Alberto S. Santos - La profecía de Estambul

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¿Conoces la profecía de la Lanza del Destino?
El Mediterráneo del siglo XVI era un universo multicultural de musulmanes, judíos y cristianos. A menudo enfrentados en cruentas batallas, vivían en una época en que una decisión podía significar el ascenso social o el fuego de la Inquisición.
Jaime Pantoja, llevado por su espíritu aventurero, conoce las glorias y las atrocidades de ese mundo. En los peores momentos, solo lo sostienen su amor por Rosa y la amistad a toda prueba de Fernando y Simão. Rodeado de corsarios, cautivos y renegados, va descubriendo un misterio inquietante. El Bien y el Mal se enfrentan por una reliquia poderosísima, origen de una profecía milenaria, que pone a prueba los valores más profundos del ser humano.
Una novela histórica atrapante, que transporta a los lectores a un mundo de colores y sabores exóticos, de grandes pasiones, honor y amistad.

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—¡Bueno! ¡No disimulas la nostalgia ni el malestar!… ¡No puedes continuar así, Jaime! ¡Tienes que levantar el ánimo!

En ese momento estaban llegando a la otra margen, en dirección al Castillo de San Jorge, donde se ubicaban los goznes y ganchos que amarraban el puente, un robusto edificio construido por los árabes, que ahora funcionaba como tribunal de la Inquisición.

—Sí, fue para eso que vinimos aquí, ¿no? Ahora, deja de molestarme y vamos a divertirnos un poco.

—¡Vamos, amigo! Solo quiero que sepas que te estimo mucho y por eso me preocupo por ti —insistió Fernando, concluyendo el diálogo.

Jaime trataba de animarse cuando se detuvieron en la plaza del Altozano para reagruparse y orientarse. Decidieron continuar, ya en animada charla, las siluetas dibujadas a lo lejos por tenues luces que salían de los edificios que bordeaban la calle de Betis. Era una calle de tierra, llena de baches, sinuosa y maloliente. A medida que se aproximaban a la zona donde disminuía la iluminación, iba aumentando el barullo del griterío de las tabernas y las casas de juego.

Vislumbraron el contorno de la iglesia de Santa Ana con su bóveda de ladrillo. Entonces, entraron en una oscura taberna, mezcla de sacristía y ratonera, pero enseguida retrocedieron ante el olor empalagoso de los prostíbulos. A continuación, hallaron un animado bodegón que les pareció más decente.

—Bueno, ¡por fin una taberna andaluza como debe ser! —comentó Fernando, animado.

No bien pusieron un pie adentro, se impregnaron con el olor de las frituras y la manzanilla. Era un salón largo y de paredes bajas y oscurecidas por el humo. Alrededor de extensas mesas, negras y grasientas, pero a las que el continuo deslizar de brazos y codos les confería el aspecto de un lustroso barniz, estaban sentados soldados del conde de Alcaudete, gitanos, gentuza de la ciudad y de los barrios más pobres, condenados a galera, marineros e incluso algunas rameras que rápidamente olfateaban el olor de la paga de la tropa.

Jaime y sus compañeros colgaron los sombreros de los garranchos de hierro de múltiples puntas clavados a los barrotes del techo, donde, entre otros birretes y capotes de la clientela, había colgadas patas de jamón, tocino ahumado y diversas carnes. Se dirigieron a una de las mesas del fondo, el único sitio donde todavía quedaba algún espacio libre.

Al lado, un grupo de marineros españoles ahogaba, en interminables copas de vino, la pena de tener que compartir las riquezas de la ruta de las Indias con genoveses, flamencos y alemanes, algo que el rey había autorizado para que no fueran corriendo a sus respectivos reinos a contar los secretos de la navegación.

No tardó mucho en acercarse una joven morena, de ojos almendrados, largos cabellos negros serpenteantes, que le llegaban hasta la cintura en dos trenzas no muy ceñidas. Sobre la nuca, y sostenido con un alfiler, le ondulaba un ancho lazo de cinta rojiza, cuyas faces brillaban con múltiples efectos formados por las luces del humeante aceite que ardía, tristemente, en las lámparas.

—¿Qué toman los señores? —les preguntó con la desenvoltura de quien está habituada a lidiar con toda clase de gente y no tiene mucho tiempo que perder.

—¿Qué se puede tomar en un sitio como este, señorita? —se atajó Jaime.

Después de que la moza, acostumbrada a defenderse de las lujuriosas miradas de todo tipo de clientela, recitó la letanía de platos y bebidas, le pidieron manzanilla y pajarete. La solícita muchacha recobró el aliento y se apresuró a llevarles el pedido a la mesa, precedido por cuatro chiquitas, los vasos cuadrados, largos y angostos, típicos de aquellas tierras.

Mientras uno de los comensales disponía bebidas para todos, cruzaron el umbral de la taberna tres hombres, uno de ellos un fraile dominico, como se adivinaba por su vestimenta. Mientras el grupo atravesaba el corredor formado por las mesas y se sentaba a la mesa ubicada inmediatamente detrás de la de Jaime y su grupo de amigos, las voces bajaron el tono, aunque luego retornaron a su sonido habitual.

La joven que servía las mesas reapareció, bamboleando su falda escarlata, y se dirigió al grupo que acababa de entrar, aunque con modales muy distintos de aquellos con los que había tratado a Jaime y a sus compañeros, una mezcla de reverencia y temor. Sabía lo que les gustaba a los nuevos comensales: jamón de Aracena acompañado por pan de Alcalá de Guadaíra, berenjenas con queso y vino de Jerez, que servía en generosas dosis.

El sacerdote y los dos hombres hablaban en un tono no muy alto, pero Jaime, impulsado por la curiosidad que aquel extraño grupo le había suscitado, concentró sus oídos en él. La conversación versaba sobre los acontecimientos políticos, en particular sobre el acto de transferencia de poderes del catolicísimo emperador Carlos V a favor de su hijo Felipe II, solemnemente reconocido como nuevo soberano en Valladolid, el 28 de marzo del año de gracia de 1556.

—Pobre don Carlos… ¡Tan ferviente de Dios y vive sus días tan triste y abatido por la enfermedad!

—¡Es verdad! Ha elegido despojarse de todas sus dignidades, incluido el título de emperador, la más alta jerarquía del mundo, para vivir sus últimos días en el monasterio de Yuste.

De hecho, abatido por la enfermedad que lo afligía —una dolorosa gota—, por la depresión y muchas amarguras de vida, el emperador había iniciado el proceso de entrega de todas sus dignidades con un solo objetivo: terminar sus días en el solitario y casi desconocido monasterio, perteneciente a los monjes jerónimos de Yuste, en Extremadura. El año anterior ya le había otorgado a Felipe el título de gran maestre de la Orden del Toisón de Oro y había renunciado, en una ceremonia celebrada con gran pompa en el Gran Palacio de Bruselas, al ducado de Borgoña y al título de soberano de los Países Bajos. En el corriente año había legado a su hijo, en un primer momento, los reinos de Castilla, León, Navarra, Granada, las Indias y los maestrazgos de Calatrava, Alcántara y Santiago. En un segundo momento, los reinos de Aragón, Valencia, Cerdeña y Mallorca, con el condado de Barcelona y, finalmente, Sicilia. El reino de Nápoles ya le había sido transmitido con el matrimonio con María Tudor. En este tema, el enfermo soberano se arrepentía solo de dos cosas: no haber logrado entregar el título de emperador a su hijo, que por varias circunstancias debería cederle a su hermano Fernando, y no haber dejado una península unida, con la integración de la corona portuguesa.

Mientras escuchaba la conversación, Jaime reflexionaba sobre los hechos, concluyendo en cómo los misterios de la vida se mostraban insensibles a las categorías humanas. El hombre más poderoso del mundo vencido y humillado por la enfermedad que lo postraba y abatía, al punto de desprenderse de todos sus poderes y dignidades y esconderse en las dependencias de un oscuro monasterio, de cuya existencia el joven cordobés apenas tenía un leve conocimiento.

—¡Tenemos que encontrar la forma de cruzarnos con él durante su viaje al monasterio de Yuste! —decía el fraile con determinación.

Durante la charla del dominico, las deliberaciones de Jaime lo llevaron, incluso, a recordar los mentideros sobre la intemperancia de sus apetitos carnales. Los rumores decían que don Carlos nunca despachaba a una mujer sin haber gozado de ella por lo menos tres veces. Con esta imagen en la mente, Jaime esbozó una ancha sonrisa, con la que se dio vuelta hacia el dominico en el preciso momento en el que este les decía a sus comensales, animados por los tragos de vino que le fermentaban el espíritu:

—Si no lo logramos, jamás sabremos si son verdaderos los rumores de que lleva consigo lo que buscamos, y que todavía no le transmitió a nadie aquello que cualquier hombre soñaría tener, que cualquier rey mataría por poseer, pero que ha de ser nuestra… ¡la poderosa Lanza del Destino!

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