Alberto S. Santos - La profecía de Estambul

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¿Conoces la profecía de la Lanza del Destino?
El Mediterráneo del siglo XVI era un universo multicultural de musulmanes, judíos y cristianos. A menudo enfrentados en cruentas batallas, vivían en una época en que una decisión podía significar el ascenso social o el fuego de la Inquisición.
Jaime Pantoja, llevado por su espíritu aventurero, conoce las glorias y las atrocidades de ese mundo. En los peores momentos, solo lo sostienen su amor por Rosa y la amistad a toda prueba de Fernando y Simão. Rodeado de corsarios, cautivos y renegados, va descubriendo un misterio inquietante. El Bien y el Mal se enfrentan por una reliquia poderosísima, origen de una profecía milenaria, que pone a prueba los valores más profundos del ser humano.
Una novela histórica atrapante, que transporta a los lectores a un mundo de colores y sabores exóticos, de grandes pasiones, honor y amistad.

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Jaime entrevió en los ojos del tío de Fernando un extraño brillo, como si le estuviera echando una maldición a su sobrino por la decisión que había tomado. Se inclinaron haciendo una amplia reverencia y se dirigieron al exterior.

картинка 21

No bien salieron del edificio, Fernando trató de abrirse paso hacia el lugar donde estaba Rosa. Pero había un alboroto en las inmediaciones. Por alguna razón, dos grupos de jóvenes se enfrentaban a empujones, puñetazos y gritos. Tomados de sorpresa en el torbellino, los dos amigos no pudieron evitar quedar en medio de la violenta contienda, cuyos motivos desconocían. De repente, Fernando cayó en el suelo de piedra y fue pisoteado por la horda. Mientras se ahogaba, dos gigantes agarraron a Jaime impidiéndole ayudar a su amigo y un tercero le propinó en la cara varios golpes con el puño.

De entre la multitud apareció un musculoso joven barbudo que agarró a Fernando del Pozo y logró sacarlo del medio del bullicio, mientras Jaime, tambaleante, conseguía desembarazarse de los que lo sujetaban, ya conscientes de que aquel no era su blanco. Se llevó la mano a la boca, donde sentía un dolor intenso y un líquido le empapaba los labios, y se dio cuenta de que estaba muy lastimado.

Ya al borde de la calle y lejos del peligro, Del Pozo le agradeció a su providencial protector:

—Gracias… No sé lo que sucedió, pero nunca me sentí tan nervioso. No sé cómo agradecerte…

—Por lo que capté, eran dos grupos rivales de los alrededores que se enfrentaron por la disputa de lugares para ver la quema del renegado. Y se veía que no estaban en sus cabales; habían bebido, ¡con toda seguridad!

Entonces, Jaime se dio cuenta de que aquel joven alto y fuerte era el mismo al que había abordado al llegar a la plaza y que le había explicado, con aparente tristeza, lo que estaba por suceder.

—Tienes varias heridas… Mejor que las cures antes de que empeoren.

—¡Hijos de perra…! ¡Sabré como tratarlas! ¿Cómo te llamas y de dónde eres?

—Simão, Simão Gonçalves —respondió con una sonrisa escondida bajo la barba.

—¡Simão! —gritaron los dos al mismo tiempo.

—¡Ya me parecía que había algo familiar en ti! —añadió Jaime con una sonrisa roja de sangre.

Se abrazaron efusivamente, viendo que los tristes acontecimientos habían dado lugar a una imprevista alegría.

—En este estado no puedes ir a encontrarte con Rosa. ¡No estás en condiciones!: sangrando, arañado y todo hinchado. Mejor que primero nos curemos las heridas —sugirió Fernando, en un tono que no admitía discrepancias.

Jaime no disimuló su desaliento mientras su disgusto alumbraba la vereda irregular. Pero sabía que su amigo tenía razón. Se apresuraron entonces a ir a la casa de Del Pozo, que quedaba en las inmediaciones.

—¡¿Viniste acá y no nos avisaste?!

—No sabía cómo contactarlos. Acabo de llegar de Sevilla… Vine de inmediato cuando supe del auto de fe de Melchor.

—Pobre… Me acuerdo, como si fuera hoy de nuestra visita a su cabaña. Incluso hace poco recordábamos ese momento….

—Se cumplió una de sus profecías: quienes le encomendaron la traducción del libro lo mandaron a quemar cuando se dieron cuenta de que había terminado el trabajo. Y miren, para ello lo acusaron de haber copiado libros heréticos y prohibidos.

—¡¿Y no se defendió?! Podía alegar que lo hacía por encargo de ellos.

—Solo le sirvió para atizar todavía más las culpas. Es obvio que lo llamaron embustero peligroso y rápidamente lo entregaron al brazo secular para que lo quemaran.

—¡¿Y cómo sabes todo eso?!

—Lo visité hace poco para obtener algunas informaciones que, para mí, eran importantes. Deben comprender que no puedo decirles de qué se trata, pues estoy bajo juramento.

—¿Y por qué no nos visitaste en ese momento, Simão? ¿No te acuerdas del pacto de sangre que tenemos?

—Lo recuerdo. Lo recuerdo muy bien… y fue para preservarlo que no los busqué. Melchor me avisó que los de la Inquisición estaban vigilándolo, igual que a todos aquellos que lo visitaban. Tuve que salir de aquel yermo de noche, en una densa oscuridad.

—¿Y piensas que te vieron?

—No sé. Por precaución me voy a cortar la barba, para que no me asocien a él. Tengan cuidado de que no descubran que tuvimos contacto con él… si no, tendremos problemas.

La conversación derivó en otros temas más banales de la vida de cada uno. Jaime y Fernando le contaron que se embarcarían hacia Orán. Simão, que había dejado en el aire el peso del misterio que envolvía su vida, les informó que trabajaba en el negocio de su padre y para alguien importante de la corte portuguesa y que, muy pronto, también debería viajar por el Mediterráneo.

Todos renovaron los votos de amistad y prometieron volver a verse cuando terminara la campaña en el norte de África, sonriendo ante lo improbable de las palabras con las que se despidió Simão:

—¡Así que, si necesitan ayuda, andaré por esos lados!

Rosa La Berbería es una tierra de constante calor No te olvides de la ropa - фото 22

Rosa

—¡La Berbería es una tierra de constante calor! No te olvides de la ropa liviana y fresca.

Las palabras entonadas por la joven morena en medio del salón del palacio cordobés hicieron que Jaime regresara a su nueva realidad. El mundo se había organizado tan a su favor que, finalmente, lo había ubicado junto a Rosa. Eran las últimas semanas que pasaba en su Córdoba natal. En la ciudad de los encantos y los desencantos, en la tierra que le aseguraba la nobleza, pero que, en los últimos tiempos, le oprimía el corazón. El lugar adonde un día deseaba volver coronado de éxito, de gloria, reconocido por la sociedad y por el propio rey de España.

—¿Y cómo es esa tierra adonde me llevan, encantadora doncella? —preguntó con la seducción disimulada en las palabras.

Jaime era un hombre de voz masculina, aunque dulce y tierna, como la de los hidalgos educados con esmero en el reino de Carlos V. Aunque habituada a una actitud discreta y elegante, la joven sintió que se ruborizaba ante el imprevisto galanteo.

—Ahhh… Pantoja… como dije, es una tierra calurosa y árida… Incomparable con las ciudades españolas, llenas de color, de ritmo, de vida…

Una niebla cubrió el rostro de la mujer, que tenía la misma edad que Jaime. Los labios carnosos le moldeaban la boca y cubrían una hilera de dientes blancos desplegados en una sonrisa encantadora, bien dibujada. El joven hidalgo rodeó su silueta con la mirada, que se posó sobre la piel brillante y sedosa. Apreció el colorido del vestido, al mejor estilo andaluz, y se sumergió en esos ojos verdes, bellos como el liquen, aparentemente equivocados debajo del largo cabello azabache y ondulado, como pintados en la piel morena.

—Parecen dos aceitunas iluminadas por la luna…

—¡¿Pantoja?!

—Disculpa, Rosa. Hablaba de tus ojos. ¿Cómo te nacieron de ese color?

Rosa, que estaba de espaldas buscando un abanico, se dio vuelta de repente hacia el joven hidalgo, que se echó para atrás cual un pavo con sus largos cabellos rubios, y trató de encontrar la respuesta adecuada.

—Jaime, ya te conté esa historia hace cuatro años… También olvidaste de ese detalle. —Lo miró, con una media sonrisa—. Mis ojos son del color de los tuyos porque mi padre me engendró con una mujer de origen oriental. No conocí a mi madre, murió en el momento de mi nacimiento.

Jaime Pantoja bajó la cabeza en señal de respeto por la desdicha de la madre de la muchacha, adoptada por don Martín de Córdoba y Velasco, el poderoso conde de Alcaudete.

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