Rosa abandonó el salón donde conversaban su padre y el joven hidalgo con el corazón latiéndole a un ritmo desigual y acelerado, angustiada por lo que acababa de vivir. Subió al primer piso con presura, atravesó la sala de reunión familiar y entró en su habitación. Se arrodilló en el reclinatorio de madera ante su Virgen del Carmen esculpida en marfil blanco. Después de un silencioso recorrido por los últimos acontecimientos, resopló y no logró evitar que los ojos le salaran las mejillas.
No sabía con certeza el motivo de su tristeza. Se había quedado tan desconsolada ante la súbita aparición de don Martín, precisamente cuando hacía aquella pregunta que tanto había ensombrecido sus días, así como por la forma severa y abrupta con que el conde la había alejado del salón.
Pero, peor que todo aquello, la noticia del regreso de Joaquín, al contrario de lo que se podría esperar, no la había puesto feliz. La que se inclinaba a los pies de la Virgen era una mujer angustiada e insegura.
A la Señora que la protegía le pidió calma, paz y discernimiento para tomar las mejores decisiones. Quizá fuera solo un devaneo, un estado del alma, quizás el calor que se hacía sentir ese día en Córdoba. Había oído hablar de los supuestos actos heroicos al servicio del ejército de Su Majestad, sabía de los suspiros que Joaquín provocaba en muchos de los jóvenes corazones de la ciudad, doncellas sedientas de hidalgos virtuosos. Pero estaba también ese otro lado secreto, el que la había llevado al noviazgo, e incluso la intuición femenina que la hacía resguardarse del contacto físico.
Por otro lado, la súbita aparición de Jaime había reavivado la llama que ardía en un rincón de su corazón, a veces con fuego vivo, otras entibiándole discretamente el alma, pero sin haberse extinguido jamás. En los últimos tiempos, los encuentros casuales, su presencia en aquella casa y, ahora, el encuentro a solas la habían transformado en un ser devastado por el tormento de la duda… o de la certeza. De una certeza que jamás la había abandonado.
Como un volcán sin extinguir, se levantó del reclinatorio, acarició la imagen de la Virgen y se dirigió al balcón para respirar el aire cálido del día, pero que inhalaba triste y denso.
En la calle, la gente seria y silenciosa iba en ambos sentidos. Parecían la sombra de los pensamientos de Rosa, sonámbulos y conducidos por fuerzas interiores, sin idea cierta de hacia dónde se dirigían; hombres y mujeres tristes, cargando el peso de sus grises existencias.
Embriagada ante aquel cuadro, Rosa posó absorta su mirada en el horizonte. Pero ni los rayos de sol que acariciaban las inmensas terrazas cubiertas de arbustos y flores, los balcones orlados de granadillas y jazmines con grandes corolas de oro le alegraron el corazón.
De repente, escuchó voces conocidas abajo. En un instante, sus ojos adquirieron un renovado brillo. Jaime Pantoja salía por la puerta principal, con el conde de Alcaudete detrás, que le hablaba de manera animada y estentórea mientras tomaba del brazo al joven.
Sintió que el aire, antes pesado y gris, se convertía en un bálsamo colorido, como el que sentía cuando paseaba por las márgenes del antiguo Betis. En su interior le agradeció a la Virgen que le hubiese concedido la gracia de la alegría, que parecía regresar mientras acompañaba con la vista la silueta del elegante joven que le había animado el día, mientras esta se diluía entre la masa humana que orlaba la calle.
Ahora sabía que la razón del torbellino que le arrastraba el alma era Jaime Pantoja. Nunca había olvidado los recuerdos que guardaba de él. Y en su cabeza siempre había quedado pendiente saber por qué no había aparecido para despedirse y hacer el pacto que le había prometido el día en que subió a la sierra con sus amigos.
Más serena, volvió a entrar en sus aposentos y se dejó caer en la cama, protegida por un mosquitero de batista. Novia, por motivos que solo ella y su verdadero hermano, prisionero de los turcos, conocían, pero subyugada por aquel que en ese momento se mezclaba con el paisaje urbano. Ahora, los dos hombres la acompañarían en su viaje a Orán. Una súbita sonrisa, originada en sus pensamientos, le surgió en el rostro mientras abrazaba con su verde mirada la imagen sagrada.
Al dejar la calle del palacio del conde de Alcaudete, Jaime miró por encima de sus hombros buscando esos ojos del color del campo en primavera que, en aquella visita, le habían parecido los de una diosa. Pero no los vislumbró, ya escondidos en la penumbra de la habitación.
Después de despedirse del conde cerca de la catedral, se dirigió, triste y meditabundo, a la casa de alguien especial para él: el licenciado Rodrigo de Cervantes. El septuagenario hombre vacilaba ya sobre el bastón que lo ayudaba a mantenerse de pie, aunque continuaba firme en su oficio. Acababa de regresar de Cabra, en el feudo del duque de Sessa, de un viaje a casa de un hermano.
—Espero que te sean útiles los conocimientos que adquiriste en Salamanca y en mi casa. Tuve mucho gusto de tenerte conmigo todos esos años como un verdadero y dedicado asistente —expresó a través de gestos que Jaime decodificaba.
Se fundieron en un apretado y emocionado abrazo. Dada la edad del maestro y amigo, Pantoja sabía que lo más probable era que no volviese a verlo con vida. Por eso, no tendría otra oportunidad de demostrarle toda la gratitud y el afecto que le guardaba por sus enseñanzas, que tanto lo habían ayudado en sus estudios salmantinos.
Conmovido, se fue despidiendo de Córdoba mientras deambulaba de aquí para allá por diversas zonas de la ciudad. En la plaza del Potro, cerca de San Nicolás, recordó las veces que a escondidas había ido allí con sus jóvenes amigos para conocer a toda suerte de pícaros y granujas, el universo marginal que florecía en las ciudades españolas y que tantos debates suscitaba ya en el reino, igual que rememoró el momento en que se encontró con Fernando y Simão para ir a visitar a Melchor, el ermitaño. En el barrio de Castellanos pasó frente a la Academia de Alonso de Vieras, donde había aprendido las primeras letras y, después, por la puerta del colegio, bajo cuya férula había aprendido gramática, retórica, había traducido a los autores latinos y había comenzado a descubrir el gusto por las cosas de la medicina.
Perdido en sus pensamientos mientras pasaba frente a un convento del que brotaban los susurros de las vísperas que se escapaban de los claustros, casi lo atropelló una carroza, a pesar del ruido provocado por el chirrido de las maderas y los hierros gastados y mal engrasados, y el chasquido de las ruedas contra el empedrado.
Aquel sería el último día completo que pasaría en su ciudad natal y algo en el corazón le decía que sería la última vez que disfrutaría de los aromas, los colores, la gente, los recuerdos de un niño y de un joven, curioso y fascinado por el mundo nuevo que palpitaba en cada rincón de España. Sin poder desprenderse de la melancolía que lo había acompañado durante el día, cuando tocó al portón de su residencia por última vez, lo acarició dibujando la señal de la cruz.
Pero en ese preciso momento se vio invadido por un extraño sentimiento que lo hizo estremecer y le erizó todo el vello rubio de su cuerpo. En aquella señal de la cruz presintió el símbolo iniciático del renacimiento a una nueva vida, el cierre de un ciclo y el comienzo de otro, la transformación de joven en hombre con una misión en la vida. Un pequeño eslabón destinado a asegurar el equilibrio cósmico. No sabía qué, ni dónde, ni cómo, ni cuándo, pero eso no era lo más importante. Tal vez un Jasón en busca de un Vellocino de Oro, en tierras orientales.
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