Alberto S. Santos - La profecía de Estambul

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¿Conoces la profecía de la Lanza del Destino?
El Mediterráneo del siglo XVI era un universo multicultural de musulmanes, judíos y cristianos. A menudo enfrentados en cruentas batallas, vivían en una época en que una decisión podía significar el ascenso social o el fuego de la Inquisición.
Jaime Pantoja, llevado por su espíritu aventurero, conoce las glorias y las atrocidades de ese mundo. En los peores momentos, solo lo sostienen su amor por Rosa y la amistad a toda prueba de Fernando y Simão. Rodeado de corsarios, cautivos y renegados, va descubriendo un misterio inquietante. El Bien y el Mal se enfrentan por una reliquia poderosísima, origen de una profecía milenaria, que pone a prueba los valores más profundos del ser humano.
Una novela histórica atrapante, que transporta a los lectores a un mundo de colores y sabores exóticos, de grandes pasiones, honor y amistad.

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—¡No lo puedo creer! ¡Pobre Melchor…!

—¡Algo grave debe de haber sucedido! Él sabía que andaban con los ojos puestos en él, pero tenía sus subterfugios para defenderse.

Los dos amigos se apretaron las manos, en señal de secreta solidaridad hacia el anciano y simpático ermitaño.

—Jaime, algo me dice que debemos cuidarnos… Visitamos la guarida del lobo, deberemos estar más atentos para que no nos tomen por lobos a nosotros también.

—Bueno, Fernando, ¡éramos adolescentes y ya pasaron tantos años!

Mientras tanto, el deán había regresado a su lugar. El festín popular continuaba, animado por el fuego atizado por el viento para deleite del populacho y de los grandes señores de la Iglesia y del reino que, cómodamente sentados, asistían al espectáculo. Jaime y Fernando rezaban, en silenciosa complicidad, por el alma del sabio que un día había unido sus vidas.

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España, o mejor, toda la península ibérica, vivía tiempos de especial fervor religioso que encontraba en la Santa Inquisición con el brazo perfecto para alcanzar los objetivos de control de los individuos y sus conciencias. El Trono y el Altar se unían en una sagrada alianza y llevaba a los pueblos ibéricos a una ardorosa religiosidad, vehiculizada a través de exuberantes manifestaciones públicas, como procesiones, ceremonias, peregrinaciones y, desde luego, los autos de fe. Jaime, de espíritu elevado, había abrevado en el cáliz de la sabiduría de su tío la lección de que siempre debía desconfiar de los nobles motivos de aquellos que invocaban el nombre de Dios y de Jesucristo de forma indiscriminada o selectiva en contra de sus semejantes.

—Como ves, el Santo Oficio está siempre atento, incluso más allá de los mares, para mantener la pureza de la verdadera religión —dijo el deán mientras comía un trozo de chorizo que había cortado con la minuciosidad de los conocedores.

—Veo que sí, tío… ¿Y cómo es que condenan a una persona que no está aquí para defenderse? —contestó el joven Del Pozo.

El viejo deán se atragantó con la pregunta, lo que le transformó la cara en un huerto de pimientos. Los dos jóvenes le golpearon la espalda.

—¡Bueno, ya basta! ¡Gracias, muchachos! ¡Maldito chorizo!

Todos se volvieron a sentar, los dos amigos con una sonrisa, a sabiendas de que no había sido la carne ahumada la causa del incidente.

—En cuanto a lo que preguntaron, ¡es fácil! Se escucharon testimonios presenciales que dan fe de que este hombre renegó, voluntariamente, de la recta fe y que ahora continúa su vida del lado de los turcos, haciendo, incluso, la guerra contra quienes lo bautizaron.

—¿Y esos desgraciados quiénes son?

—Su familia… ¡Desdichada la familia que tenga entre los suyos a un renegado! Sus hijos no se librarán de la vergüenza, ni de las consecuencias de esa infamia. Nuestro pueblo ha sido destinado, por Dios, a una misión sagrada: ¡defender y difundir la fe, queridos jóvenes! Quien no siga los preceptos del designio divino sabe lo que le espera. Así, es fácil para cada uno de los bautizados saber qué hacer para evitar caer en el tribunal de la Inquisición….

—Así es, don Martín —interrumpió Jaime—, pero la verdad es que continúan llegando noticias de cristianos que reniegan, de a centenas, de a miles, que se pasan a la secta de los infieles, y no abundan por estos lares moros o turcos que voluntariamente se hayan convertido a nuestra fe…

El tío de Fernando se dio vuelta hacia el joven Pantoja, sorprendido.

—Es verdad lo que dices. Esos perros infieles saben cómo obligar a los cristianos a renegar, prometiéndoles el paraíso en la tierra y muchas vírgenes en el cielo, más allá de someterlos a pesados trabajos mientras no lo hacen…

—Por eso hay quienes dicen que la vida entre ellos es más apetecible que la nuestra. Y que los cristianos, sobre todo la pobre gentuza, se dejan seducir fácilmente por los encantos del oro, la opulencia y el poder. ¿Tal vez sus argumentos sean mucho más seductores que los nuestros y, para algunos, tenga sentido renegar, en vez de llevar una vida de opresión y sin ilusiones?

—¡Santo Cristo! ¡Hijo mío, no digas eso que me atraganto otra vez! ¡¿Qué rayos de ideas se te ocurren?! Acuérdate de la verdadera fe y de Cristo clavado en la Cruz, y de lo bien que hace la Santa Inquisición en limpiar esas tontas fantasías que acabas de enunciar, así como las herejías de esa gente en el norte de Europa, con Lutero y Calvino. Dios me perdone por haber pronunciado sus heréticos nombres.

Don Martín miró alrededor, receloso de que alguien pudiera escuchar tan peligrosa conversación. Pero no lo hizo a tiempo de percibir que, allí cerca, un par de ojos, escondidos tras una barba mal cortada, contemplaba con los oídos bien aguzados aquel diálogo. No obstante, cuando percibió que la mirada atenta de don Martín escudriñaba alrededor, salió discretamente y, por eso, ya no escuchó la última parte de la conversación de aquel trío.

—¡Les contaré un secreto! ¡Vamos, acérquense!

El deán puso tono de circunstancia mientras colocaba sus brazos sobre los hombros de cada uno de los jóvenes.

—Escuché una conversación secreta en la que se decía que la Inquisición está buscando una cosa que la convertirá en la dueña del mundo… De ser así, ¡nadie más osará sacar los pies del plato! Bueno, pero no se lo digan a nadie. Parece que ese viejo que ardió antes de la efigie llegó a la hoguera por algo relacionado con eso. Ahora, chitón —concluyó colocando el índice en la piel colorada y esponjosa de la nariz.

картинка 20

Adelante, la multitud aullaba y se llenaba de júbilo mientras abucheaba al muñeco de paja del renegado que, a aquella hora, en algún sitio de Argel, no se imaginaba ardiendo en una pira de fuego voraz para deleite de tantos cordobeses.

—¡Imagínanos en su lugar! ¿Qué haríamos si estuviesen a punto de quemar nuestra efigie por cuestiones religiosas, Jaime?

Pantoja le respondió con la improbabilidad de la escena imaginaria que su amigo había creado.

Mientras el Santo Oficio se encargaba con todo celo y diligencia de mantener la ortodoxia de la religión y salvaguardar los dogmas que mantenían la magnificencia espiritual de la Iglesia, Jaime descubrió la silueta de una joven que le era familiar. Perturbadoramente familiar. El corazón casi se le detuvo para luego acelerarse como un volcán en erupción.

—¡Mira quién está en aquel balcón! —le susurró a su amigo, empujándolo hacia él con fuerza y señalando hacia la derecha.

—Rosa…, es ella… ¡Tan elegante! —respondió Fernando en el mismo tono—. Es extraordinariamente bella, esa muchacha…

—Bueno…

—¡Escuchen esto! ¡¿Celos?! —bromeó Del Pozo—. ¡Ve a hablar con ella! ¡Yo no quiero saber de mujeres tan pronto! Y ese gesto de tonto no engaña a nadie, eh, eh.

—Cállate, habla más bajo —le pidió su amigo, estirándole el brazo mientras fruncía las cejas y husmeaba alrededor, con recelo de que alguien los pudiera oír.

—Está bien… —respondió ya en un murmullo—. Ahora, ¡ve a hablar con ella! ¡Es una orden!

Fernando solicitó autorización a su tío para retirarse de la escena aún humeante, ante un Pantoja mudo y dubitativo respecto de qué hacer.

—¡Ve, hijo mío! Espero que todavía estés a tiempo de reconsiderar tu decisión. Mira que irte cerca de los infieles puede conducirte a muchos trabajos… ¡y hasta a las garras de los dominicos! —insinuaba don Martín, tratando por todos los medios de disuadir a su sobrino—. Ya ves que ellos son eficientes en su Santo Oficio y no me gustaría recibir noticias de algo que avergüence a nuestra familia.

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