Alberto S. Santos - La profecía de Estambul

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¿Conoces la profecía de la Lanza del Destino?
El Mediterráneo del siglo XVI era un universo multicultural de musulmanes, judíos y cristianos. A menudo enfrentados en cruentas batallas, vivían en una época en que una decisión podía significar el ascenso social o el fuego de la Inquisición.
Jaime Pantoja, llevado por su espíritu aventurero, conoce las glorias y las atrocidades de ese mundo. En los peores momentos, solo lo sostienen su amor por Rosa y la amistad a toda prueba de Fernando y Simão. Rodeado de corsarios, cautivos y renegados, va descubriendo un misterio inquietante. El Bien y el Mal se enfrentan por una reliquia poderosísima, origen de una profecía milenaria, que pone a prueba los valores más profundos del ser humano.
Una novela histórica atrapante, que transporta a los lectores a un mundo de colores y sabores exóticos, de grandes pasiones, honor y amistad.

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El día en que se embarcaron en el puerto de Sevilla, donde el Guadalquivir parecía un bosque de mástiles, se reunió mucha gente en las orillas para acompañar la partida de la flota.

Primero, las tropas asistieron a una misa en uno de los monasterios de Triana, donde se bendijeron las banderas y los estandartes del tercio. Prosiguió una procesión marcial, encabezada por religiosos con velas encendidas, al ritmo de flautas y gaitas de foles. Los arcabuceros Jaime y Fernando marchaban detrás de los soldados, que iban acompañados por lebreles y otros perros feroces. Cada vez que golpeaban el suelo con los pies, las costras de las heridas de los cuatro que se habían aventurado en la noche de Triana les indicaban que aún no estaban curadas. Parecía que un ejército de agujas se les clavaba en la espalda. Pero, aun así, su gallardía se sobreponía al dolor. Apenas los rostros contraídos delataban lo que se escondía debajo de los uniformes.

El cortejo continuaba al ritmo de los hacheros, los portaestandartes, los escuderos, y terminaba con las mulas, los cirujanos y trabajadores varios. Cada uno a su turno fueron subiendo en las galeras que los llevarían al primer destino: Orán. Fernando viajaría en una nave diferente de la de Jaime, a quien le tocó la galera capitana, donde iba el conde de Alcaudete.

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El sol resplandecía en la soberbia Torre del Oro, que marcaba el comienzo de la zona portuaria, construida en 1221 bajo las órdenes de Abú l-Ulá, el último gobernador almohade, con el objetivo de cerrar el paso hacia el Arenal, uniéndola a la Torre de la Plata a través de una muralla. Ya en el puesto de mando de la Santa Lucía , Jaime acompañaba las maniobras, de pie, junto a don Martín. Ambos observaban la algazara que siempre se producía cuando una flota se ponía en movimiento.

En cubierta, el cómitre8 del navío daba instrucciones a la chusma encadenada, cinco esclavos moros o turcos en cada banco, que se inclinaban sobre los cabos de los remos tratando de ubicar la embarcación en su lugar en la fila de navíos. Jaime posó la vista sobre la muchedumbre ubicada a lo largo de las márgenes del Guadalquivir. Hombres, mujeres, ancianos, niños, mendigos, clérigos, nobles, contrabandistas, estafadores, calafateadores, barqueros, todo tipo de gente había ido a despedirse, a desear buena suerte o a distraerse un poco, rompiendo la banal y ociosa monotonía cotidiana de su vida.

De pronto, el estómago le dio un vuelco. Un hombre alto, de hombros anchos, mentón erguido, con una vistosa tonsura bordeada de cabello gris, un escapulario blanco prendido al cuello y la capa negra de los dominicos sobresalía y hasta parecía querer alardear su presencia en medio de la multitud. Aunque la distancia le impedía vislumbrar el color de los ojos, no tuvo ninguna duda de quién se trataba ni de que aquella mirada arrojaba fulminantes rayos negros en su dirección.

Por sobre los chirridos de las cuerdas y el maderamen, de los tambores que marcaban el ritmo de las decenas de remos que se hundían rítmicamente en el agua, del tintineo de los grilletes y del estallido de los látigos, el joven caballero alzó la voz para dirigirse al conde.

—¡¿Quién es el fraile que está junto a aquella palmera?!

—Es el secretario de Fernando de Valdés, el inquisidor general —dijo el conde—. ¿Lo conoces? No te recomendaría su amistad, a no ser que mi buen amigo precisara de mucha agua bendita para escapar de las garras de la Santa Inquisición. Mucho menos te aconsejaría su enemistad. Dicen que aquel sobre quien recae su rencor tiene un pase asegurado por las posadas de la Inquisición, de donde solo saldrá para ir a la hoguera, al cementerio o a la ruina absoluta.

Por un instante, Jaime sintió que le faltaba el aire y el estómago se le estrujaba. No era un hombre cobarde ni flojo, pero con la gente de aquella cofradía no había valiente ni rico que pudiera salvarse una vez caído en sus garras. Y ahora sabía muy bien de qué se trataba aquello.

—Tengo idea de haberlo visto, en algún sitio, por ahí… —respondió titubeante, recordando las mentiras de las que aquel dominico los había acusado días antes—. Ahora, hay una pregunta que tengo atravesada en la garganta y que no tuve oportunidad de hacerle…

—Querido Pantoja, estoy a tus órdenes, si puedo responder la duda que te consume.

—¿Cómo supo su señoría que estábamos justamente en ese lugar prisioneros de la sociedad de la Garduña?

—Ah… Un hombre vino a contármelo. Dijo que estaba con ustedes en la taberna. Al principio, dudé, pero como demoraban en llegar, tuve que ponerme en marcha.

—¿Y cómo era el hombre, don Martín?

—De verdad, no lo sé con certeza… Yo no lo vi; solo habló con el centinela de servicio. Según él, no se demoró mucho, estaba agitado, nervioso y trataba de esconderse en la penumbra de la noche. Al parecer, tenía acento extranjero. Fue la única señal distintiva de la que tuve noticias.

Jaime Pantoja se sumergió en sus pensamientos mientras la flota descendía por el Guadalquivir, de forma lenta y organizada, hasta llegar al inmenso Atlántico. Era su primera vez en alta mar y, por eso, las incipientes náuseas no le impidieron vibrar con las nuevas sensaciones que le inundaban el alma.

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En determinado momento del viaje, le pareció ver a Rosa asomada a la puerta de los aposentos en la zona del castillo de la galera capitana. Seguía cavilando sobre si había embarcado o no, pero no se había atrevido a preguntarle al conde. Cada vez que recordaba que estaba de novia con un desconocido se entristecía, aunque sin admitir que se tratara de celos. Por eso evitaba pensar en la hija adoptiva de don Martín. Pero cuando la recordaba, o le parecía verla, como en ese caso, de inmediato su corazón lo traicionaba. Su espíritu se agitaba en su interior como un caballo salvaje. Ya había estado preguntando sobre el tal Joaquín que había llegado de los Países Bajos para continuar con ellos hacia Orán, pero nadie le había dicho quién era. “Aún no se incorporó”, era la respuesta que le daban siempre en voz baja.

Así, la ligera náusea inicial provocada por los primeros balanceos del barco en las templadas aguas de Guadalquivir empeoraba, ahora, ya en pleno Atlántico, ante la fugaz visión de Rosa, con las amargas elucubraciones que le siguieron y la inquietud interior que le producía la importancia de los días que vivía.

Trató de animarse y llenarse de orgullo, diciéndose que había recorrido, hasta el estuario del antiguo Betis, el mismo trayecto que muchos descubridores y conquistadores del Nuevo Mundo habían hecho algunas décadas antes. Pensó en Colón y Pizarro, en Cortés y Vespucio, y se sintió unido a su espíritu conquistador, a la fuerza castellana que llevaba la civilización a los bárbaros, que daba una buena utilidad a sus vastísimas riquezas, que les llevaba la verdadera religión. Y que también aumentaba los dominios de la fe católica y ayudaba a la salvación de las almas.

Pero si había un pensamiento que no lo abandonaba era el recuerdo de sus últimos días en Sevilla. Hacía un permanente esfuerzo interior para superar tanto las heridas como las nubes negras que se le aparecían cada vez que le venían a la mente esas elucubraciones, pero no lograba evitar las noches mal dormidas. Aun cuando no se había atrevido a salir otra vez del campamento militar. Amén de que ningún soldado pudiese permanecer en el exterior después de la caída del sol, como había ordenado “el Viejo”.

Jaime no dejaba de pensar en la Inquisición, en el papel del Santo Oficio en la sociedad española. En Córdoba había asistido con desagrado al auto de fe de un presunto renegado, carbonizado a través de su efigie y de ese modo enviado a las llamaradas del infierno por toda la eternidad, después de la quema de Melchor, el simpático ermitaño de la montaña, de quien guardaba tan buenos recuerdos. Ahora, el encuentro en persona, cara a cara, con la Inquisición, con sus métodos, con sus amenazas… Se le encogía el corazón ante la imagen de lo que le podría suceder.

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