Alberto S. Santos - La profecía de Estambul

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¿Conoces la profecía de la Lanza del Destino?
El Mediterráneo del siglo XVI era un universo multicultural de musulmanes, judíos y cristianos. A menudo enfrentados en cruentas batallas, vivían en una época en que una decisión podía significar el ascenso social o el fuego de la Inquisición.
Jaime Pantoja, llevado por su espíritu aventurero, conoce las glorias y las atrocidades de ese mundo. En los peores momentos, solo lo sostienen su amor por Rosa y la amistad a toda prueba de Fernando y Simão. Rodeado de corsarios, cautivos y renegados, va descubriendo un misterio inquietante. El Bien y el Mal se enfrentan por una reliquia poderosísima, origen de una profecía milenaria, que pone a prueba los valores más profundos del ser humano.
Una novela histórica atrapante, que transporta a los lectores a un mundo de colores y sabores exóticos, de grandes pasiones, honor y amistad.

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Fulminado por aquellas extrañas palabras, el joven penetró con su mirada los ojos del fraile, buscando, tal vez inconscientemente, sacar más información sobre el tema del que hablaba con seriedad y exaltación. Por eso, a sus amigos, que no habían acompañado sus pensamientos sobre las virtudes sexuales del emperador agonizante, ni mucho menos habían captado la misteriosa frase, aquella sonrisa en los labios de Jaime, volteado hacia atrás, como impulsado por una fuerza sobrenatural, les pareció un gesto patético.

El padre, con sus ojos negros clavados en los verdes del joven rubio, entrecerró los párpados, contrajo los labios y se limpió la boca con la mano izquierda, mostrando uno de sus dedos meñiques doblado a causa de algún accidente. Era notorio su profundo desagrado ante la situación, y se recriminaba al darse cuenta de que alguien hubiera escuchado aquella secreta conversación. Pero lo que más lo perturbó fue la sonrisa enigmática de su vecino. ¡¿Qué sabría aquel joven rubio sobre lo que hablaban, sobre la Lanza del Destino?!

De inmediato, negras ideas surgieron en lo más recóndito de su alma, y no dudaría en ponerlas en práctica. Ordenó a sus compañeros que se levantaran. Pagaron la cuenta del vino en el mostrador y salieron de la taberna, con la urgencia de los fugitivos, ante las preguntas de la empleada, que, angustiada, trataba de saber si la bebida no había sido del gusto de los señores o si los había incomodado y se deshacía en mil disculpas por si algo no había estado bien.

Mientras Jaime se recomponía, todavía afectado por lo que acababa de suceder, y que trataba de explicarles a Fernando y a sus curiosos e impacientes compañeros, dos ojos, muy preocupados, acompañaban en la penumbra de un rincón de la taberna la perturbadora escena.

6Sífilis, también llamada “mal de bubas”.

La Garduña Después de tomar unas chiquitas más los compañeros de Jaime ya se - фото 26

La Garduña

Después de tomar unas chiquitas más, los compañeros de Jaime ya se reían a mandíbula batiente sobre lo que había sucedido en la tasca. Pantoja también bromeaba, aunque, por momentos, le volvía a la cabeza aquella enigmática e inquietante mirada de alquitrán, algo que lo hacía retorcerse en la silla y le aceleraba los latidos del corazón.

Ya tarde y alegres, salieron del lúgubre sitio y respiraron el aire de la noche de Sevilla. La luna crecía. En una semana alcanzaría su cíclica plenitud. Una leve brisa les refrescó los sentidos a los cuatro jóvenes que descendían del brazo por la calle Betis cantando populares tonadas andaluzas.

De pronto, se detuvieron todos al mismo tiempo ante una silueta que se les acercaba. Detrás, dos o tres, tal vez más, sombras deambulantes. Contuvieron la respiración y de inmediato sacaron las

espadas y las colocaron en posición de defensa. Las pardas siluetas se movieron a una velocidad sobrehumana, lo que inquietó aún más a las cuatro almas noctámbulas. Jaime entrecerró los ojos.

—¡Son perros, cuidado!

Los animales pasaron de largo ante los jóvenes sin detenerse, indiferentes, desviando apenas su trayecto, y continuaron su loca carrera calle arriba.

—¡Qué susto! Parecían monstruos… U hombres convertidos en animales nocturnos moviéndose.

Se rieron a carcajadas de lo sucedido, como si buscaran una terapia para bajar la tensión, envainaron las espadas y continuaron, relajados y alegres, hablando entusiasmados sobre los encantos de las mujeres sevillanas, confiados en que nada más los perturbaría. ¡Pero no sería así! Cuando ya divisaban los arsenales de Las Muelas y de Remedios y el puerto Camaronero, sin que tuviesen tiempo de darse cuenta se vieron rodeados por cerca de más de una docena de hombres con capas negras, armados con cuchillos y espadas. También sacaron sus armas, pero enseguida los persuadieron de colocarlas en el suelo. Era imposible combatir a aquella milicia sin riesgo de perder la vida, algo que Jaime y sus amigos querían preservar.

—¡Vamos! ¡Sígannos! —ordenó secamente uno de ellos.

Entre el olor a animales muertos de aquella calle sinuosa y llena de baches, la comitiva parecía más bien un cortejo fúnebre de promisorios jóvenes soldados del reino que eran conducidos a las honduras del infierno nocturno escoltados por una bandada de cuervos humanos, armados hasta los dientes.

Jaime, Fernando y los otros dos compañeros no sabían lo que estaba sucediendo, pero temían lo peor, e imaginaban que habían sido apresados por un grupo de bandidos de la peor escoria sevillana. Si así era, tal vez los dejaran libres después de sacarles las pertenencias y las armas. Por eso, Pantoja, el joven rubio que en sus tiempos de Salamanca ya había sufrido el ataque nocturno de un grupo de estudiantes borrachos, incluso intentó sacar conversación, tratando de acentuar el riesgo que corrían siendo ellos hombres de armas al servicio del conde de Alcaudete:

—¿Adónde nos llevan? Somos soldados de don Martín, y en breve debemos embarcar a Orán. No podemos llegar tarde al campamento militar, de lo contrario, se ordenará una búsqueda inmediata para encontrarnos.

Ninguna de las aves de rapiña respondió ni mostró señal alguna de nerviosismo. Aquella noche semioscura, en las callejuelas solo se oía el sonido de las botas aplastando los pedregullos. Jaime volvió a la carga:

—Pueden llevarse lo que quieran. Solo tenemos algunos reales y maravedíes, las armas y poco más. Pero… pueden llevárselo… y dejarnos volver al campamento… antes de que descubran que no estamos…, señores… —titubeaba al percibir que su estrategia no surtía ningún efecto.

Un silencio tenso y cortante se apoderó de los cuatro afligidos y agitados corazones cuando, después de atravesar el hedor de las estrechas calles secundarias, se dieron cuenta de que los llevaban hacia las afueras del barrio, en dirección a las colinas de Aljarafe, una zona de quintas, huertos y frutales. Adelante, los asaltantes esquivaban a los proxenetas, borrachos, pícaros, vagabundos y toda clase de fauna humana que buscaba en Triana actividades nocturnas poco edificantes.

Un poco después, comenzaron a vislumbrar el contorno del edificio adonde se dirigían, la construcción aislada de una granja. Los arcos de la entrada y la vegetación sugerían que se trataba de un decadente edificio musulmán, tal vez la almunia de un rico señor de al-Ándalus.

Después de pasar la puerta de entrada tropezando con algunas piedras desperdigadas, recorrieron lo que había sido el corredor y llegaron a un gran salón descubierto, donde todavía se podía respirar la magnificencia de otros tiempos en las gruesas paredes aún intactas.

Sin embargo, en ese momento, la escena no podía ser más aterradora. Dispuesta en semicírculo se encontraba una treintena de hombres y mujeres vestidos de negro. Rodeaban a otros tres hombres que, en el centro, ocupaban sendos asientos. Uno alto y, a cada lado, levemente atrás, dos más bajos.

Ante aquel siniestro escenario, los cuatro soldados, aún paralizados por lo que les había sucedido, se preocuparon todavía más, sobre todo porque los hombres sentados en el centro del salón estaban encapuchados. Finalmente, en un tono lento y ceremonioso, se oyeron las primeras palabras de uno de los que los habían capturado, ahora ya sin capa. Vestía una blusa italiana; en la cabeza, un gorro de Lisboa, y calzaba unos borceguíes portugueses. En la cintura relucían una espada corta, un cuchillo de descuartizar y varias agujas de mechar.

—Arrodíllense y besen el suelo y la mano del maestre, del maestre… ¡de la Garduña! —ordenó el corifeo.

Los jóvenes se miraron y vieron el pánico reflejado en los rostros de los otros. Bajo el nombre de la Cofradía de la Garduña, desde 1417, existía en España una sociedad secreta integrada por forajidos de toda clase. Se trataba de una hermandad perfectamente organizada que tenía por objeto, a gran escala, cometer todo tipo de delitos en favor de quien tuviera que cumplir una venganza o una cuenta que saldar. Por un buen precio, apuñalaban a la víctima, o según el deseo del cliente, la ahogaban, la herían o la mataban. Por eso, al escuchar el nombre de quienes los habían atrapado, los cuatro amigos no podían confiar demasiado en su suerte. Además, con toda aquella parafernalia, temían por sus vidas y no vislumbraban la manera de librarse de aquella pesadilla.

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