Alberto S. Santos - La profecía de Estambul

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¿Conoces la profecía de la Lanza del Destino?
El Mediterráneo del siglo XVI era un universo multicultural de musulmanes, judíos y cristianos. A menudo enfrentados en cruentas batallas, vivían en una época en que una decisión podía significar el ascenso social o el fuego de la Inquisición.
Jaime Pantoja, llevado por su espíritu aventurero, conoce las glorias y las atrocidades de ese mundo. En los peores momentos, solo lo sostienen su amor por Rosa y la amistad a toda prueba de Fernando y Simão. Rodeado de corsarios, cautivos y renegados, va descubriendo un misterio inquietante. El Bien y el Mal se enfrentan por una reliquia poderosísima, origen de una profecía milenaria, que pone a prueba los valores más profundos del ser humano.
Una novela histórica atrapante, que transporta a los lectores a un mundo de colores y sabores exóticos, de grandes pasiones, honor y amistad.

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8Oficial de navío de remo, por ejemplo, fusta o galera, encargado de la chusma (los remeros).

9Cámara donde se encontraba la brújula en las galeras.

Orán La llegada a la plaza de Orán se produjo en los primeros albores de un - фото 32

Orán

La llegada a la plaza de Orán se produjo en los primeros albores de un día soleado, a finales de julio de 1558. Aquella mañana contrastaba con la borrasca que había atrapado a la flotilla en alta mar. Iluminada por los primeros rayos de sol, como hilos de filigrana despuntando del Levante y formando una explosión de alegres colores en el horizonte, se formó una enorme corona de tonos dorados sobre la muralla que se convertiría en la nueva residencia de Jaime.

La flota ingresó en la ensenada del cabo Halcón, entre el admirable fuerte de Mazalquivir —fundamental para controlar el puerto de Orán— y punta de la Mona, debajo del castillo de San Gregorio. Después de que las embarcaciones estuvieron debidamente fondeadas, el recorrido hasta tierra firme se hizo en un enjambre de falúas que aguardaban a la armada del conde.

En el momento en que Jaime puso por primera vez un pie en suelo africano, sufrió un imprevisto vértigo que lo dejó aturdido. Lo atribuyó al cambio entre el mar peligroso y la orilla segura del nuevo continente. Sin embargo, cuando se volvió hacia las aguas que le habían servido de camino e imaginó su tierra natal y a sus amigos del otro lado, percibió que algo más le provocaba aquel vértigo. Se sintió invadido por una inquietante nostalgia, una incomprensible pasión que le tocaba el alma, como si un ser invisible quisiera transmitirle un secreto que no lograba descifrar. Los alaridos cortantes de las gaviotas lo despertaron de su letargo. Iluminó el cielo con su verde mirada y observó varias formas geométricas, formadas por un silencioso pájaro negro que planeaba sobre él.

—¡Vamos, Jaime! ¡Llegamos a destino y, ahora, tenemos que descansar!

Las palabras de Fernando, que se acercaba desde la embarcación en la que había viajado, lo animaron para trepar la ladera que los llevaría a pie hasta las murallas. Subieron a lo largo de media legua hasta aproximarse a la Puerta de Canastel, donde la vista se podía deleitar con las pequeñas arboledas, huertas y molinos que pintaban el valle formado por el río que separaba la ciudad del Fuerte de Rosalcázar.

Jaime, que seguía al frente de la fila de hombres que acababan de desembarcar de los barcos españoles, recibió órdenes de la guardia de la ciudad para detener la marcha: ¡el primero en entrar debía ser don Martín de Córdoba y Velasco, conde de Alcaudete y gobernador de Orán!

No pasó mucho tiempo hasta que se oyó el tropel de una carroza tirada por caballos, que avanzaba, despacio, por entre los hombres que se detenían a su paso, se quitaban el sombrero que llevaban bien aferrado a la nuca e inclinaban la cabeza, en saludo reverencial al gobernador.

A las puertas de la ciudad, Jaime se detuvo para cumplir las formalidades con la guardia y, en ese instante, entrevió unos diáfanos ojos glaucos que lo observaban, intensamente, a través de la ventanilla del carro.

“¡Rosa!”, pensó, con un asomo de alegría de volver a ver a la mujer que tanto lo inquietaba y cuya imagen o pensamiento primero lo confortaban y enseguida le perturbaban el espíritu.

Pero de inmediato su placer se desvaneció. La mirada de ella no era el espejo de la felicidad ni de la satisfacción. Una nube gris le atravesaba los ojos, en disonancia con el día radiante. Una aureola de tristeza cercana a la desesperación se imprimía en ese rostro delicado, ahora tan denso. A pesar de eso, no perdía la hermosura ni la perfección que le oprimían el estómago al joven Pantoja. Impulsado por una inconsciente energía interior dio un paso al frente. El aliento de quien pretendía decir una palabra de consuelo, ofrecer su hombro, salvarla de la tristeza y del desencanto, darle un abrazo revitalizante capaz de devolverle la luminosa alegría que le conocía y le encantaba. Sin embargo, sus inapropiadas intenciones se aplacaron cuando al lado del carro reconoció otro par de ojos enloquecidos que lo perforaban como disparos de arcabuz: eran los de Joaquín.

Don Martín y su hija ingresaron en la ciudad y el perturbado Jaime siguió la carroza a lo largo de la calle principal hasta perderla de vista en su lento recorrido en dirección a la residencia del gobernador en la alcazaba, donde había también algunas dependencias militares. Un nudo le apretaba la garganta y el corazón, algo que no lograba describir ni comprender, incluso porque había ido a África a luchar y no a enamorarse.

Fue hacia el interior de la muralla. Orán era una ciudad de tamaño considerable, en cuyo interior muchos edificios residenciales y de servicios varios se amontonaban entre un conjunto de calles estrechas. La decrepitud de los edificios no debía ser ajena a la proximidad del mar y a la sal que se desprendía de él, pero también a la falta de mantenimiento y abastecimiento de materiales por parte del reino. Por otro lado, no pasaría mucho tiempo hasta que Jaime constatara que Orán vivía en permanente tribulación a causa de la falta de un adecuado abastecimiento de España, lo que obligaba a los residentes a sobrevivir con los escasos recursos de los que disponían. Esto, agravado por la paga, siempre atrasada, a los soldados y funcionarios públicos, con el escaso cultivo de los alrededores, con el pago de los tributos de los moros de paz y con el producto de las cabalgadas sobre los moros de guerra.

Moros de paz eran los alarbes, nómades arabizados que vivían en los alrededores y pagaban la garrama, el tributo debido a los españoles, a cambio de protección y no agresión, y que negociaban con aquella gente alimentos y otros productos de interés. Pero esa amistad concluía cuando dejaban de pagar los impuestos y se transformaban, así, en moros de guerra, en enemigos. Continuaban siendo fuente de abastecimiento de Orán, pero entonces a fuerza de disparos de mosquetes y arcabuces, y del acero de las espadas y las dagas.

A estas dos categorías de alarbes se sumaban los mogataces, moros que, sin cambiar de religión, combatían al lado de los cristianos, convirtiéndose en figuras importantes en las misiones especiales por el conocimiento que poseían del terreno en el que se movían, por el dominio de la lengua, por la ropa que usaban y por su aspecto físico en general. Así, sobre todo se los utilizaba como

guías y espías y, por eso, eran odiados por los turcos y por los moros de guerra, que los llamaban traidores de los preceptos de Mahoma, tornadizos a otra ley. En una palabra: mogataces.

La casa que le fue destinada, junto a cerca de una decena de soldados, quedaba junto a un convento de dominicos, según constató al ver a un fraile con el hábito de dicha orden, que limpiaba la entrada de la iglesia a la llegada de los dos amigos. Le agradó saber que Fernando también se hospedaría en ese lugar, lo que le permitiría, por lo menos, tener alguien con quien conversar, distraerse y pasear en los tiempos muertos.

Como recién al día siguiente, por la tarde, estaban todos convocados para los primeros ejercicios físicos de desentumecimiento después del viaje, los dos amigos aprovecharon para descansar y dar una vuelta por los alrededores. Jaime y Fernando, entonces, se acercaron a la zona más oriental y entraron en la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria, antigua mezquita islámica que, como muchas otras, después de la conquista de Orán el cardenal Cisneros había cristianizado, convirtiéndola en el principal templo de la fortaleza. De hecho, los templos cristianos y la presencia de sacerdotes y órdenes estaban más que garantizados, ya fuera por los referidos dominicos o por los franciscanos. Pero, sobre todo, por los mercedarios, cuya principal misión era la de apoyar y rescatar a los cautivos cristianos, que, por infortunio, caían en las manos de los turcos o de los moros. ¡Y mucho trabajo tenían los frailes de la Orden de Nuestra Señora de las Mercedes en aquellas tierras inhóspitas con la recuperación de los prisioneros capturados en las guerras perdidas, en las cabalgadas que fracasaban, en los alrededores de las ciudades donde asentaban plaza, o en una u otra aventura fuera de las murallas!

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