DRA. SAGE DE BEIXEDON BRESLIN
“¿Siringoqué?”.
Abrí bien los ojos y me dio un vuelco el corazón cuando mi neurocirujano me comunicó el diagnóstico.
–Siringomielia, una enfermedad muy rara. Usted tiene una siringe, o quiste, en la médula espinal. Está creciendo, y se dirige a su cerebro. Debe operarse lo más pronto posible.
Quien tiene un motivo
para vivir, puede
soportarlo casi todo.
FRIEDRICH NIETZSCHE
¿Qué estaba pasando? No había estado enferma; apenas cierto aturdimiento, hormigueo y sensaciones parecidas a choques eléctricos. Alarmantes, pero no dolorosas.
–No comprendo. ¿A qué se refiere?
No estaba segura de querer oír la respuesta.
El doctor palmeó mi hombro y me dijo serenamente:
–Si eso sigue subiendo, sólo le quedan unas cuantas semanas de vida.
–¿Y cuál es el pronóstico si me opero?
Él se sentó en un banco y giró para verme de frente. A juzgar por su mirada, estaba preocupado.
–Soy cristiano y rezo antes de cada cirugía, pero a veces Dios tiene sus propios planes para mis pacientes. Ésta es una operación peligrosa, no le voy a decir que no. –Esperó un momento a que yo asimilara sus palabras–. Usted podría no volver a caminar o morir. Podría quedar cuadrapléjica o quedar bien. Tendré que perforar la médula, insertar tubos de drenaje y descomprimir el metencéfalo. Tenga la seguridad de que haré todo lo que pueda.
–¡Pero, doctor, yo no me puedo morir! Tengo dos hijos chicos. ¡Me necesitan!
–Entonces es mejor que empecemos de una vez. ¿Quiere que fije una fecha?
–¿Ya… ya ha hecho esta cirugía antes?
Volví a temer la respuesta.
Me asusté aún más cuando él contestó:
–Sí, una vez, con buenos resultados.
Decirle a mi esposo fue casi tan difícil como oír las palabras salidas de la boca de mi doctor.
–Cariño, debemos buscar una segunda opinión –dijo él.
Pero este doctor me había dicho que nunca entraba a cirugía sin antes rezar. ¡Yo lo quería a él!
Salí del hospital semanas más tarde. Llevaba puesto un cuello ortopédico y arrastraba los pies, pero con la ayuda de una andadera y de Dios, ¡caminaba!
Hasta entonces me había considerado una buena cristiana que iba a la iglesia –cuando era conveniente–, que amaba a su comunidad religiosa –cuando pensaba en ella– y que rezaba con sus hijos en las noches –cuando no estaba demasiado ocupada ni ellos demasiado adormilados. A veces lo dejábamos para la noche siguiente, o la siguiente… La palabra “milagro” rara vez cruzaba por mi cabeza.
Gracias a Dios, mi iglesia no fue tan laxa como yo. Mi pastor, que no podía sentarse derecho porque acababa de sufrir una fusión espinal, subió al asiento trasero de su automóvil para que su esposa lo llevara a verme todos los días durante las muchas semanas que estuve hospitalizada. Semanas después de mi vuelta a casa, pude ir a la iglesia. Mi cariñosa comunidad me preparó un asiento especial para que no me lastimara el cuello. Yo me había quedado sin las siete vértebras superiores.
Mi vida, tal como la conocía, llegó a su fin. Aprendí entonces a esperar lo inesperado y a aceptar lo inaceptable. Mi afección me obligó a adquirir nuevas habilidades y dejar atrás las antiguas, sin rencor. Aprendí a apreciar a los pocos amigos de verdad que se mantuvieron firmes en este periodo. Supe del daño económico que una enfermedad larga puede causar en una familia de clase obrera.
Pero, antes que nada, aprendí que el amor puede vencerlo todo. Mi esposo y yo habíamos planeado viajar según nos lo permitiera el calendario escolar. Él me sorprendió antes de lo previsto. Un día llegó a bordo de un enorme coche-casa usado de color café.
Asustada, miré los grandes peldaños que conducían a la entrada.
–¿Se te olvidó que no puedo subir escaleras? ¿No podrías devolverlo? Creo que nuestros planes tendrán que esperar, o cancelarse.
–Sí lo puedo devolver. Aún no he cerrado el trato. ¿Pero se te olvida a ti que tengo brazos? Puedo cargarte para que subas. –Señaló un lugar vacío frente a la ventana–. Un sillón reclinable, o silla giratoria, cabrá muy bien ahí.
Nos quedamos con el coche-casa.
Yo había sido una ávida bolichista durante años, y jugado en dos ligas a la semana. Cuando empezó la temporada de invierno, yo estaba un poco mejor, pero aún me sentía débil, y usaba bastón y collarín. Mis compañeras me preguntaron si iría, al menos para animarlas. Pero cuando llegué me dijeron:
–Si crees poder, aún estamos necesitando una bolichista. Decidimos no remplazarte por lo pronto.
–¡No puedo! Además, daría al traste con todas sus posibilidades de ganar.
Habíamos sido campeonas de la liga dos años seguidos.
–Te queremos con nosotras, si tú estás dispuesta a probar.
–Bueno, tal vez –acepté.
Como no podía sostener la bola, elegí una para niños, me puse mis zapatos especiales, tomé mi posición y disparé. La bola mantuvo su curso y derribé tres de cuatro bolos. La gente que llenaba el edificio aplaudió. Volví cojeando a mi lugar en el equipo, con bastón, collarín y todo. En poco tiempo, mi promedio de 165 cayó por debajo de 80, ¡pero yo estaba jugando! Gané incluso un trofeo. Mi equipo me mandó a hacer uno especial, que decía: “A la bolichista más valiente”. Sigue siendo el más preciado de mis trofeos. También obtuvimos un trofeo grupal: ¡quedamos en el último sitio!
Quizá yo nunca me habría detenido a evaluar a mis amigos, mi familia y mi cristianismo si no hubiera contraído la siringomielia. Incluso me enteré de que tenía un talento oculto. Empecé a escribir para el boletín del American Syringomyelia Alliance Project (Gran Alianza Estadunidense contra la Siringomielia). FACES estaba dirigido a pacientes con esta enfermedad en todo el país, para hacerlos sentir menos solos. Inicié un grupo de apoyo y me uní a un grupo de activistas que contestaban llamadas del mundo entero de personas alarmadas que padecían lo mismo que ellos. Me sentí bendecida de que Dios convirtiera una desgracia en un bien, y a mí en una persona mejor.
Pero, ¡ay!, el tiempo no ha pasado en vano. El quiste se ha extendido por toda mi columna. Ya no puedo optar por más operaciones. Algún día, a menos que Dios intervenga (y creo que puede hacerlo), perderé el uso que aún puedo dar a mis brazos, mis piernas, o a unos y otras. Pero lo bueno es que sé que, mientras el Señor me quiera aquí para algo, él me abrirá el camino.
Mi nube tiene un contorno luminoso que se resiste a disiparse mientras yo tenga una razón de ser. Algunos dicen que es un milagro que aún tenga cierta movilidad en las extremidades, luego de veinticinco años con este mal. Pero yo digo que el milagro que Dios obró en mí no fue darme un cuerpo nuevo, sino paz interior.
JEAN KINSEY
3 CAPÍTULO Cada día es especial
Nos llueven regalos a diario. Abre la caja.
RUTH ANN SCHABACKER
21 Todos los días viernes
Me encantan los viernes, y no soy la única. La mayoría de la gente asocia el último día de la semana de trabajo con sensaciones de alivio, relajamiento y expectación por los buenos momentos que le esperan el fin de semana. ¡Sabes que un día debe tener algo de especial cuando la sensación de celebración que acompaña a su llegada está consagrada incluso en el nombre de una cadena de restaurantes!
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