El lunes es una triste
manera de pasar 1/7
de tu vida.
ANÓNIMO
Así que también yo celebro los viernes. Después de dejar a mi hijo en la escuela, voy a Starbucks, para deleitarme con algún café especial. Luego, en vez de volver directo a casa, suelo seguir una larga ruta por las calles más pintorescas que encuentro, lo que a menudo incluye mi esquina favorita del parque. Y durante el día, sonrío una y otra vez y me siento feliz sin otro motivo que el de que el nombre del día comienza con “V”, y no con “L”, “M” o “J”.
Cuando recojo a mi hijo en la tarde, chocamos las palmas y gritamos, y el coro de “¡VIERNES!” resuena al menos tan estruendosamente como nuestras manos. Luego, al atravesar nuestra urbe, que es una ciudad universitaria, apuntamos a las señales que indican el inicio de celebraciones. Vemos jugar futbol en canchas de fraternidades, lanzar hamburguesas en parrillas, gente estacionarse frente a hamacas en portales, y por todos lados fiestas a punto de hacer erupción. ¡A veces parece que todo el mundo celebrara el viernes!
El otro día salí feliz de un consultorio gracias a un pronóstico positivo sobre un asunto de salud que me preocupaba. Mi buen humor se vio acrecentado por los signos de la primavera en torno mío: capullos en flor, cantos de aves, la radiante y cálida luz del sol a mis espaldas. De repente me sentí dispuesta a celebrar, y aromáticas ideas inundaron mi cabeza. Murmuré la palabra “¡Capuchino!” y me dirigí a la cafetería justo en la esquina.
Mi mente se rebeló. “¿Qué estás haciendo? ¡Hoy es martes! ¡El café está reservado para los viernes!”. ¡Y de pronto me di cuenta de lo ridículo de esa línea de razonamiento! ¿Por qué habrían de ser los viernes más especiales que los demás días de la semana? ¿Por qué desperdiciar seis días esperando a regocijarse sólo el séptimo? Minutos después volví a mi coche con una gran sonrisa en el rostro y un café de moca con frambuesa en la mano.
Una pequeña victoria, desde luego, pero también un ejemplo específico de cómo vivimos muchos de nosotros. Esperamos a que se den las condiciones correctas antes de permitirnos disfrutar nuestro paso por la tierra. Tal vez cuando egresemos de la universidad y consigamos trabajo será momento de celebrar, o quizá cuando nuestros hijos crezcan y se pasen en la escuela todo el día. Nos regocijaremos cuando acabemos de pagar el coche, o disfrutaremos de la vida cuando por fin podamos retirarnos. Y en esa espera desperdiciamos gran parte de la vida que Dios nos ha dado y la felicidad que podemos encontrar en el hoy. ¿Qué pasaría si transfiriéramos una parte de esa “sensación de viernes” a los lluviosos lunes, los sombríos martes y los miércoles tan de entre semana? Seguramente seríamos mucho más felices.
¡Hay que decir que T.G.I. Friday’s no abre sólo el último día de la semana de trabajo! No, celebra asimismo todos los demás, y el fin de semana también.
Nosotros deberíamos hacer lo mismo.
ELAINE L. BRIDGE
22 El don del cáncer cerebral
En agosto de 2002 recibí el mayor regalo de mi vida cuando me dijeron que tenía cáncer terminal en el cerebro y que moriría en cuatro a seis meses. Llevaba exactamente cinco meses de casado cuando esto ocurrió. Mi carrera iba bien, mi familia y mis amigos me querían. Era más feliz que nunca. ¿Así que por qué fue ése un regalo tan grande? ¿Por qué?
Porque tuve que darle la cara a la muerte.
La excursión es igual
si lo que buscas
es tristeza o alegría.
EUDORA WELTY
Era una noche de enero de 2003. Yo vagaba solo bajo el frío, lleno de rencor. El ensayo clínico al que me había inscrito estaba plagado de incertidumbres y peligros. Podía participar en él sólo por el hecho de estar en una etapa terminal, y de que mi sobrevivencia fuera muy improbable. Estaba confundido, sentía náuseas a cada momento y apenas si podía caminar, aun con bastón.
Me sentía furioso por mis circunstancias: odiaba al cáncer, a mí mismo, a los médicos y a Dios. Grité, aullé, lloré, rabié contra la injusticia. Por primera vez en cincuenta y cuatro años había encontrado felicidad en mi vida, y ahora esta horrible enfermedad me arrebataba no sólo la alegría de vivir, sino también toda apariencia de estabilidad, confort y paz. ¿Estaba condenado a pudrirme detestablemente cada día en mi patética cojera hasta terminar en una fría tumba?
En medio de toda esa virulencia, de repente me llegó la alentadora voz de un muy querido y antiguo amigo, jefe y mentor, W. Clement Stone, uno de los primeros en escribir sobre la Actitud Mental Positiva, o AMP. En mi mente, lo oí decir como lo había hecho miles de veces: “¡Cada adversidad trae consigo el germen de un beneficio equivalente o mayor a quienes tienen una actitud mental positiva!”.
¿Cómo?
¿Hablas en serio?
¿Un beneficio mayor?
¿Cuál puede ser el beneficio mayor de morir de cáncer cerebral, viejo? (Yo no sabía que Stone había fallecido apenas cinco meses atrás, a los 100 años.)
Sus palabras siguieron recorriendo la parte de mi cerebro que aún funcionaba. No alguna adversidad, había dicho él, sino cada adversidad, ¡CADA adversidad lleva consigo el germen de un beneficio equivalente o mayor! ¡Debes estar bromeando!
Por fortuna, los muchos años de ser mi mentor, maestro y héroe habían dejado huella; la palabra “Razoné…” brillaba como un sol sobre mi cabeza. Él la usaba con frecuencia, muy a menudo para describir situaciones críticas que había enfrentado en la vida. Una vez, una persona desesperada, deprimida y derrotada sostuvo un arma cargada contra su cabeza, diciéndole que lo había perdido todo; iba a matarlo, y luego se quitaría la vida ella misma. Mientras que la mayoría habríamos caído presa de pánico en esas circunstancias, Stone dijo tranquilamente: “Razoné…”, y procedió a pensar en un plan lógico para salvarse, y salvar también a la otra persona. Más tarde introduciría en los negocios a esta última, la cual fue exitosa y próspera el resto de su vida.
“Así pues”, me dije, cediendo a su mensaje, “razonemos”. De inmediato me sentí cuerdo y en paz, por primera vez en meses.
Así que… ¿cuáles eran mis posibilidades? Después de todo, en ese momento la vida no me había provisto de muy buenas opciones.
Ciertamente no tenía la opción de “vivir feliz para siempre”, ¿o sí?
El hecho es que iba a ocurrir una de dos cosas: moriría muy pronto o, mucho menos probablemente, viviría mucho tiempo.
Bien, ¿y si moría pronto?
Bueno, “razoné”, si me enconaba y enojaba, pasaría los últimos meses de mi vida en pesadumbre y aislamiento, convirtiendo en un infierno la vida de mis seres queridos, y sería recordado, si acaso, como un viejo amargado que permitió que el cáncer cerebral lo venciera. Recibiría una pasajera muestra de compasión, pero al final todos tendrían sólo desprecio para mí y por la situación en que los había dejado.
¿Y si, por el contrario, mantenía una actitud positiva y esperanzada? ¡Eso no cambiaría un ápice la fecha de mi muerte!
Pero quería decir que pasaría los últimos meses de mi vida respirando profunda y limpiamente, satisfecho, dichoso y con amor por mis familiares y todas las personas a las que había conocido. Moriría feliz, y se me recordaría como el espíritu valiente que enfrentó una muerte terrible con valor, fortaleza y aplomo. Sería apreciado por quienes me conocieron.
¿Y si, finalmente, la libraba? ¿Si seguía viviendo?
¡Entonces no tenía razón para amargarme y atormentarme! ¿Por qué perder meses de mi vida lamentando un final que ni siquiera estaba cerca?
Así que ahí estaba: tenía todas las razones para mostrarme positivo ante mi afección, y absolutamente ninguna para caer en la negatividad.
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