—¡Todos a popa!
La voz del capitán del barco resonó a lo largo de la embarcación. Se temía que el espolón se clavara en el agua con alguna de las olas cada vez más impetuosas que se habían formado de pronto. Afligida, Rosa tomó las manos de Jaime, como buscando protección ante las fuerzas de la naturaleza y rezó con fervor.
El mar se agitaba de tal modo como si los diablos que habitan el centro del mundo se hubieran irritado tanto que las aguas de la superficie recopilaban su mal humor. En el cielo, las cosas no se mostraban alentadoras: las nubes grises ya corrían, desorientadas, en busca de sosiego. Además, el viento que retumbaba, al tragar los vómitos de agua, y los relámpagos, que, dominados por las lanzas ardientes de Zeus, herían el firmamento, no facilitaban el camino de los navegantes. El cosmos derramaba gruesas y pesadas lágrimas sobre la flotilla. Las plegarias de Rosa y de muchos otros parecían no surtir ningún efecto visible. El tormento de lluvia se descargaba sobre las embarcaciones, mientras hordas de frío viento las fustigaban por detrás. El timonel de la Santa Lucía se trababa en lucha feroz contra aquellas olas poseídas por el demonio, tratando de mantener el espolón erguido en dirección al Levante.
Los rayos y truenos eclosionaban en una danza agitada, mientras la atmósfera se humedecía y se ennegrecía, como si hubiera recibido instrucciones divinas para castigar a los pobres mortales. El cómitre alardeaba, por todos lados, dando órdenes, o al menos tratando de hacerse oír sobre el silbido del viento. En el fondo de la nave, encadenada entre sí, la chusma, con el torso desnudo, golpeaba los remos con la fuerza que aún le quedaba en aquella feroz lucha contra el océano. La energía suplementaria se la daban los látigos, que los azotaban para que no detuvieran el trabajo forzado y llevaran el barco hacia donde lo guiaba el sudoroso timonel de más experiencia.
—¡Vamos, presionen a esos hijos de puta, antes de que encontremos la muerte aquí! ¡¿Alguien querrá morir con los pulmones llenos de agua salada?! —Las Furias cabalgaban en el rostro desencajado del cómitre, que les gritaba a los hombres encargados, a fuerza de latigazos, de alentar a los esclavos remeros para que continuaran en su tarea extenuante.
Jaime miró a esos pobres de Alá, y dejó escapar una breve e irónica sonrisa al comprender que su salvación estaba en manos de los infieles que remaban allí contra su voluntad después de haber sido capturados en alguna refriega marítima.
Se arriaron las velas, para que el mástil y las antenas no se partieran, pero el barco no dejaba de cabecear; de pronto se hundía como si fuese engullido por las olas y luego resurgía triunfante en cada acometida.
Jaime y Rosa buscaron cobijo en una pequeña dependencia de la embarcación destinada al almacenamiento debajo de las escaleras que daban acceso al castillo de popa. No bien se sentaron uno al lado del otro sobre un manojo de redes viejas junto a un obenque, el barco se encabritó sobre una ola aún más temeraria que lo inundó con un lastre de sal y espuma que no invadió aquella bodega solo porque Jaime cerró la puerta a tiempo y tapó las rendijas con algunos trapos.
Temblando de angustia, Rosa se aferró a su amigo tratando de encontrar en él el abrigo de un puerto de aguas calmas que serenara tanta angustia.
—¡Dios nos salve de este infierno, Jaime! Nunca vi un mar tan indómito como este… ¡Ay, qué miedo!
—Calma, yo tampoco… Es… ¡es la primera vez que me aventuro en el mar! —respondió el joven, también atemorizado ante semejante tormenta.
Con cada acometida en aquellos valles de agua salada, la temblorosa Rosa más se aferraba a Jaime, hasta que reclinó su cabeza y su rostro sobre el de él. Este, al contacto de aquella piel ruborizada que le acariciaba la cara, con una mezcla de peligro y sensualidad, no pudo evitar una imprevista e inoportuna hinchazón en la entrepierna al mismo tiempo que, en medio del pánico de los acontecimientos, veía que el pecho se le henchía de orgullo por tener a aquella hermosa, dócil y desprotegida mujer entre sus brazos. Admiró su abundante cabellera
negra, la apretó contra sí y, en un impulso, le besó la mejilla. Ella se movió, acurrucándose aún más y dejó atónito a Jaime con la pregunta que le saltó de los labios:
—¿Por qué decidiste venir a estas tierras y correr tantos peligros cuando, por lo que sé, podías disponer de una buena vida por tus privilegios de sangre y los estudios que hiciste en Salamanca?
El mar ya se recuperaba de su angustia. Jaime sonrió ante la calma y la pregunta de Rosa. Le acarició el brazo por sobre el húmedo corset de terciopelo negro, le acomodó el tocado sobre la cabeza y la besó en la otra mejilla, sin hallar resistencia alguna.
—¡No encontré mejor forma de poder abrazarte y besarte que esperar una tempestad en alta mar, en un viaje a Orán contigo!
Rosa sonrió, se apretó todavía más al joven Pantoja, hasta que estalló en un torrente de lágrimas.
—¡Rosa!
—No digas nada, por favor… —dijo, embargada por la emoción.
Se abrazaron con fuerza. Un haz de emociones unía a aquellos dos seres sentados en la bodega de la nave. Rosa rompió el silencio:
—Todavía no me respondiste la pregunta que te hice en Córdoba, en mi casa.
—¿Qué pregunta, Rosa?
—¿Por qué no volviste para hablar conmigo después de irte con tus amigos a Sierra Morena, como me prometiste?
—Ah…
Jaime estaba a punto de responder, pero, súbitamente, se oyó un estrepitoso ruido en la parte exterior. Los jóvenes se separaron mientras la puerta se abría y eran abrasados por unos ojos negros y un rostro de bigote espeso y retorcido, y barba, que pertenecían a quien había roto el encanto del momento.
—¡Rosa, te buscamos por todo el barco! ¡¿Qué haces aquí, con este hombre?! —Las palabras transmitían ira más que alivio—. Ya te imaginábamos perdida en el mar… ¡Vamos!
—¡Tranquilízate, Joaquín! Don Jaime Pantoja me protegió de la tormenta. Fue un auténtico caballero.
Enjugándose las lágrimas, Rosa salió, despacio, de los improvisados aposentos. En el último momento, mientras arrojaba una quejumbrosa mirada a su protector, colocó el índice en arco sobre su nariz. Jaime estalló por dentro: ¡era el código secreto que ambos utilizaban en la adolescencia para darse un beso a escondidas de quien estuviera cerca! Rosa no había olvidado aquel íntimo secreto que solo les pertenecía a ellos dos. Al mismo tiempo que recibía aquella señal de afecto, el joven descubrió por fin quién era Joaquín y la furia mortal que chispeaba en los ojos de ese hombre alto, delgado, moreno y con un bigote en cornucopia, cuyos largos cabellos oscuros no disimulaban del todo que le faltaba la oreja izquierda.
El viaje continuó hasta que llegó una noche cubierta por una bóveda estrellada. Navegaban amparados por el conocimiento del experimentado piloto que, en caso de duda, consultaba la estrella que le señalaba el Norte o abría una u otra vez el escandalar,9 donde una débil luminosidad alumbraba la aguja de marear.
Durante el resto del viaje, que después del temporal en el estrecho se mantuvo sereno y sin ninguna baja en la flota, Jaime apenas vio a Rosa a la distancia, siempre, como era debido, escoltada por Joaquín, el novio, que, incluso así, no consiguió impedir que los cruces de miradas, logrados con la debida discreción y en los momentos de menor riesgo, valieran más que muchas palabras. A pesar de todo, lo que Joaquín ya no podía evitar era la más clara de las evidencias: ¡el desasosiego se había instalado en aquellos dos jóvenes corazones!
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