Alberto S. Santos - La profecía de Estambul

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¿Conoces la profecía de la Lanza del Destino?
El Mediterráneo del siglo XVI era un universo multicultural de musulmanes, judíos y cristianos. A menudo enfrentados en cruentas batallas, vivían en una época en que una decisión podía significar el ascenso social o el fuego de la Inquisición.
Jaime Pantoja, llevado por su espíritu aventurero, conoce las glorias y las atrocidades de ese mundo. En los peores momentos, solo lo sostienen su amor por Rosa y la amistad a toda prueba de Fernando y Simão. Rodeado de corsarios, cautivos y renegados, va descubriendo un misterio inquietante. El Bien y el Mal se enfrentan por una reliquia poderosísima, origen de una profecía milenaria, que pone a prueba los valores más profundos del ser humano.
Una novela histórica atrapante, que transporta a los lectores a un mundo de colores y sabores exóticos, de grandes pasiones, honor y amistad.

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—Pues, como sea, ten cuidado y no te acerques a Rosa… ¡Es mejor así!

—En Córdoba, en los últimos tiempos, hacías todo para acercarme a ella y ahora…

—¡Ahora es diferente! ¡No imaginaba que estuviese de novia con ese Joaquín! ¡No te confundas!

—Fernando, mi buen amigo, a ti no te puedo negar que hace mucho que Rosa me estremece el alma y me hace soñar. Ahora que volví a estar cerca de ella y que la conozco mejor… —Pantoja respiró hondo e hizo un breve silencio—. ¡No es solo su belleza física! Es un perfume inexistente para los demás mortales, que solo yo percibo y me da una profunda paz; es el halo de una diosa de la mitología romana. ¿Te acuerdas de la Afrodita que vimos, a escondidas, en los libros de mi tío?

—Sí me acuerdo, eh, eh… aquella mujer desnuda, de pechos inflamados, emergiendo del mar, nos entusiasmó mucho… Enrojecimos hasta la orejas cuando tu tío nos atrapó, con los ojos desorbitados, prendados de aquella suerte de sirena y nos quedamos con el cuerpo lleno de comezón. Hermosos tiempos…

—¡Así la sentí en este viaje, Fernando! La diosa naciendo de la espuma del mar, en medio de la tempestad, y yo protegiéndola de todos los peligros, rodeándola con un cinturón mágico hecho del oro más fino, entrelazado con delicadas filigranas y cubriéndola con las más bellas y preciosas joyas del mundo…

—¡Santísima Virgen del Mar, estás enamorado, Jaime, o andas muy cerca! ¡Tomaré algunas precauciones! Un soldado no puede ir a la guerra enamorado y, encima, con el objeto de su amor rondándolo. —El rostro de Fernando era la imagen viva de la preocupación—. ¡Hoy a la noche iremos al lupanar de la ciudad! Has de ver con tus propios ojos que todas las mujeres tienen sus encantos y que puedes hallarlos cuando quieras. ¡Si viniste al norte de África no fue para andar en amores, sino para luchar y defender las banderas del rey y de Cristo!

Regresaron a la ciudad por el mismo camino y se dirigieron a la puerta de Tremecén, la única, además de aquella que los había recibido el día anterior. Mientras subían y llegaban a nuevos bancales, llenos de exuberantes hortalizas y de árboles frutales, iban descubriendo las murallas y admirando la alcazaba. Entonces, el pensamiento de Jaime voló hacia el palacio del gobernador. En el cielo, un ave negra, la misma que había pasado volando en el momento en que Jaime Pantoja pisó por primera vez al suelo africano, hacía círculos intermitentes en el aire.

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A la noche, después de comer, animados por varios odres de vino áspero de Huelva, muchos de los soldados rumbearon hacia el burdel, la única diversión nocturna, además de las tabernas. Cumplían la máxima de la caserna que ordenaba que, después del vicio y la diversión, venía la fornicación. El lupanar de Orán era tolerado por la Iglesia, que prefería cerrar los ojos ante el prostíbulo, lo más distante posible de los templos, donde vivían mujeres dedicadas, de alma casi perdida, a las que mucho les gustaba perfumarse con aceites esenciales de lirios de Judea. Esa dedicación a los hombres de la ciudad tenía el don de evitar tanto las deserciones hacia el bando de los turcos o de los moros de los varones incapaces de estar sin una mujer, como también los eventuales asedios y violaciones de las mujeres de buena reputación de la ciudad, hijas, esposas o viudas de ilustres ciudadanos y empleados de la administración.

Jaime no opuso mucha resistencia a los objetivos de Fernando y lo acompañó, incluso porque visitar un burdel siempre tenía su no sé qué de divertido. Siempre le daba la posibilidad, a quien no quisiera aliviar su simiente y su billetera, de pasar un momento charlando, bebiendo una copa de vino y poniéndose al tanto de las noticias y rumores del momento.

Era una casa fea, con el revoque cayéndose a pedazos por fuera, y, adentro, un olor a encierro mezclado con perfumes baratos que Jaime detectó antes de que siquiera pudiese entrever algo entre la penumbra y las sombras formadas por las lámparas de aceite. El lugar estaba repleto, sobre todo con los innumerables soldados que acababan de arribar a la ciudad, para júbilo de las mujeres sedientas de una parte de la paga. Por eso, tuvieron que quedarse en la zona del mostrador y sin compañía, mientras probaban un vino caliente y tan ácido que casi hizo vomitar a los dos amigos.

Cuando se disponían a irse, dos muchachas de cara demacrada, aunque con los ojos pintados y los labios nacarados al estilo árabe, los tocaron de atrás. Venían de la zona del prostíbulo, de donde dos soldados acababan de salir con la sonrisa de los héroes.

—Buenas noches, bisoños soldados de España. ¿Acaso buscan compañía y diversión en esta casa? —avanzó la primera, con un dulce acento italiano y con la típica cofia de color azafrán en la cabeza.

Fernando fue el primero en darse vuelta ensayando un gesto varonil que disimulara un poco su juventud.

—Solo estamos admirando el paisaje, a ver si descubrimos los lindos ojos de las vaticanas de estas tierras que animen un poco las noches cálidas de África.

Del Pozo se refería al nombre por el que eran conocidas las prostitutas nacidas a orillas del Tíber. La segunda, que también usaba cofia, pero cuyos cabellos rubios le caían hasta la cintura, les lanzaba las mismas sonrisas y gestos tantas veces repetidos.

Las vaticanas los invitaron a sentarse a una mesa que acababa de quedar libre. La charla fluyó entre recíprocos galanteos, los rumores de la caserna y la guerra con los turcos y los moros. Los dos jóvenes escuchaban, estupefactos, de boca de las meretrices, que la fama del gobernador de Orán era todavía peor de lo que había contado Fernando en la playa. Hacía más de veinte años que gobernaba esa plaza y allí eran proverbiales sus errores y dudas, que solía pagar caro. Rápidamente el primer año, impetuoso y temerario, había querido tomar Tremecén apenas con seiscientos hombres y con la ayuda de un pequeño jefe bereber local. Pocos fueron los que escaparon para contar la historia del primero de muchos errores y malas decisiones del conde. En todas las sucesivas tentativas de tomar aquella plaza, jamás había logrado asegurarla para la corona española.

Jaime, que no tenía tal idea acerca de la personalidad del conde de Alcaudete, consideró que debía haber alguna exageración, viniendo de quien venía. Porque, de ser así, ciertamente ya habría sido sustituido, argumentó.

Las jóvenes se reían mucho del esfuerzo de Jaime en su alegato, pero, sobre todo, porque se sentían importantes debatiendo sobre los altos asuntos de la ciudad, recapitulando historias, secretos y rumores oídos en las alcobas.

—Bueno… digamos que el conde y sus hombres son muy buenos atacando los aduares10 de los moros de guerra e, incluso, de algunos moros de paz, a quienes les inventan cualquier incumplimiento para robarles el ganado, violar a las mujeres y hacerlos esclavos. Pero tanta valentía enseguida se marchita, como una verga satisfecha… ja, ja… cuando se les aparecen delante los gorros emplumados de los jenízaros… —comentaba animada y ufana de su sabiduría una de ellas.

—¡Cuando eso sucede, el conde y sus briosas tropas meten el rabo entre las patas y se van para adentro de la muralla! Ponen todas las trancas a la puerta… ja, ja… —provocaba la otra con una sonrisa irónica.

Los dos amigos acompañaban al dueto de rameras con orejas paradas y ojos de espanto. La primera prosiguió con su argumento:

—A disgusto, el conde se fue de Orán durante algunos años y regresó a España. Dejó la plaza al mando del hijo, que, en algunas ocasiones, se ve tan nervioso como los de Argel. ¡Felizmente, ahora llega con abundantes tropas… como ustedes… tan valientes! ¡Si tiene cabeza, el conde por fin derrotará al bajá11 de Argel!

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