Cuando llegué a su puerta, mis pies se anclaron al suelo sin dejarme avanzar, incluso creo que mis brazos hicieron lo mismo, pues no podía levantarlos para poder tocar el timbre.
—Vamos, Sergio. Tú puedes —me animé a mí mismo al tiempo en el que negaba y le echaba valor para tocar el dichoso timbre.
Lo hice, claro que lo hice. El padre de Lucía se puso frente a mí y cuando me vio, primeramente, me miró de arriba abajo. La última vez que me vio, era un chico de veinte años despreocupado que vestía con vaqueros rotos y camisas de cuadros y ahora, ahora era un joven adulto con traje y corbata, aunque llevase la camisa con los primeros botones abiertos y la corbata y chaqueta en mi brazo.
—Sergio —anunció sorprendido a la vez que sus ojos me asesinaban.
Lo que me temía. Entonces escuché su voz, escuché esa preciosa y perfecta voz de la chica que robó mi corazón hacía ya dos años. Sin que su padre le respondiera, ella vino hasta la puerta y cuando me vio sus ojos se llenaron de lágrimas, aunque no podía asegurar si eran de alegría al verme por fin o de dolor por presentarme después de todo este tiempo. Sí, todo era por verme, pero también por saber que, tras esta visita, las cosas iban a cambiar. Quise acercarme a ella para abrazarla y jurarle que todo iba a estar bien, pero no, no lo hice. En cambio, su padre intentó cerrarme la puerta en las narices, por supuesto no le dejé y puse un pie para que no lo consiguiera.
—Por favor, señor, déjeme hablar con ella —supliqué.
—No quiero que le hagas más daño, Sergio —expresó duramente.
Me lo tenía merecido y sabía que esto iba a pasar.
—Prometo…
—No, no prometas algo que no vas a cumplir. —Miró a su hija buscando aprobación y ella asintió—. Tienes cinco minutos —afirmó mirándome a mí de nuevo. Asentí.
Lucía salió al rellano y cerró la puerta para que su padre no escuchara lo que íbamos a hablar. Me moría por besarla y borrar cada ápice de tristeza en ella. Me dolía, me desgarraba que estuviera sufriendo tanto y que fuese por mi maldita culpa. Caminé hasta ella con la intención de abrazarla, pero se alejó.
—Cinco minutos —me recordó.
—Lo siento, lo siento. Sé que debí llamarte, que debí explicarte lo que estaba pasando, pero no he podido.
—Aja.
—Por favor, Lucía. Te estoy diciendo la verdad.
—No te creo —anunció—. Dos semanas dijiste ¿lo recuerdas? Ya hace bastante tiempo de eso y aún sigo esperando tu llegada. —Iba a responderle, pero no me dejó—. No quiero escuchar nada, no quiero saber el motivo que hizo que no recordaras una simple promesa. No creo más en tus palabras y puedes irte por dónde has venido y regresar a tu vida lejos de aquí.
Sus palabras traspasaron mi pecho, desgarrándome el alma por completo. No podía dejar que me echara de su lado así, debía conseguir que me escuchara al menos, que supiera todo lo que me había pasado, pero no, se negó y tras echarme una última mirada que terminó por destrozarme, entró en su casa pegando un fuerte portazo que retumbó en mis oídos.
La había perdido para siempre, la cagué y ahora todo estaba perdido. Sin saber que más hacer, me di la vuelta y volví al aeropuerto, donde mi avión, el maldito avión de la estúpida empresa de mi familia, esa estúpida empresa que ahora era mía, me llevaría de vuelta a una realidad aplastante y que tenía que aceptar de una vez por todas.
Meses después.
Los meses habían pasado demasiado lentos, tanto, que a veces no recordaba si era lunes o martes. No tenía cabeza para nada, solo pensaba y recordaba esa mirada rota, esa profunda mirada que me hacía sentir una mala persona, como si yo fuese la culpable de esta ruptura. Y ahora, después de tantos meses, me encontraba en el hospital a punto de dar a luz a su hijo, al fruto de nuestro amor. Sí, estaba embarazada de Sergio Fisher, el empresario más importante de Alemania. Me preguntarán por qué no le dije nada cuando lo vi, cuando según él, vino a buscarme. Y la verdad era que no lo sabía, podría habérselo dicho, pensé que nada cambiaría, que él igualmente se iría de nuevo y me olvidaría como creía que había hecho. Las revistas lo mostraban todo y cuando decía todo, me refería a que la última que vi, se le veía muy feliz de la mano de una modelo alemana preciosa. ¿Y dónde entraba yo? En ningún lado, mi bebé y yo, nunca seríamos parte de su vida.
De igual manera, solo lo hice por él, porque decirle que iba a ser padre le complicaría la vida, haría que todo por lo que su familia había luchado, generación tras generación, se fuera a la mierda por un escándalo como este. Ya leía los titulares de su propia revista; Sergio Fisher, el soltero más cotizado de Alemania, deja embarazada a una pobretona adolescente. Seguro que no es de él, que solo quiere endosarlo para que le pase una buena pensión y vivir del cuento . No, definitivamente, no quería eso para mi hijo. Y puede que sí, que solo era una adolescente, aunque acabase de cumplir los dieciocho, pero prefería ser lo que era, a ser alguien que no quería. Prefería vivir feliz criando a mi hijo cómo me enseñaron, con valores en la vida, sabiendo que había que luchar para llegar alto a tenerlo todo sin comerlo ni beberlo. No es que pensara eso de Sergio, yo le conocía, o bueno, lo conocía antes... Realmente ya no sabía quién era él, quien era ese hombre de mirada perturbada que solo salía en las portadas de revistas tonteando con una y con otra. Para ser sincera, cada vez que las veía, me destrozaba el alma y sabía que jamás iba a olvidarle, que siempre sería ese amor que me enseñó a amar, el que me enseñó todo lo bueno de estar enamorada, aunque también lo malo.
Mi madre siempre decía que Dios cerraba puertas, pero abría ventanas y cuando ese día le cerré la puerta en las narices, casi la abrí yo misma, pero para tirarme. Era tal el dolor que sentía que estaba rota por dentro. Menos mal que tenía a mis padres, ya que tras conocer que iban a ser abuelos, decidieron no separarse y seguir junto a mí, aunque no tuviesen esa relación de antes, aunque solo fuera para demostrarme que estaban conmigo y enseñarme que había que luchar por lo que uno quería en la vida, por lo que tenía y quería mantener y lo único en lo que pensé fue en mi hijo, en mi único y verdadero amor.
—Cuando cuente tres, empuja —me pidió la matrona.
Miré a mi madre asustada mientras apretaba su mano al escuchar ese maldito tres. Un grito desgarrador salió de mis labios al sentir como mi hijo intentaba salir por ese hueco tan pequeño. No podría estar al otro lado mirándolo, seguramente me haría replantearme el no tener más hijos, aunque ya lo tenía más que pensado.
—Venga Lucía que lo estás haciendo fenomenal, ya casi está fuera —anunció.
Mi frente sudaba, mi cuerpo se contraía y tras un último empujón, el llanto de mi hijo me hizo ver la realidad; soy madre, pensé... Había tenido un hijo joven, demasiado joven y sin padre. La verdad eso no me preocupaba, yo era capaz de sacar a mi príncipe adelante por mí misma. Además, contaba con la ayuda de mis padres que sabía que los tenía ahí.
—Es un niño precioso. —Se acercó a mí con el bebé entre sus brazos y lo colocó con sumo cuidado entre los míos.
Lo observé, miré cada facción rosada de su hermoso rostro y por un momento me di cuenta de que sería duro, que iba a ser demasiado duro para mí criarlo. Incluso había llegado a pensar en darlo en adopción, pero todas esas tonterías se borraron de mi mente en cuanto sus ojitos se abrieron y me miró. Yo sabía que no vislumbraba realmente bien, que más bien veía solo siluetas, pero apretó mi dedo con fuerza y tras darle un beso en la frente, sellé nuestro amor a primera vista, enseñándome y aclarándome todas mis dudas. Sí, me quedaría con él, cuidaría a mi hijo y lo haría inmensamente feliz.
Читать дальше