Mientras acompañaba a un amigo en su mudanza, cambiando lámparas y desarmando cajas, me encontré con mi primera clase de yoga. Estábamos acomodando cosas y me dijo que se tenía que ir a una clase, pero que no quería dejarme a solas, quería que lo acompañara. La idea me parecía principalmente ridícula, no podía imaginarme ni quieto ni sentado durante noventa minutos. De todos modos, acepté, porque no quería quedarme solo, y a partir de allí encontré en el mat (1) todo lo que no había encontrado en ningún otro lugar.
Así, por cuidarme, por miedo a caer en una ansiedad paralizante, por miedo a no poder controlar mi mente o lo que sentía, entré en el camino del yoga y la meditación. Esos pensamientos intrusivos, que me tomaban por asalto en cualquier momento o circunstancia, o la sensación de peligro inminente como si mi vida estuviese en riesgo a cada instante, desaparecían a los pocos minutos de comenzar una clase de yoga o meditación.
Me hubiese encantado decir que fue porque lo amaba o porque siempre estuvo en mí, pero vamos a contar las cosas como fueron: lo que me llevó al yoga fue simplemente el miedo a quedarme a solas con mis pensamientos.
1. De esta forma se llama a la esterilla o alfombra, generalmente de goma o caucho, que se usa para practicar yoga y evitar que las manos o los pies se deslicen en el suelo al moverse.
INSATISFACCIÓN
OCTUBRE DE 2002
HACÍA POCO HABÍA EMPEZADO A LEER sobre budismo, después de haberme devorado el libro de Herman Hesse sobre la supuesta vida de Siddhartha Gautama.
Claro que los textos de filosofía y ética no son una novela, pero eso lo descubrí quemándome la cabeza para comprender algo que parecía muchas veces escrito para no ser comprendido.
Se dice que lo entendimos todo mal, que, en el pali, que es la lengua que el Buda histórico hablaba, dukkha significa insatisfacción y no sufrimiento. Para mí tenía mucho sentido, nada me venía realmente bien, nada me hacía sentir realmente contento, contenido. Sentía que siempre faltaba algo, que nunca llegaba, que siempre podría ser mejor de lo que era. Lo peor de todo, quizá, era la vergüenza que sentía de expresar esto mismo llevando una vida privilegiada. ¿Estaría haciendo algo mal?
Cuando el Buda hablaba de “cesar el sufrimiento” tenía mucha lógica para mí que se refiriese a esta sensación constante de no saber qué hacer, de querer más, de sentirse poco. Las veces que llevé a terapia mi trastorno obsesivo-compulsivo, Osvaldo, el psicoanalista que me atendía, me decía que controlar los procesos no me haría ni más feliz ni más seguro. Hablaba de neurosis, de la madre narcisista y del padre ausente, pero todo ese drama austríaco me parecía extraño y no terminaba de llegarme al corazón, donde parecían iniciarse y terminar todas las búsquedas.
Se me confundía la aceptación con la mediocridad, la imperfección con la posibilidad de amar quienes somos en cada momento. ¿No era acaso bueno querer superarse y ser mejor persona? El problema, claro, era que no podía amar por completo nada de lo que hacía, y mucho menos a mí mismo. Para mí el sufrimiento se remediaba pensando en hacer lo que podía con lo que tenía, amarme en ese proceso, y reconocerme insatisfecho… siempre queriendo más. Y no pude entender que no se trataba de eso hasta que no fui capaz de amarme.
YO NO VOY A ENFERMARME
NOVIEMBRE DE 2002
MI PADRE, que no solía compartir mucho de su vida privada con nosotros, siempre que no se tratara de un torneo de tenis de mesa ganado o de una victoria profesional con los sistemas de robótica que desarrollaba; una mañana me llamó para contarme que algunos análisis no le habían dado bien y que tenía que someterse a una biopsia.
Dos semanas más tarde, con los resultados en la mano, empezó a hacer chistes sobre la eficacia de la medicina: no se le ocurría otra forma de romper el silencio con respecto a su salud de hierro, y contarles a sus hijos que tenía cáncer.
Lo primero que se me cruzó preguntarle era cómo había permitido que algo así le pasara: lo operaron de cáncer de piel una cantidad innumerable de veces en la vida, hasta que dejamos de contarlas, pero ahora era cáncer de próstata, y a los cincuenta y cinco años. Suponía que a él la negación le resultaba aún más difícil que a nosotros. Siempre me pregunté cómo alguien que había jugado al tenis de mesa durante toda su vida, que había sido siempre un deportista al cual jamás había visto enfermo excepto, creo yo, una sola vez y de conjuntivitis…, alguien como él no podía enfermarse de cáncer, ¿no?
Por entonces yo trabajaba catorce horas por día, dormía cuatro o cinco horas por noche, tomaba litros y litros de café, y todo lo que comía era procesado. Nunca había hecho ejercicio físico, era malísimo con mi cuerpo, y todo me daba miedo. Si un roble como mi padre podía pudrirse por dentro, entonces yo estaba completamente condenado a la muerte pronta y segura.
Fue un llamado de alerta, y además me daba cuenta de que mis emociones estaban muy atadas a mi estilo de vida. Por suerte, el sistema corporativo acabó por echarme y terminé enfrentado a la posibilidad de cambiar la vida que había llevado hasta ese momento. ¿Por qué no intentar hacer las cosas un poco mejor conmigo? No fue un comienzo amoroso, fue estricto y de un día para el otro. Vacié alacenas, armé horarios, menús y actividades. Dejé de comer carne de todo tipo, apenas si consumía huevos, y transformé todo en sopas, guisos, ajustándome a una rigurosa comida ayurvédica. Uno de mis hermanos y yo nos hicimos vegetarianos desde ese diagnóstico, buscando garantía de una salud perfecta.
Pretendía asegurarme de que no iba a enfermar. Leí El estudio de China y me volví casi vegano, aunque nunca pude dejar del todo de comer huevos. Prediqué la alimentación consciente como si fuera un religioso misionero, yendo hasta a cumpleaños con un envase plástico con mi comida, con lo suficiente como para convidar a otros por supuesto. Nada de alcohol ni tabaco, y muy poco sol. Empecé a meditar todas las mañanas veinte minutos y volví a terapia. El yoga y la dieta sana serían la forma de evitar que una enfermedad tan cruel acortara mi vida.
Catorce años más tarde, tuve que enfrentarme con la realidad de que no hay recetas perfectas.
AHSRAM
17 DE NOVIEMBRE DE 2009
¿ALGUNA VEZ HABÍAS ESCUCHADO la palabra ahsram ? Creo que nunca había escuchado esa palabra antes. Así de ignorante era acerca de todo lo que tenía que ver con la vida espiritual. Vivía en Madrid y quería continuar los estudios que venía haciendo en psicoterapia. A pesar de haber terminado la carrera hacía poco, sentía una cercanía mayor con lo que advertía en la psicología del Yoga que con Freud y Lacan.
En una clase, tomando un aromático chai después de la práctica de yoga una profesora contó que iría a Londres un par de semanas para estudiar los fundamentos de la psicología del Yoga. Mientras la escuchaba, sentía las ganas de estar allí, alejado de todo por dos semanas, con algo para hacer todo el día… ¿a salvo de mi propia cabeza, quizá?
Читать дальше