Fue una patada de mula en el pecho. Pensé en los pilotos de guerra cuando se eyectan de su avión antes de caer, para así salir del café, tomar aire, regresar y poder decirle: “¿Puedes repetir lo que me dijiste?”. Pero no alcancé a recuperarme de la impresión y ella agregó: “Además, mató a Jaime Guzmán y a Fontaine”.
Guardé un corto silencio y le pregunté por qué me lo contaba, y me contestó que tenía temor de que lo mataran. Sentí que estaba tratando de salvarle la vida a su hermano y que tenía claro que era mejor que estuviera preso que muerto. Le volví a repetir lo que yo había recibido como mensaje de ella, para que estuviéramos muy claros al respecto y de que mi señora (su terapeuta), era ajena a todo lo que habíamos conversado, lo que me confirmó absolutamente.
Como estábamos muy claros del tema en cuestión, le dije que yo lo conversaría con el subsecretario del Interior ese mismo día, que tenía plena confianza en su persona, agregando que por el momento esta situación quedaría entre nosotros dos. Yo necesitaba terminar esta conversación para recuperarme del impacto, asimilar y analizar lo escuchado y también despedirme de Marcela, la cual, sin que ella se diera cuenta, se había llenado de pequeñas manchas rojas en la cara como si tuviera una suerte de extraña alergia.
Le pregunté si tenía disponibilidad de tiempo para que nos encontráramos al día siguiente, a la misma hora y en el mismo lugar. Me contesto que sí, que su problema se producía en la tardes porque tenía niños. Le aconsejé que saliera antes que yo del café y fue así que se retiró tranquilamente del lugar. Al darme la mano, sentí en su mirada un agradecimiento y un cierto alivio.
Efectivamente, esa misma tarde me reuní con Belisario Velasco, el cual sabía que cuando yo le decía “necesito hablar contigo” era por algo urgente. Cuando esto ocurría, Belisario mandaba a su secretaria para que me esperara en la puerta de La Moneda y así evitaba que yo pasara por una oficina donde quedaba registrado mi nombre, mi Rut y la persona a la cual visitaba en el Palacio de Gobierno.17
Le narré al pie de la letra toda la conversación con Marcela Palma, cómo ella había llegado a mí y la información que me había entregado. Belisario escuchó atentamente y luego me dijo que hablaría con Krauss y con el presidente Aylwin, pidiéndoles reserva absoluta, pero que también llamaría de inmediato a su despacho al director de la Policía de Investigaciones. Me preguntó dónde trabajaba Marcela y le contesté que lo ignoraba. Nos despedimos en espera de que yo volviera a reunirme con ella y ahí veríamos cómo conduciríamos esta situación.
Hasta ese momento ni el Gobierno ni las policías tenían información confiable del caso Guzmán y menos del secuestro en curso.
Al llegar de vuelta a casa, le pregunté a mi señora si sabía “el pastelito” que me había llevado a La Escarcha. Con su estilo perentorio que tiene a veces para responder, me dijo: “Me pidió hablar con alguien que tuviera contactos con el Ministerio del Interior y tú los tienes, ¿verdad? Entonces, como te dije esta mañana, hasta ahí llego yo como terapeuta, no voy a comentar las terapias ni contigo ni con nadie”.
Entendí que no valía la pena insistir y que tenía por delante una ardua tarea porque el asunto era bastante complejo y seguramente, con aristas insospechadas. Pero lo que más me preocupaba era el factor humano, ya que, técnicamente, ella estaba entregando a su hermano. En mi opinión, no lo estaba delatando. De alguna manera que yo no lograba comprender, lo estaba protegiendo, ¿pero de qué?
Me resultaba imposible imaginar que el Estado le brindara algún tipo de ayuda o protección encubierta. Era absolutamente ilusorio.
Me reuní con las otras dos personas con las cuales analizábamos toda la información que reunía la red de informantes y les informé del primer encuentro que había tenido con Marcela. Al igual que yo, se quedaron de una sola pieza y la primera pregunta que me hicieron fue si yo consideraba que ella estaba cuerda y consciente de lo que estaba haciendo. Les tuve que explicar cómo se había contactado conmigo. Salió entonces a colación el compromiso que nosotros habíamos adquirido de no participar en actividades de inteligencia que afectaran a los grupos que habían luchado contra la dictadura. Les aclaré que solo había cumplido con lo que ella me había solicitado y que desconocía cómo se desarrollarían los pasos a seguir.
Algo era evidente: aquí se abrirían muchos apetitos políticos y policiales por llevarse los aplausos al resolver casos tan importantes para la justicia y el país. Pero la presión se iba a centrar en que el secuestro seguía vigente, por lo tanto, se iba a desatar una cacería muy fuerte en contra de Ricardo Palma.
El tema era muy delicado pues nos acordamos en qué terminó Ariel Antonioletti, el lautarista fugado a fines de 1990 que, pidiendo ayuda, fue a parar a la casa de un socialista que trabajaba para el Fortín Mapocho y que tenía estrechos contactos con el segundo piso de La Moneda, y al que posteriormente asesinaron de un balazo en la frente… ¡en la casa de este futuro funcionario y asesor de los Gobiernos de la Concertación!
Lo primero que acordamos en la red fue que nuestra relación se llevaría a cabo solo con Marcela y que no existiría contacto alguno con el hermano, como tampoco le brindaríamos ningún tipo de ayuda que nos transformara en encubridores. Hasta ahí llegábamos, pues desconocíamos lo que podría ocurrir. Lo otro que se determinó es que yo estaría acompañado a una distancia prudente por alguien que vigilara los encuentros con Marcela. Fue así como me preparaba para reunirme nuevamente con ella en La Escarcha.
Al día siguiente, Marcela Palma llegó puntual y yo intenté llevar una conversación más general y humana para evitar que fuera un “preguntas y respuestas”. Me habló de sus hijos y contó que estaba trabajando en La Moneda en una oficina de análisis de prensa. Yo imaginé la cara que pondría Belisario cuando le comentara este punto y también pensé que aquí había un potencial problema político y de imagen, pues para la UDI esto sería escandaloso y rápidamente dirían que el Gobierno estaba protegiendo a la hermana del asesino de uno de sus fundadores.
Luego, Marcela me comentó que tuvo que ayudar inmediatamente a su hermano después de que asesinara exdirector de la Dicomcar, el coronel Luis Fontaine, y que para perpetrar el atentado se había vestido con uniforme escolar y que posteriormente ella, con una tijera, lo había destruido por completo y le había teñido el pelo a Ricardo. Estas situaciones la tenían muy agotada y le originaban un gran estrés.
Cuando la noté más relajada, le comenté que ya me había reunido con Belisario y que me volvería a juntar con él para ver qué se podía hacer con la información que nos había entregado. Le pregunté si ella sabía en qué condiciones se encontraba Cristián Edwards, pero no tenía nada que aportar, salvo que a su hermano lo tenían cuidándolo por tiempos prolongados y que ella lo veía muy afectado por estos períodos de vigilancia.
Esa misma tarde me reuní con Belisario y le comenté dónde trabajaba Marcela. De inmediato me dijo que le preguntara cuánto ganaba, que él ofrecía darle la misma cantidad mensual con tal de que no fuera un día más a La Moneda.
En dicho encuentro se decidió que yo siguiera manteniendo la relación con Marcela y por el momento se le encarga conversar con su hermano, principalmente para saber si Edwards se encontraba en buena salud y si disponía de los medicamentos que tomaba antes de ser secuestrado. Al parecer esto obedecía a que su familia estaba muy preocupada por algunas dolencias o enfermedades que este padecía.
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