Solo una sombra oscurecía aquella vibración interior. Una parte de su conciencia mantenía la puerta abierta, en cuyo umbral se encontraba Rosa, indecisa entre salir o entrar. No podía evitar sentirse tan afectado ante la noticia de que la mujer que había poblado y coloreado sus fantasías nocturnas estuviera de novia. Amarga realidad con la que habría de convivir.
La llegada de los voluntarios cordobeses a Sevilla se dio al final de una mañana de los primeros días de julio, por la Puerta de Carmona. Mientras iba por la calle de las Águilas, en dirección a la plaza de Alfalfa, y, después, a la calle De las Armas, que unía la Puerta de Goles al barrio del Duque, Jaime aspiraba el perfume babilónico de la ciudad cosmopolita y de contrastes para recuperarse de la jornada.
Sevilla vivía aún dentro de una laberíntica estructura de matriz musulmana, pero ya con los signos de los nuevos tiempos, sobre todo de la riqueza que desde el Nuevo Mundo ingresaba con destino a la Vieja Europa. Los magníficos monumentos que los moros le habían legado a aquel territorio que la muy católica España no había abandonado para que sirviesen como tugurios para gitanos, vagabundos, malhechores y toda clase de escoria humana, habían sido tomados por el clero, como era el caso de la Giralda, que había sido el minarete de la antigua mezquita y que ahora se había convertido en el campanario de la catedral.
La primera noticia que llegó a oídos de Jaime fue que la salida hacia el norte de África se había pospuesto al menos una semana a causa de problemas con los barcos que debían llegar de varios presidios africanos, pero que, debido a los rumores sobre la inminencia de ataques de corsarios bereberes, habían sido retenidos en los puertos de origen. Mientras no se consiguiera sustituirlos, tarea que llevaría algunos días, la tropa se acuartelaba en la Hispalis de los romanos, la Isbiliya conquistada a los moros en 1248.
En los momentos de descanso, Jaime husmeaba por todos lados, tratando de disipar una duda que lo atormentaba: aún no había visto a Rosa en el trayecto de Córdoba a Sevilla. ¿Continuaría en aquel viaje como había dicho? En efecto, ni la había visto ni se había atrevido a preguntar abiertamente por ella, si bien se sentía invadido por la angustia apenas la escuchaba nombrar. Por lo tanto, trató de distraerse, dejándose llevar por aquella ciudad que parecía un animado hormiguero. El Arenal, la orilla izquierda del Guadalquivir, se transformaba en una margen plateada, tanto era el material descargado de los navíos, en carros rebosantes. Situado extramuros, entre la Torre del Oro y la Puerta de Triana, se extendía mucho más allá del puente de las barcazas de la Puerta de Goles hasta la Barqueta. Era un burgo rico y opulento, con todos los productos de las Américas, que rápidamente se comerciaban en los negocios de plata de la Alcaicería o en la calle Francos; una Sevilla fasta y rebosante de mercadería de lujo.
—¡Esta ciudad es el centro del mundo! —le había comentado, anonadado, Fernando a Pantoja.
—Sevilla es más que eso… Parece el universo, ¡compuesta por tantos mundos!
Jaime tenía razón. La ciudad era un hervidero de poder político, económico, religioso. El Guadalquivir era el emperador de aquel universo, por donde corría la savia del éxito de la antigua ciudad. En él se libaban los tesoros de quienes se enriquecían a costa de las bodegas repletas, oriundas de tantos nuevos mundos. Soldados que partían y llegaban llenos de gloria; vendedores de toda aquella abundancia; marineros que se ganaban la vida en permanentes aventuras, entre aguas dulces y saladas; mercaderes del maná de las Indias americanas; calafateadores sudados, pero sin falta de trabajo, enclavijando y carenando los costados de las embarcaciones; artesanos que fabricaban redes, y también los estibadores, pescadores, bateleros, alfareros, los pícaros, los sentenciados a galeras y las eternas lavanderas.
La llegada de las tropas animó aún más el burgo, con la soldadesca dispuesta a recorrer las calles en busca de diversión. La soleada tarde siguiente, Jaime y Fernando se adentraron, una vez más, en la ciudad. Pasearon a la sombra de la regular arquitectura blanca de las casas con patio, interrumpida por las iglesias góticas y los suntuosos palacios construidos a imagen y semejanza de la poderosa y rica aristocracia feudal. Y también pasaron por la Casa de la Contratación y el Consulado de Mercaderes al que llamaban Casa Lonja, símbolo del floreciente poderío económico de Sevilla. Se metieron entre la informe multitud, que hablaba alto para hacerse oír, alejándose de la gente sudorosa y maloliente y de algunos cúmulos de basura que atraían a los perros vagabundos.
Cuando las campanas de la catedral tocaron cinco veces, se acercaron al templo para rezarle a la Virgen. De pronto, se sorprendieron con una escena que solo conocían de la Biblia: tanto en las gradas como en el patio de los naranjos, los mercaderes hacían negocios como si se tratara de un enorme bazar. Y, de hecho, si aquel hubiese sido un día de lluvia, habrían utilizado hasta el interior para comerciar, incluso ante la protesta del Arzobispado.
Fernando del Pozo había notado alicaído a Jaime durante la tarde. Por eso, al caer la noche insistió para que fueran a disfrutar de unas horas de ocio que el conde les había concedido a algunos grupos del tercio. Una parte se dirigió a la Mancebía, en la zona del Compás de La Laguna, junto a la muralla del Arenal. Era un barrio triangular, compuesto de casas pertenecientes al municipio e incluso a corporaciones eclesiásticas. El ingenio humano y la búsqueda de lucro habían impulsado a algunos a alquilarlas para luego encontrar la mejor manera de hacer florecer allí el negocio de la prostitución de las muchachas, a través de los denominados “padres de las mancebías”, que también mantenían el orden en el burdel. Según las ordenanzas municipales de 1553, las mancebas debían tener más de doce años, siempre y cuando no fueran naturales de la ciudad o no tuviesen allí familia alguna, y no ser casadas, mulatas ni negras. Aquel era el barrio donde muchos viajeros, marineros, rufianes, pícaros y fanfarrones iban en busca de lujuria y, tantas veces, encontraban el mal francés.6
Jaime, Fernando y otros dos amigos, que también se habían entusiasmado con la idea de distraerse durante parte del tiempo de descanso, fueron, por su parte, en la demanda nocturna, al otro lado del Betis, atravesando el puente sostenido por trece barcas que los condujo al barrio de Triana. El perpetuo movimiento entre Sevilla y el bullicioso arrabal, compuesto por anónimos ciudadanos, jinetes, rebaños y mulas cargadas de mercaderías que regresaban del jornal al final del día, hacía
temblar los tablones de roble asentados sobre vacilantes barcas, ancladas en el fondo.
—¡Jaime, no has mencionado a Rosa! —lo interpeló Fernando, en un momento en el que caminaban a solas.
El barrio de Triana se extendía sobre la margen del Guadalquivir hasta el interior de Aljarafe. En él habitaban, sobre todo, gente dedicada a los negocios marítimos: depósitos de marquesinas enceradas, remos, material de enclavado y de navegación, y también los molinos donde se fabricaba pólvora. Entre artesanos y campesinos se destacaba la gente de mar, pilotos, maestres, cómitres y toda clase de marineros.
—¿No dices nada, amigo? —insistió Del Pozo ante el silencio de Pantoja.
En el aire, la brisa transportaba un leve aroma a especias, que perfumaba el anochecer.
—¡Fernando, ya te dije que tiene novio! ¡¿Qué más quieres que te diga?!
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