Reencuentro en el Wannsee
Reencuentro en el Wannsee
Trinidad Plaza García
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Trinidad Plaza García
Editorial Filosofía en la Calle
https://www.filosofiaenlacalle.com/editorial
filosofia.lacalle@gmail.com
ISBN: 978-84-09-37883-8
Depósito Legal: AL-00042-2021
Foto portada: Domingo Leiva Nicolás
Maquetación:
german.balaguer@gmail.com
Si la vida te pone obstáculos, tu reto es superarlos.
Anónimo
Índice
Capítulo I. ALEXANDERPLATZ
Capítulo 2. FRIEDRICHSTRASSE
Capítulo 3. HAUPTBAHNHOF
Capítulo 4. TIERGARTEN
Capítulo 5. CHARLOTTENBURG
Capítulo 6. WESTKREUZ
Capítulo 7. GRUNEWALD
Capítulo 8. NIKOLASSEE
Capítulo 9. WANNSSEE
Capítulo I.
ALEXANDERPLATZ
Ya estoy aquí. No puedo disimular la risa nerviosa. Tengo ganas de gritar, pero no lo puedo hacer. Comienza el periplo para cumplir ese deseo que desde hace tiempo ha ido anidando en mi interior. En poco tiempo me encontraré frente a él y le hablaré, y después de este encuentro pasaré página y apagaré definitivamente la llama que ha iluminado mi vida durante muchos años. Será, entonces, cuando salga del cobijo en el que he permanecido nadando entre ideas, conceptos y ficción, protegida de decepciones, frustraciones y negativas para introducirme en el mundo, tal vez inseguro y frágil, pero palpitante y sensual; al mundo donde habitan los hombres de carne y hueso, donde se escuchan las voces de los vivos, no las sentencias de los muertos a los que he estado atada durante tanto tiempo.
Parezco un mosquito en medio de esta inmensa plaza. He salido de la estación de metro, y me he introducido en la emblemática Alexanderplatz; me fijo en su estructura. Tengo los sentidos bien abiertos, no quiero dejar escapar ningún detalle, capto el aire blanquecino y frío que me impacta en las fosas nasales, las caras de la gente enrojecidas por el frío, caras que, entre gorros y bufandas, apenas se dejan ver. Me sitúo en una esquina y, clavada en ella, a mano izquierda veo unos grandes almacenes, los Kaufhof; justo enfrente el altísimo hotel Inn; a mi derecha, muchas tiendas, y más adelante…no sé, voy a investigar. Voy caminando, y siento en mi cuerpo ráfagas de electricidad, como olas de energía que parten de los pies y se elevan recorriéndome los brazos hasta desbordarse por la cabeza y por las yemas de los dedos, y lo hago con una fuerza excepcional, las piernas van marcando los pasos con alegría y agilidad, miro de pasada la fuente de la plaza, la Brunnen der Völkerfreundschaft (La fuente de la amistad entre los pueblos). La plaza es abierta, grande, no se puede decir que sea de gran belleza, y, sin embargo, me cautiva. Me fijo en todo y en todos aquellos que circulan a mi alrededor; en el rostro pensativo que marcha de un lado a otro; en el que anda con prisa cargado con bolsas con diferentes logotipos…Llego al reloj mundial Urania, que marca la hora en los distintos países. La plaza termina en una calle peatonal donde acaba el trasiego de tranvías. Por fin llegaré a la cita que tengo contigo que, a pesar de desearla tanto, la he ido posponiendo demasiado tiempo. Me llama la atención el sonido del tranvía, es un silbido peculiar; me retrotrae a hace tres días cuando llegué a Berlín. Todavía recuerdo el helor que sentí en la cara cuando salí del avión en el aeropuerto de Tegel; me recibió un frío que me congeló la cara e hizo que me brotaran lágrimas de los ojos. Voy a hacer un recuento de los pasos que di.
Tras recoger la maleta, me dirigí a la parada de taxis donde alguna gente esperaba su turno. Llegó el mío y me subí en uno, le dije al taxista: «¡Lausitzerplatz, Nummer 6, bitte!» Cuando llegué a la dirección que llevaba escrita eran ya casi las doce de la noche, y Hanna, la dueña de la casa donde me iba a hospedar, me estaba esperando, aunque apenas pude cruzar un par de palabras con ella, pues era tarde y parecía cansada. Con gesto desabrido se limitó a darme las llaves e indicarme a qué correspondía cada una de ellas, y donde estaba la cocina y el cuarto de baño. «Mañana estará más comunicativa», pensé. Entré a mi habitación, saqué lo imprescindible de la maleta y me eché en la cama. Fijé la vista en un punto del techo, por cierto, muy alto, y fui haciendo un recorrido mental de los pasos que había dado desde mi salida de Soria. Esto solo acaba de empezar.
Me llamó la atención lo desmesurado de la habitación; la encontré enorme. Pertenece a un edificio de tres plantas del siglo XIX, las paredes de color rojo granate cuentan con una cenefa decorativa de escayola que separa las paredes del techo pintado de blanco; me vino a la memoria la figura de Otto von Bismarck, el gran artífice de la unidad alemana, hasta podía oler allí con nitidez el humo que exhalaba de su pipa. En este recinto hay enseres increíbles, cosas tan dispares como un tendedero de ropa y un piano, en cuyo atril se apoyaba un payaso con cara maléfica, en todo caso, a mí me lo parecía. Al principio evité mirarlo, pero no podía dejar de pensar que él no me quitaba los ojos de encima, ¡y esa sonrisa! Antes de que el miedo llegara a convertirse en pánico hasta inmovilizarme, di un salto de la cama y lo escondí en un cajón. La habitación se conectaba con el mundo exterior por medio de una gran ventana que daba a un patio de vecinos; de momento la dejé cerrada para evitar convertir ese espacio en un frigorífico. En algún momento se me debieron cerrar los ojos.
Al día siguiente, al salir de la casa me encontré en una plaza cuadrangular, rodeada de árboles sin hojas; ramas finas y negruzcas sin vida se alzaban hacia un cielo opaco y blanquecino en las que se apoyaban grajos tan negros como ellas, y en el centro de la plazoleta una iglesia evangelista de ladrillo visto; le di la vuelta para hacer una primera inspección; me iba dando cuenta de que captaba un olor hasta entonces desconocido de que esa tierra húmeda y ese aire frío olían de manera distinta a todo lo que ya conocía; no había percibido un aroma semejante en ninguna ciudad española; en absoluto me era desagradable, todo lo contrario, sentía una atracción especial. Doblé a mano izquierda. Ojeé los alrededores; la zona estaba poco habitada: muchos árboles, pocos edificios y todavía menos personas. En la acera de enfrente se veía más movimiento, y allí crucé, y tras andar unos metros entré en una cafetería. La mujer que regentaba el mostrador parecía turca por sus rasgos físicos; le pedí un café y me instalé en una mesa junto a una gran cristalera desde donde se podía observar el dinamismo de la calle; me coloqué allí como si fuera un rincón de mi casa, saqué papel y bolígrafo para hacer el programa del día, y cuando me trajo el café, inició una conversación que yo muy gustosa seguí. Al notar mi acento extranjero tuvo curiosidad por saber cuál era mi país de procedencia, «española», le dije, y siguieron otras preguntas más: cuánto tiempo estaría en la ciudad, en dónde me alojaba.
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