. Mi esposo me alzó y me llevó a la cama, me dio mi Motrin y apagó la luz.

A la mañana siguiente el sol entraba a raudales por la ventana y cantaban los pájaros. Intenté ponerme de costado para levantarme, pero nada pasó. Tardé unos momentos en darme cuenta de que ya no me dolía la espalda, y unos segundos más en comprender que en realidad no sentía nada en absoluto. Presa de pánico, me percaté de que no podía moverme y desperté a mi esposo. Él pidió una ambulancia por teléfono y poco después llegaron los paramédicos, con una camilla para llevarme al hospital. La metieron con cuidado bajo mi cuerpo y amarraron la primera correa. Oí un grito agudo, pero, confundida, no me di cuenta de que procedía de mi boca. Cuando amarraron la segunda, todo se oscureció.

Volví en mí un par de veces durante el trayecto al hospital, pero en cada ocasión sólo lo bastante para saber que no era buena idea estar consciente. Cuando desperté al fin, estaba en una cama de hospital. Aturdida, llamé a la enfermera, y se me informó que tenía herniados tres discos de la parte baja de la espalda y que mi columna estaba dañada. Mi parálisis era resultado de esas hernias, y los médicos evaluaban mis opciones.

Tendida en una cama de hospital, esperé a que los doctores decidieran qué hacer conmigo. Tres días después, el jefe de ortopedia me notificó que sin cirugía nunca volvería a caminar. Echada ahí, a mis 22 años de edad, estudiante de posgrado y atleta, intenté deducir qué significaba eso. Siempre había sido muy activa y aprendido en la práctica casi todo. No entendía qué quería decir no poder hacerlo más. Una operación de espalda me daba mucho miedo, y ni siquiera podía considerar esa opción. Mi esposo estaba trabajando, mi familia vivía a cuatro mil kilómetros de ahí y mi querida amiga Jen poco podía hacer para tranquilizarme. Cuando el doctor se fue y empecé a sollozar, Jen acarició mi cara y me habló dulcemente hasta que me quedé dormida, tras de lo cual, sin que yo me enterara, hizo la serie de llamadas telefónicas más increíble que se pueda imaginar.

Jen se puso en contacto con el director de nuestro departamento, quien de inmediato llamó a su esposa, casualmente directora de medicina deportiva de la universidad. Ella llamó a su vez a su equipo, el cual se comprometió a brindarme atención médica integral en forma ininterrumpida hasta que volviera a caminar. Jen habló después con mi esposo, quien, por su parte, hizo contacto con mi familia (tres de cuyos miembros son médicos), la que llamó más tarde al hospital para pedir que se me permitiera ser tratada por ese equipo.

Al día siguiente me metieron en un tanque de Hubbard para dar inicio a mi hidroterapia (tres veces al día). Me tomaron medidas para un corsé de ballena y acero ideado para mantener recta mi columna, pudiera o no pararme. Luego llegó la masajista, y posteriormente un terapeuta físico. Hasta la dietista del hospital tuvo algo que ver, pues elaboró una dieta para favorecer mi curación y permitir a mi cuerpo funcionar mejor. Sentada junto a mi cama, Jen no dejaba de sonreír cada vez que un nuevo miembro del elenco entraba a mi cuarto.

La primera vez que me pararon, me caí. También la segunda y tercera, pero, a medida que la compresión cedía, fui recuperando la sensibilidad de mis pies y pude pararme con una andadera. Cuando me dieron de alta, caminaba tan raro que la mayoría de la gente creía que tenía parálisis cerebral. Pero con la enorme ayuda de amigos queridos y comprometidos, me obligué a nadar tres kilómetros diarios en la alberca de la universidad, iba a terapia física cinco veces a la semana y exigía a mi cuerpo hacer lo inimaginable. Armada de una mentalidad de recuperación absoluta, seis meses después entré a un curso de aeróbicos, con mi terapeuta físico a un lado. Los alumnos aplaudieron y la maestra lloró.

Veinte años más tarde, ya madre de cinco, participé en el medio maratón de La Jolla. Quienes corrieron conmigo nunca olvidarán mis gritos salvajes al subir cada cerro, con los que exhortaba a quienes me rodeaban a celebrar cada paso.

Nunca sabes lo que tienes hasta que lo ves perdido.

DRA. SAGE DE BEIXEDON BRESLIN

16 Sólo una vez más

“Una vez más y ya, Beth, sólo una vez más”.

Yo bufaba y resoplaba en cada nuevo abdominal, colorada y exhausta, hasta que me desplomé en la colchoneta y me quedé viendo el techo. Mi terapeuta física se agachó, sonriendo y con la mano tendida, a la espera de que yo alzara el brazo y apretara esos cinco.

–No puedo –le dije–. Dame un minuto.

La fuerza está en el alma,

no en los músculos.

ALEX KARRAS

Mientras veía la pintura descarapelada del techo de la sala de terapia física, me pregunté otra vez cómo había llegado a este punto. ¿Cinco abdominales? ¿Apenas podía hacer cinco abdominales sin verme en necesidad de hacer una pausa? ¿Qué había ocurrido con la muchacha que nadaba cinco kilómetros sin parar? ¿Con la mujer que hacía yoga varias veces a la semana? ¿Incluso con la señora vivaz que caminaba al trabajo una hora sólo porque había salido el sol?

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