Trinidad Plaza García - Reencuentro en el Wannsee

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Reencuentro en el Wannsee: краткое содержание, описание и аннотация

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La protagonista, Helena, una mujer de mediana edad, tras una decepción amorosa, se centra en el estudio de la obra de un dramaturgo alemán de finales del siglo XVIII y principios del XIX. En un momento de su vida decide viajar desde Soria -su ciudad natal- hasta el lago Wannsee (Berlín) donde el escritor puso fin a su vida. A su llegada a la capital alemana, dedica un par de días a pasear por sus calles para tener una primera impresión de la ciudad; queda fascinada. Al tercer día de su llegada, inicia el trayecto en tren desde la estación berlinesa de Alexanderplatz hasta la de Wannsee de una duración de treinta y cinco minutos, durante los cuales evocará episodios de su vida y se cuestionará temas relacionados con los tratados por el dramaturgo alemán. La visita al lugar significará un doble reencuentro: con el escritor y con ella misma.
Reencuentro en el Wannsee surgió a raíz de un inolvidable seminario que la autora realizó sobre el dramaturgo alemán en la universidad de Humboldt en Berlín

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Cuando desperté ya estaba oscuro, no tenía la sensación de haber dormido tanto, miré el reloj, eran las 4,15 de la tarde; «¡qué pronto anochece aquí!», pensé. Me levanté rápido de la cama, no quería perder ni un minuto, me disponía a hacer, pero ¿qué? Normalmente la noche me paraliza, las ideas se me desvanecen, desaparecen, el cuerpo se me afloja, no tengo energía, sin embargo, esto no lo podía permitir, ni aquí ni ahora. Me abrigué bien y salí de la casa para ver qué ocurría en el Berlín nocturno. Era miércoles, las calles estaban a rebosar de gente que andaba enérgica por ellas. Adquirí en un lugar donde vendían prensa una revista informativa llamada Zitty; en ella, se exponía una gran cantidad de ofertas culturales y de ocio en la ciudad que me pusieron al corriente todo un universo de posibilidades. Me decidí por visitar pequeñas galerías de arte ubicadas en casas antiguas con patios de vecinos en la Oranienburgerstrasse –calle en la que durante el primer tercio del siglo XX había sido habitada por muchos berlineses de procedencia y de credo judío–, donde encontré exposiciones de pinturas abstractas que no me sedujeron. Me fijé en los visitantes de estas salas; se trataba de gente más bien joven con aspecto extravagante, que mirando los cuadros se transportaban mentalmente; no sabía a qué mundo; al suyo propio supuse, donde permanecían inmóviles como figuras de mármol. Tampoco podía saber qué experimentarían, pero verlos a ellos era todo un espectáculo añadido al de la contemplación del arte. Visité varias salas, terminé embriagada de colores y de formas; paseé por los alrededores mirando las fachadas de los edificios, cuyas plantas bajas eran establecimientos muy variados. En las aceras, a unos centímetros de las entradas de algunas casas –demasiadas–, pequeñas placas de bronce informaban del nombre, fecha de nacimiento y muerte del usuario de la casa, muchas veces se trataba de familias enteras que fueron eliminadas en tiempos del holocausto nazi. Me ensombreció. No pude evitar el imaginar escenas familiares dentro de esas casas, me vino a la memoria escenas de la película El pianista del director de cine polaco Roman Polanski; pensé en la cantidad de personas, en vidas normales de gentes normales que por un fatídico momento histórico se vieron teñidas por el horror... Había tiendas muy especializadas en determinados estilos de ropa, adornos, bares, restaurantes… Era una zona muy dinámica donde un hervidero de gente invadía las aceras; individuos de todas las edades y colores caminaban hablando y riendo, produciendo un barullo que al cabo de un rato se me hizo molesto.

Cansada de danzar por las calles, quería buscar un lugar tranquilo, alejado de toda esa algarabía en la que estaba metida; vi el nombre de una calle que me llamó la atención: Tucholskystrasse. Esa fue la elegida. Inmediatamente me vino a la mente la imagen de mi antigua profesora de alemán en la academia Hiperión en Salamanca, se llamaba Christina, era de Colonia y estaba casada con un profesor de universidad de Lengua y Literatura españolas, David, un andaluz ocurrente y de buen humor. Se habían conocido en un encuentro de espeleólogos en Madrid, y tras unos meses de cartas, decidieron vivir juntos; durante un tiempo lo hicieron en tierras andaluzas y, más tarde, terminaron por asentarse en Salamanca. Ella encontró trabajo como profesora de alemán en la academia de lenguas, y allí coincidimos, Christina como profesora y yo como alumna. Recuerdo que en un tema del libro de texto que usábamos en clase de alemán había un comentario sobre Kurt Tucholsky. La profesora hablaba con mucha simpatía de él; cuando empezó a comentarlo, cambió el tono de su voz, hablaba con más energía y le brillaban los ojos. «Fue escritor y periodista allá por los años veinte del siglo pasado, autor de cabarés en los que manifestaba su talante democrático y pacifista; era un antimilitarista convencido y partidario de la República de Weimar. Temía y criticaba las tendencias antidemocráticas y la propagación de las ideas nacionalsocialistas que se iban extendiendo en su tiempo por toda Alemania», nos dijo, y nos habló de algunas de las letras de sus cabarés.

Anduve calle hacia adelante, pequeñas tiendas de artesanos, artistas, alguna tienda de veinticuatro horas...Un bar haciendo esquina me llamó la atención; se veía bastante oscuro desde fuera, se percibían las siluetas de los clientes a través de la luz mortecina de las velas; desde la calle la barra del bar se veía grande y el local en sí también. Allí me metí. Delante de una cerveza me fijaba en la actitud de la gente, cómo ellos ante cervezas inmensas y espumosas se relacionaban entre sí, en los gestos y actitudes; a diferencia de lo que ocurría en las calles de las que venía, aquí se comunicaban en un tono de voz baja; aunque todos hablaban, se oía como un suave murmullo extendido por todo el local, pero en ningún momento gritos o voces altisonantes. Me fui pronto.

Cuando llegué a la casa, dejé la puerta de la habitación abierta y se coló Luna, esta vez se mostró con más confianza de lo que lo hizo al medio día; se acercó y no me rehuyó cuando le acaricié la cabeza. Ese primer día había vivido toda una feria de sensaciones y de emociones.

Al día siguiente, quise tener una visión general de la ciudad; cogí un autobús que me llevó por los lugares más emblemáticos de la capital alemana: Unter den Linden, la Universidad de Humboldt, la Puerta de Brandenburgo, el Reichstag…una verdadera tournée que ofrece el autobús número cien. El día acompañaba; estaba un poco gris, pero por suerte no llovía. Durante el trayecto no podía evitar acordarme de mi hija, pues ella era una de mis dos grandes pasiones; la cultura alemana, la otra. En su día hubo otra más, el padre de Marina, Javier, pero esta se fue ahogando con la rutina del día a día y sobre todo con el descubrimiento paulatino de sus secretos más inconfesables, los que escondemos, los más negativos, los que llevamos cada cual en el fondo de nuestra mochila; negativos por no ser aceptados socialmente, por poder desestructurar un orden establecido, y por ser, en fin, nada aconsejables para el control social. Todos escondemos algunos de estos puntos negativos en nuestra conciencia, y de ellos no queremos hablar nunca, pero con la convivencia emergen de sus escondrijos y nos delatan. Los míos para él y los suyos para mí llegaron a ser insoportables, y en el mejor de los casos aburridos, y a pesar de los esfuerzos hechos por ambas partes todo terminó en una separación que afortunadamente no fue traumática ni para él ni para mi hija ni para mí. Es verdad que la decepción fue mutua, pero, a pesar de eso, también lo fue el cariño. Existía además una razón que nos importaba mucho a los dos: Marina. Ella sería, estábamos seguros, el punto incondicional de nuestro trato cordial para siempre; «pero, ¿por qué tengo que impregnar presente de pasado?, ¿por qué soy incapaz de disfrutar de los momentos felices arrastrando experiencias desagradables que ya pasaron, y que me distraen del goce del ahora?, me pregunté, «¡fuera recuerdos!». No estaba allí para recordar, sino para disfrutar la emoción que me proporcionaba esa primera visita a la ciudad que realizaba en autobús, que me proporcionaría una visión general de la ciudad, y además quería llenarme la vista de esos rincones incomparables y llenos de historia. Así fue la primera noche y los dos días siguientes de mi llegada a Berlín.

Ya he terminado de curiosear por la plaza más emblemática de la capital, la que ha presenciado los momentos más decisivos de su historia, los actos más deplorables llevados a cabo por el ejército nazi contra los ciudadanos judíos, las revueltas populares que clamaban libertad cuando estaba instaurada la República Democrática, aplastadas con violencia por el régimen comunista, las manifestaciones multitudinarias en los últimos años antes de la reunificación del país.

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