El día del enlace.
Estaba demasiado nerviosa, solo habían pasado unos meses hasta este día en el que estaba a punto de darle el sí quiero a Pablo. La verdad era que después de mucho meditarlo, de mucho hablarlo, llegué a la conclusión de que sí, de que podría ser que un día llegase a sentir lo mismo que él sentía por mí. Y estos días atrás, me había dado cuenta de que la boda era algo que no me disgustaba, al contrario, me hacía feliz. Era feliz en este momento y mi familia lo era aún más.
—Hija, estás bellísima —dijo mi madre cuando me di la vuelta.
—No exageres, mamá.
—Siempre menospreciándote cariño. Eres una mujer hermosa y buena… además, tienes a tu lado a un hombre que vale millones —reconoció. Era cierto, lo de Pablo digo.
Asentí y tras darle un fuerte abrazo, salí al salón donde mi padre nos esperaba junto con mi hombrecito. Al verme, soltó una pequeña lágrima y lo abracé con fuerza.
—Estoy muy orgulloso de ti, hija —susurró en mi oído.
—Te quiero, papá —declaré.
Cuando terminamos de prodigarnos todo el amor que sentíamos, salimos del apartamento para ir a la iglesia. Bajamos y en la puerta del edificio nos esperaba una limusina, Pablo había pensado en todo, como aquella noche que me pidió matrimonio. Entramos y en cuanto se puso en marcha, me entró el pánico, provocando en mi interior un miedo enorme. ¿Y si me estaba equivocando? ¿Y si no era adecuado casarse con alguien sin amarle? ¿Y sí? ¿Y sí? Mierda, solo eran puras preguntas estúpidas que no me daban una respuesta coherente. Tenía que ser fuerte, ser la mujer que él necesitaba. Tenía que amar a Pablo de una vez.
Al llegar, las manos me sudaban y mi pecho se apretaba. Estaba muy nerviosa por el paso que iba a dar, pues después de esto, no había marcha atrás.
Mi padre me ayudó a salir y mi madre llevaba a mi pequeño de la mano, ya que caminaba algo mejor. Ellos fueron los primeros en entrar y avisar de mi llegada. No teníamos demasiados invitados, mi familia no era muy grande, solo tenía una tía por parte de madre y una prima a la que no veía desde los quince años. Y la familia de Pablo era más o menos igual, solo tenía a su madre, pues su padre murió cuando él tenía catorce años. A su madre la acompañaba, Elena, mi cuñada a la que conocí hacía apenas dos semanas, la verdad era que nos hicimos buenas amigas. Algún que otro familiar más y varios amigos de la universidad. Yo no era demasiado sociable y apenas tenía amigas, yo las llamaba compañeras nada más.
Comencé a caminar lento y la música nupcial sonaba despacio. Pablo se dio la vuelta para mirarme y me regaló la sonrisa más perfecta que tenía, aunque para mí siempre era la misma. Al llegar, mi padre me entregó a él y le dijo en el oído que como me hiciera daño le cortaría las pelotas, que menos mal que lo dijo bajito, si no, estaba segura de que nos echarían de la iglesia y no nos casarían.
La ceremonia fue preciosa y, aunque no fuese la novia más radiante del planeta, sabía que sería feliz con Pablo. Escuché la voz del cura preguntarle a mi futuro esposo si me aceptaba y él sin pensarlo dijo sí, un sí tan grande que me emocionó. Entonces, cuando me preguntó a mí, sentí una mirada sobre mi cuerpo, clavada en mi espalda. Me giré unos milímetros y lo vi, sus ojos me escrutaban, me decían mil cosas, me pedían que no lo hiciera y por un momento estuve tentada a hacerlo, pero solo por un momento, porque volví a mirar a Pablo.
—Sí, quiero… Claro que quiero.
No volví a mirar, pero sabía que mi respuesta había hecho que se marchara de la iglesia y lo agradecí. Pablo cogió mis mejillas y me besó con dulzura, un beso lleno de promesas, unas promesas que me llenaban en alma en este momento en el que no podía dejar de recordar su maldita mirada pidiéndome volver con él. Esa mirada suplicante que no podría olvidar fácilmente.
—Te quiero —dijo al separarnos.
—Yo te querré, Pablo. Lo prometo.
—Lo sé, preciosa.
Tras esas palabras, salimos de la iglesia para ir a la celebración que, como no, sería el en Hotel Tower. Sí, habíamos tirado la casa por la ventana, más bien, Pablo lo había hecho. Su familia si tenía dinero y, aunque en un principio me negué, ya que no me gustaba ser una mantenida, le dio igual e hizo oídos sordos.
El día se fue rápidamente y pasamos una velada perfecta unidos con nuestros más allegados. Cuando cayó la noche, Pablo me secuestró y me llevó hasta la habitación que esa noche ocuparíamos antes de irnos de luna de miel. No me hacía demasiada ilusión dejar a mi hijo con mis padres durante una semana, pero entre los tres me convencieron, así que Pablo y yo nos iríamos a la costa.
Al entrar en la habitación, me cogió en brazos y me llevó a la cama. Ambos reíamos por ello y él, tras dejar de hacerlo, me besó con delicadeza, intentando con sus labios, llegar a mi alma, esa alma que tan escondida tenía y que, por tonto que pareciera, él estaba a punto de sacar a la luz.
Me hizo el amor como si fuese nuestra primera vez. Me hizo disfrutar de él. Su corazón latía tan fuerte que a veces el mío hacía lo mismo. Pablo era delicado, puro sentimiento y cuando pensé que así sería toda la noche, se volvió loco, cogiéndome en brazos para pegarme a la pared y ahí, hacerme gemir como una loca… provocando que mi vientre se contrajera, mi sexo se apretara y un calambre recorriera toda mi espina dorsal, haciéndome explotar en miles de pedacitos, llegando al orgasmo a la vez. Estábamos sudados y agotados, debíamos descansar para que por la mañana no tuviéramos los ojos llenos de ojeras.
Nos acostamos y él cayó rendido, pero yo, yo no podía conciliar el sueño. Seguía manteniendo sexo con alguien al que aún no era capaz de amar y cuando lo disfrutaba, era porque su rostro se cambiaba por otro, sus manos eran otras y sus labios eran los de Sergio. ¿Me estaba volviendo loca? Lo odiaba con toda mi alma, odiaba tener que seguir recordándole y me odiaba a mí misma por no ser capaz de expulsarlo de una vez de mi vida o, más bien, de mi corazón. Tras muchas vueltas en la cama, me quedé dormida, aunque ya estaba amaneciendo cuando mis ojos comenzaron a cerrarse.
Dos años después
El sonido del móvil martilleó mi cabeza, tan fuerte como el dolor que tenía. Anoche me pasé de copas, demasiadas copas. Me levanté despacio, evitando marearme, pues aun el alcohol corría por mi organismo como si estuvieran en una carrera. Cogí el teléfono que estaba en el interior del bolsillo de mis pantalones y descolgué sin mirar.
—¿Quién? —Pregunté de mala manera.
— ¿No me digas que aún estabas durmiendo?
La voz pesada de mi hermano se clavó en mis oídos, poniéndome de mal humor al instante.
—¿Qué cojones quieres ahora Nick?
— No me jodas, Sergio. Tenemos una reunión importantísima con el Sr. Meyer y sigues vagueando. La empresa te necesita.
Otra vez la maldita frase de la empresa te necesita y yo necesitaba desaparecer. Dos deseos y solo uno se cumplía. Obviamente, desaparecer no era lo que sucedía. Bufé cabreado, cogiendo los pantalones despacio. Estaba seguro de que podría caerme en cualquier momento.
—Sergio ¿estás ahí? Tienes que venir ya.
—Que sí, joder. Que voy ya para allá.
Fue lo último que le dije y colgué, miré a mi alrededor sin saber muy bien dónde estaba. No era mi casa. Entonces miré a la cama y una pelirroja con labios carnosos y unas curvas de infarto, dormía plácidamente en la cama. No recordaba muy bien como había llegado hasta aquí, pero sí la noche de sexo que tuvimos. Sonreí de lado y tras vestirme, salí de allí sin dejar ni número de teléfono ni nada. ¿Para qué? Nunca repetía con las mismas mujeres, no quería tener nada serio con ninguna, así que no merecía la pena saber más nada que su nombre para que al follar, supiera con quién lo estaba haciendo.
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