—Vaya, directo al grano —respondí con seguridad.
Eso fue lo que le gustó a mi hermano de mí, la seguridad que siempre desprendía y que aprendí de mi abuelo. Cuando comencé, la empresa estaba casi en banca rota y la elevé como la espuma, llevándola a lo más alto en menos de un año. Siendo sincero, estaba ahí, por mi esfuerzo y trabajo, porque si fuese por mi hermano, no existiría Fisher Enterprise.
—Me gustan las cosas claras desde el principio, Sr. Fisher.
—Por favor, llámame Sergio.
—Bueno, pues entonces nos tutearemos —anunció. Yo asentí—. Quiero presentarte a mi hija Penélope, aunque creo que sabes quién es ¿cierto?
—Sí, la verdad es que una mujer tan bella no se olvida fácilmente. —Ella se ruborizó mostrándome una sonrisa.
Mi hermano pasó a un tercer plano en la conversación y no le importó, siempre era así. Él gestionaba mi vida y luego a la hora de trabajar, no se metía, dejaba que yo hiciera lo que mejor sabía hacer, negocios.
Las horas fueron pasando y la verdad era que el Sr. Meyer era bastante terco y testarudo, pero yo lo era aún más y tras cuatro horas de reunión, enseñándole nuestros balances durante todo el año, me dijo que lo iba a pensar. Al menos, no dijo que no. Comenzamos a cenar, porque había llegado la hora y ni siquiera nos habíamos dado cuenta, así que ya nos quedamos cenando, aunque sin hablar de negocios.
—Bueno, Sergio ¿y estás casado? —Preguntó Jackson sorprendiéndome.
La verdad es que no me esperaba esa pregunta. Miré a su hija, la que seguía sonrojada y que, suspiró cuando su padre me insistió en la pregunta. Mi hermano me dio un codazo y carraspeé para aclararme la garganta. Tomé un sorbo de mi copa de vino y miré de nuevo a Jackson.
—No, no estoy casado. —Sus ojos se abrieron a la vez que su ceja se elevaba—. Pero tampoco quiero compromiso de momento. Estoy muy bien solo, gracias.
—Bueno, pero llegará el momento en el que quieras formar una familia y…
—No, no llegará ese momento. Si me disculpan. —Me levanté y salí del restaurante.
Me cabreó la manera en la que me estaba intentando endosar a su hija, porque para eso me preguntó y no, no pensaba dejar que lo hiciera. Jamás me casaría con esa mujer, con ninguna mujer. Sabía que era una estupidez, que algún día debía olvidarla, pero no podía, no era tan fácil y no sabía si algún día lograría conseguirlo.
Subí a mi habitación y me senté en el balcón con una botella de ron en la mano. Sorbo a sorbo, fui vaciándola, quemando mi garganta cada vez que el líquido pasaba por ella. No me importó, no me dolió en los más mínimo, más me dolía recordarla e imaginarla en los brazos de ese hombre que seguramente en este momento la estaría amando como debería estar haciendo yo en su lugar. Deseché la idea en cuanto su cuerpo desnudo se cruzó en mi mente. Estampé la botella contra el suelo y me levanté enfurecido en busca de otra para volver a beber. Quería perder la conciencia, olvidarme de todo y dormir para siempre o al menos, hasta que mi mente hubiera olvidado todo.
Por la mañana, me desperté desorientado. Mi cabeza comenzó a latir fuertemente a la vez que escuchaba como alguien aporreaba la puerta. Estaba seguro de que era mi hermano. Caminé hasta ella y la abrí, dejándome ver a un Nick muy cabreado, aunque no me importara demasiado.
—Eres el tipo más estúpido que he visto en toda mi vida —dijo nada más cruzar la puerta.
—Buenos días a ti también, hermano —ironicé.
Nick alzó una ceja y bufó cabreado. No sabía exactamente qué era lo que había hecho ahora para que estuviera así y la verdad tampoco tenía intención de preguntarle, de todas maneras, me lo iba a decir igualmente. Caminé hasta la mesa donde me serví un vaso de agua y me senté en el sofá a escuchar lo que tenía que decirme. Siempre era igual. ¿Qué más daba ya?
—Anoche le hiciste el peor desplante que se le puede hacer a Jackson Meyer.
Seguí mirándole sin responder, me daba igual lo que tuviera que decirme y mucho menos lo que pensara, pues haría lo que me diese la gana.
—¿No piensas decir nada? Has dejado escapar a esa pedazo de hembra por gilipollas —escupió levantando las manos.
Al escuchar eso sí que me levanté y lo encaré, me puse ante él y lo empujé fuerte hasta pegarlo a la pared. Nick me miró desafiante, pero eso no hizo que parase y mucho menos que me quitaría el cabreo que con tan solo unas malditas palabras se habían instalado en mi cuerpo.
—No, la pedazo de hembra que he perdido se llama Lucía y fue por tu culpa. ¡Por tu maldita culpa! —Grité cogiéndole por el cuello de la camisa.
El haber escuchado eso, el darme cuenta de que realmente sí había perdido a alguien, a esa persona que sabía que no dejaría de amar fácilmente, hizo que un fuego interior subiera desde mis pies hasta llegar a mi cabeza, nublándome por completo, importándome una mierda que al que estuviese a punto de golpear llevase mi misma sangre. Nick se merecía todo esto, Nick merecía que le partiera la boca de una vez por todas.
—Vamos, pégame —me animó. Yo alcé una ceja mientras una sonrisa se dibujaba en mi rostro—. No tienes los suficientes cojones para hacerlo, así como no los has tenido para impedir esa boda, por qué no lo hiciste ¿eh? ¿Acaso tenías miedo de que te rechazara, de darte cuenta de que ya no te ama?
—Eres un imbécil —murmuré dándole la puta razón.
Fui un cobarde, uno que no luchó lo suficiente por ella y el único culpable de haberla perdido, había sido yo mismo, por no venir cuando tenía que hacerlo, por no llamarla y contarle todo, por dejarla de lado cuando ella me esperaba. Lucía había rehecho su vida porque yo la dejé y ahora no podía pedirle nada y muchos menos exigirle un perdón que no merecía. Solté a mi hermano y caminé hasta el mueble bar, donde, tras sacar una botella de ron, bebí a morro un buen trago, uno tan largo que me haría perder la conciencia en unos pocos minutos. Nick no me dijo nada, me miró de reojo y salió de mi habitación dejándome completamente solo y vacío, aunque así ya me encontraba antes de que viniera a tocarme los huevos.
Meses antes del enlace.
Hacía unos días que no veía a Pablo y la verdad estaba bastante preocupada, ni siquiera en la Universidad habíamos coincidido. La última noche que nos vimos, fue la primera que decidí entregarme a él, acostándome con él aun habiendo jurado hacía tiempo que ninguno que no fuera Sergio lo haría, pero esa noche no sabía qué me había pasado. No sabía si fue el alcohol o simplemente le necesitaba. El caso era, que llevábamos saliendo cinco meses, unos meses en los que se había convertido en alguien muy especial para mí, alguien que me entendía, que me escuchaba y, sobre todo, que quería a mi hijo por sobre todas las cosas. Y eso, para mí, era mucho más importante que todo lo demás.
El único problema de todo era que, al sentir sus labios en mi piel, fue como si en realidad fueran los de Sergio. Al sentir sus manos, acariciando con mimo cada curvatura de mi cuerpo, fue como la última noche que pasé con él. ¿Estaba loca por pensar en otro al acostarme con mi novio? ¿Era una locura que aún no lo hubiera dejado de amar aun teniendo a un hombre maravilloso conmigo? Era joven, demasiado, pero todo lo que había vivido a corto plazo, me hizo madurar de una manera muy brusca y, realmente, me gustaba.
Salí de mi habitación para buscar a mi madre, pues aún no me había llamado, teníamos que salir a hacer unas compras. Mi padre se había encargado de llevar a mi pequeño terremoto, que recién comenzaba a caminar, a la guardería. Me volvía loca y estando de exámenes, era mucho, pero, aun así, no cambiaría nada de mi vida en este momento.
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