De cualquier modo, el Gobierno no podía quedarse impávido como si nada pasara. Existía un secuestro en curso, el secuestrado tenía un padre poderoso y el problema tenía distintas ramificaciones, unas más complejas que otras, partiendo por la desconfianza (o mala conciencia) y un cierto desprecio del padre hacia las autoridades gubernamentales.
Para las actividades que realizábamos nosotros, este hecho era bastante lejano pues nuestro escenario o teatro operacional estaba, como ya especifiqué, centrado en la delincuencia y el narcotráfico.
Recuerdo que en esa época estábamos tratando de ver cómo podíamos terminar con la prostitución infantil en las rotondas de Américo Vespucio, Quilín y Departamental, principalmente. Era desgarrador ver cómo en la noche llegaban autos de lujo para hacer subir a ellos a niñas y niños no mayores de trece o quince años, para después realizarles toda clase de abusos sexuales. Por falta de apoyo y recursos, no logramos entrar en ese mundo, pero también influyó mucho el saber a quién pertenecían los autos, pues contábamos con sus patentes.
Concluimos que nadie nos iba a prestar apoyo si esto terminaba en conocimiento público y lo más grave de todo, estaríamos muy expuestos a que se conociera nuestra existencia. Por consiguiente, continuamos con el trabajo de lograr penetrar determinados sectores que nos interesaban como verdaderas “fábricas del delito”, labor que requiere mucho estudio y paciencia ya que implantar una fuente no es fácil, aunque la persona viva en el mismo sector.
Si usted no lo sabe, los grupos o bandas delictuales tienen verdaderos anillos de seguridad que observan a sus vecinos: a los que tienen un trabajo honrado, a los que están cesantes, a los vagos. Se trata de un trabajo de observación que lo realizan desde adolescentes hasta abuelitas –pero con buena vista y memoria–, a las cuales se les paga una cierta cantidad de dinero y a veces con mercadería, resolviéndoles un problema de salud, pagándoles un funeral, etc., pero las bandas nunca abandonan a su gente que los mantiene informados de quién es quién en su sector, si entró un auto o una cara ajena a la población, entre otras funciones. Son verdaderas cámaras de vigilancia y muy eficientes, pues además escuchan y después hablan. Por lo tanto, todas estas variantes hay que conocerlas y estudiarlas, lo que no se logra de la noche a la mañana, pues lo más importante es “la historia” o interés que la fuente va a tener para ser creíble y normalmente a estos círculos se llega por contactos personales, “alguien que conoce a alguien le presenta a alguien”. Suena medio loco pero es así y sobre estos extraños códigos se establece la confianza para delinquir.
A lo anterior habría que agregar todo lo que teníamos que construir en materia de seguridad para “la nueva fuente” o inicio de la infiltración, para lo cual se estableció un complejo sistema de comunicaciones y señales visuales en lugares públicos destinadas a que supieran que se necesitaba hablar con el informante, ya que en esos tiempos a veces resultaba difícil justificar el uso de un celular.
Todo lo que tuviera la futura fuente debía ser creíble, demostrable, sólido; nada que desentonara con el paisaje natural y menos con sus ingresos personales o familiares.
Determinar la marcha blanca –que a veces resulta más larga de lo esperado–, medir y calcular los imponderables, resulta bastante complejo, ya que estos sectores sociales tienen una movilidad extraordinaria, vasos comunicantes que en los sectores medios y altos ya no existen, y también grados de promiscuidad alucinantes, complejos y peligrosos. Para graficarlos y a modo de ejemplo, podríamos decir que ‘la Jennifer’, que ayer era la conviviente del ‘Cara de corcho’ y hoy es la pareja del ‘Loro mudo’, ambos jefes de pandillas diferentes y con zonas o barrios distintos para delinquir, es portadora de mucha información de actividades delictuales realizadas o por realizar.
A diferencia de otras actividades de inteligencia más sofisticadas en sus procedimientos o gestión y en las cuales se necesita crear una “HF” (historia ficticia) para el personaje que actuará en terreno y que de una u otra manera puede ser escrutado por otro servicio de inteligencia opuesto –el cual está dispuesto a revisar todo, desde la partida de nacimiento para adelante, es decir, la vida entera de un individuo en la búsqueda de una contradicción o dato que no cuadre, para así poder llegar a descubrir a un agente infiltrado–, en el caso de la realidad operacional nuestra, lo más importante era lograr tener un vínculo humano, ojalá un pariente que respaldara la autenticidad de nuestro informante. En tal contexto, el haber coincidido en la cárcel, por ejemplo, era la mejor puerta de entrada al mundo delictual.
Uno de los proyectos que queríamos desarrollar era el de colocar a varios informantes nuestros en la cárcel junto con delincuentes con largas condenas y que, desde la prisión, dirigían a sus bandas delictuales, para que así, luego de algunos meses, se ganaran su confianza y los apadrinaran. Los traslados son frecuentes en Gendarmería, por lo tanto, no resultaba muy difícil realizarlo, pero en este caso íbamos a necesitar el apoyo de esta institución para que ingresara a nuestro informante como a todos los internos en Estadística, es decir, como a un preso más.
Todo esto se realiza con la mayor paciencia y medición de riesgos pues aquí no existe el “intentémoslo de nuevo”, simplemente se aborta la operación y nuestro personaje desaparece definitivamente. No obstante, a la luz de todo lo que ocurriría con nuestra red, por fortuna el proyecto no se inició.
En medio de todos estos planes y actividades, una noche mi señora me comenta que una antigua paciente suya tenía un problema y que quería conversar con alguna persona que tuviese contacto con el Ministerio del Interior. Le consulté cuál era el tema a conversar y ella me respondió que su paciente me lo explicaría personalmente. Mi señora vería a esta mujer al otro día y le quería llevar una respuesta. Le dije que pasado mañana la esperaría a las once de la mañana en La Escarcha, una cafetería que estaba ubicada en avenida Manuel Montt, entre Andrés Bello y Providencia.
Llegó el día de la cita y veo a las 11:00 horas entrar a mi señora acompañada por una joven, la cual caminaba detrás de ella. Mi señora me saluda y dirigiéndose a la mujer le dice que tome asiento, cosa que hace en el más absoluto silencio y con una tensión evidente. Mi señora seguía de pie al borde de la mesa y recuerdo muy bien que le dice: “Marcela, él es Lenin, hasta aquí llega mi función como terapeuta”. Se despide de nosotros y se retira del lugar.
No había mucha gente y estábamos sentados al fondo de la cafetería. Marcela me miraba y guardaba silencio. Ambos esperábamos que el mozo viniera a tomarnos el pedido y trajera lo solicitado.
Fueron minutos curiosos pues el silencio se mantenía intacto. Por fin apareció el mozo, nos sirvió dos cafés cortados y se retiró. Le ofrecí un cigarro a Marcela, el cual aceptó y yo prendí el mío. Le miré las manos y me fijé que prácticamente no tenía uñas. No había nadie sentado alrededor nuestro, lo cual aseguraba una conversación tranquila y normal. Fue ahí cuando di inicio a la conversación preguntándole en qué podía ayudarla y me contestó “yo soy hermana de Ricardo Palma”. Como puse cara de decirle “qué me quiere decir con eso”, “que no la entiendo ni que tampoco conozco a su hermano”, pensé en contestarle “y yo soy hermano de Alexis y Darío”, pero consideré que podía molestarse pues no conocía mi irreverente sentido del humor. Sin embargo, se adelanta y me dice sin ninguna anestesia, sin una miserable aspirina: “Mi hermano está cuidando, en estos momentos, a Cristián Edwards”.
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