—¡Arrodíllense, señores! —ordenó, con las mejillas casi pegadas al rostro de Jaime, otro malvado garduño que vestía un jubón negro, aunque con las mangas y el cuello abiertos y un puñal en los calzones.
No les quedó otra alternativa que cumplir la orden sin protestar, uno a la vez y en silencio. La luz de las antorchas de resina iluminaba la boca de aquel garduño que exhibía una sonrisa sarcástica, aunque patética, porque le faltaban los cuatro incisivos centrales, dos de cada lado de la dentadura. El aliento a ajo podrido que salía de aquella cavidad bucal le provocó náuseas y rechazo a Jaime Pantoja, que dio vuelta la cara con ganas de vomitar.
A la par de tanto boato, Sevilla era un escenario excelente para toda clase de camaleones humanos, gente ambigua que vivía del aire y del viento, cuyo oficio consistía en mantener la paciencia, hasta que la fortuna llamara a su puerta. Aunque fuese para algo tan simple como clavar un hierro en carne tierna.
Por entre las telas que le cubrían la cabeza, el maestre les lanzó una mirada mortífera a los prisioneros. A continuación, se levantó despacio del asiento, secundado por los dos personajes que lo ladeaban. Y con una postura erecta y solemne se hizo la devota señal de la cruz. Luego balbuceó una extravagante oración invocando a Dios y a Nuestra Señora, levantando las manos en dirección a una tosca imagen de madera de la Virgen, seguido por todos los presentes, con excepción de los prisioneros y de uno de los encapuchados que se encontraba junto al maestre. La sombría pompa les inspiró aún más temor a los cuatro soldados a las órdenes del conde de Alcaudete.
—Los diez guapos colóquense detrás de estos señores —ordenó el maestre señalando un lugar a la retaguardia de los presos.
Los hermanos de aquella cofradía de malhechores se dividían en varios grados jerárquicos. Se iniciaban como chivatos —aprendices o novicios—; luego se convertían en postulantes, o compañeros, hasta alcanzar el grado superior de guapos, o valientes, estadio con el cual podrían ser consignados a los asesinatos indicados por la hermandad, a cambio de un buen dinero. Jaime sabía eso, pues la Garduña, aunque con menos fervor que en Sevilla, también actuaba en el submundo de Córdoba.
El corazón se le congeló en la templada noche andaluza. Estaba angustiado ante la incomprensible situación que se le presentaba, peor que cualquier pesadilla que lo pudiera atormentar a esa hora en la cama de su caserna. Si el objetivo de la captura hubiera sido asaltarlos, ya lo habrían hecho, y los habrían liberado de inmediato en algún lugar solitario y oscuro, para que a su suerte encontraran el camino de regreso, ¡pero no! Se había montado todo un escenario lleno de rituales, con gente vestida de oscuro, cuyos rostros incluso descubiertos eran indescifrables a causa de la penumbra, y tres hombres encapuchados, uno de ellos ¡el temible maestre de la Garduña!
—Paquita, mi dulce serena, trae agua para estos valientes y nobles señores, pues, con toda certeza, deben estar con la garganta seca, y necesitan tenerla bien aclarada para hablar, con mucho ánimo.
Las serenas eran mujeres jóvenes, habitualmente bailarinas y proxenetas que sabían todos los chismes o que fomentaban los rumores más convincentes, y que también eran reclutadas por la Garduña para seducir, con sus coqueteos, a jueces, procuradores y escribanos, de quienes muchas veces dependía la vida de los cofrades.
Los cautivos no se atrevieron a negarse y tomaron el agua que les servía la serena, que los miraba con imperturbable indiferencia.
—¡Muy bien! Como vieron, sus señorías, han sido muy bien recibidos por la Cofradía de la Garduña. Presumo que no tienen, hasta el momento, ningún motivo de queja. Ninguno de nuestros hermanos osó tocarles ni siquiera un pelo… ¡Ay, Virgen Santísima, si lo hicieran…! ¡Las órdenes del maestre son para cumplir! —El encapuchado hablaba pausado, pero con vigor, acentuando cada sílaba de las palabras que profería y mostrando de forma hábil y cínicamente dócil cómo llevaba a cabo sus propósitos.
Por fuera, parecía un hombre amable y suave, pero su interior estaba repleto de monstruos listos para mostrar las garras y los dientes feroces.
—Sus señorías visitaron una famosa taberna de Triana. En un momento dado, escucharon una conversación en la mesa de al lado, entre un fraile y otros dos hombres, mas que no les concernía… Y más: demostraron que conocían el tema que allí se trataba. ¡¿Quiénes son ustedes y qué tienen que decir sobre esta cuestión?!
Los prisioneros comprendieron entonces el motivo de aquella situación y se sintieron algo más aliviados. Jaime tomó la palabra y explicó que todo no pasaba de ser un equívoco, que sus amigos no se habían dado cuenta de conversación alguna y que él se había sorprendido ante la mención de un nombre que le pareció misterioso: la Lanza del Destino. Como ese nombre le era desconocido, de manera automática e irreflexiva, mientras sonreía por otros motivos ligados a la intemperancia real, no pudo evitar darse vuelta y ver quién había proferido tan enigmáticas palabras, para tratar de comprender su significado. Sus amigos se apresuraron a corroborar la explicación de Pantoja.
El maestre se dio vuelta hacia uno de los encapuchados, el que no había acompañado la plegaria a la Virgen y que se encontraba un paso a sus espaldas y mantuvo con él secretas confidencias durante un momento prolongado. El tercero alternaba la mirada entre los dos que conversaban y los cuatro prisioneros, en especial a Jaime Pantoja, que solo lograba ver en él unos ojos penetrantes pero encolerizados como los de Hera. Cuando concluyeron, el encapuchado que había mantenido la conversación con el maestre avanzó hacia los prisioneros y se detuvo a un paso de Jaime Pantoja.
—Señor Jaime Pantoja, mi dedo meñique me dice que no están diciendo la verdad. Y es bueno que toda la verdad salga a la luz… si no… si no las afirmaciones heréticas de apoyo al doctor Constantino7 y a la causa luterana que hicieron en aquella taberna llegarán a conocimiento de la Santa Inquisición. ¡Y saben lo que les espera a continuación!
—Pero… pero nadie hizo ninguna afirmación de apoyo a la causa de Lutero y de los herejes, ni ninguno pronunció el nombre del doctor Constantino… Nuestra conversación solo se refirió a las hazañas militares que nos aguardan —contestó Jaime, desesperado ante tan vil mentira.
Los amigos se apresuraron a confirmar las palabras de Pantoja.
—No fue eso lo que dijeron los ilustres señores que ustedes, descaradamente, escucharon… Y ellos son soldados de Cristo, cuya palabra el Santo Oficio oirá dándoles todo el crédito —continuó en el mismo tono metálico.
Jaime comprendió que lo estaban amenazando con los horrores de los calabozos y tal vez con la pira de la Inquisición. Se comentaba que el Santo Oficio era uno de los mejores clientes de la Cofradía de la Garduña, que la usaba como instrumento de terror, en especial para “obscurecer”, o sea, eliminar, discretamente, a quien se mostrara indeseable para sus propósitos.
Perdido en esos obsesivos pensamientos, Jaime casi se murió de espanto: desde atrás de él, uno de los guapos pasó con una antorcha en dirección al maestre dejando ver los ojos negros, intensos, que, unas horas antes, se habían fijado en los suyos, cuando, sonriendo de sus pensamientos, había dado vuelta la cabeza después de oír que alguien hablaba de la Lanza del Destino. Eran los ojos de uno de los hombres que se ubicaban atrás del maestre. Automáticamente, dirigió la mirada a la mano izquierda del encapuchado y vio su dedo meñique doblado. Ya no tenía dudas: ¡era el fraile dominico que estaba sentado detrás de él y que, luego de aquel incidente, se había ido de la taberna!
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