Alberto S. Santos - La profecía de Estambul

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¿Conoces la profecía de la Lanza del Destino?
El Mediterráneo del siglo XVI era un universo multicultural de musulmanes, judíos y cristianos. A menudo enfrentados en cruentas batallas, vivían en una época en que una decisión podía significar el ascenso social o el fuego de la Inquisición.
Jaime Pantoja, llevado por su espíritu aventurero, conoce las glorias y las atrocidades de ese mundo. En los peores momentos, solo lo sostienen su amor por Rosa y la amistad a toda prueba de Fernando y Simão. Rodeado de corsarios, cautivos y renegados, va descubriendo un misterio inquietante. El Bien y el Mal se enfrentan por una reliquia poderosísima, origen de una profecía milenaria, que pone a prueba los valores más profundos del ser humano.
Una novela histórica atrapante, que transporta a los lectores a un mundo de colores y sabores exóticos, de grandes pasiones, honor y amistad.

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—No lo recordaba, Rosa…

Desde que había partido hacia Orán cuatro años antes y hasta su regreso, los dos jóvenes no se habían vuelto a encontrar, excepto en los últimos tiempos, en algún que otro fortuito encuentro social y por las dos visitas anteriores al palacio, cuando sus miradas urgentes apenas se habían rozado, como tratando de reconectarse con el pasado. Pero nunca habían podido hablar a solas. Por eso, en aquel inesperado encuentro, los recuerdos del amor adolescente regresaron a la mente de cada uno sin que ninguno se atreviese aún a referirlo, a pesar del irrefrenable deseo de Jaime.

—Viví en Orán con don Martín. No imaginas la angustia que es estar en ese presidio y solo salir de allí de vez en cuando… —Rosa hablaba con una voz suave pero firme, que deleitaba al joven cordobés—. Finalmente regresé a Córdoba, pero parece que no será por mucho tiempo.

Él conocía bien el motivo de su angustia: era la misma que lo llevaba allí. Por tercera vez visitaba la casa del conde de Alcaudete para arreglar los detalles de su incorporación a las tropas que este llevaría al Oranesado.

Rosa ya no se contuvo y lo interpeló:

—Jaime, ¡¿por qué no regresaste a hablar conmigo después de que te fuiste con tus amigos a Sierra Morena, como me prometiste?! ¡Y además prometiste hacer un pacto conmigo! ¡Tal vez también te hayas olvidado de eso!

La pregunta y las insinuaciones a quemarropa lo dejaron sin palabras. ¡¿Cómo que no la había visitado?! Recordaba que había golpeado la puerta y que la vieja gobernanta le había dicho que Rosa no lo quería ver. Había algo errado en aquella pregunta. Mientras meditaba sobre la cuestión y los tiempos pasados, y antes de responderle, se escucharon unos pasos en las inmediaciones. El conde de Alcaudete se acercaba a la puerta del salón donde los jóvenes lo esperaban.

Un hombre bajo, de largo cabello crespo, gris como el bigote y la barba larga y recortada en punta, a la manera de los nobles españoles, entró transpirando y apurado en la sala, echando una mirada luminosa y negra a los dos jóvenes. Se sacudió el jubón de tafetán, también negro, y los calzones que llevaba sobre unas calzas ajustadas. Se sacó con rapidez la gorra que le cubría la cabeza y la colocó sobre la mesa junto con la elegante capa que usaba como sobreveste, pero que ya traía en la mano, mientras le daba órdenes a la criada negra que, sumisa, le seguía los pasos.

—¡Agua fresca, algo que me salve de la muerte segura por esta sed atroz! ¡Ay, qué maldito calor hace hoy en esta bendita tierra! ¡Este mes de junio está hecho un infierno en las calles de Córdoba! —Y dándose vuelta hacia el huésped continuó con buena disposición—: Bienvenido, Pantoja. ¡Perdóname el retraso!

Jaime y Rosa ya estaban de pie, acompañando, en silencio, todos los movimientos del conde.

—No hay motivo para pedir disculpas, don Martín. Estuve muy bien acompañado por esta doncella, que es una excelente compañía y hace honor a la casa de manera irreprochable.

—Ah, Rosa… Mañana llegará Joaquín, tu novio, con el tercio que regresa de los Países Bajos. ¡Seguirá con nosotros hacia Orán!

“¡¿Novio?!”. Jaime no sabía que Rosa era una mujer comprometida. Movió los pies, cambió las manos de posición y respiró desconcertado mientras el cuerpo se le humedecía de sudor.

La súbita noticia oscureció la calurosa tarde de la que el sudoroso conde de Alcaudete era un frenético testigo que se movía sin parar por el salón dando órdenes a los criados. Al mismo tiempo que se iba sacando una y otra prenda, se dirigía a la ventana insultando a su suerte que no le enviaba ni una mínima brisa. Como la fortuna insistía en no recompensarlo, regresó a la mesa y vertió agua en un vaso que la criada se había apresurado a colocar delante de él, dando paso a la proverbial verborrea de un hombre al que le gustaba tanto hablar como escucharse.

—Ah, Jaime… ¡No imaginas el trabajo que da esto! Primero, convencer al rey; ahora, organizar un ejército numeroso y disciplinado para combatir a los turcos. Debemos regresar a los tiempos de las gloriosas conquistas de comienzos de este siglo, encarnar el espíritu del cardenal Cisneros: ¡llevar la cruzada contra el islam a su propio territorio, después de la expulsión de los musulmanes de nuestra amada España!

—Tiene razón, don Martín. Todos sabemos que el cardenal Cisneros en persona también participó en la conquista de Orán, en 1509 —respondió de forma inconsciente, todavía confundido por la noticia de la llegada del novio de Rosa—. Y ya tenía más de setenta años cuando llegó a Orán, bajo el mando del conde de Oliveto.

—¡Es verdad, hijo mío! A partir de entonces se abrieron de par en par las puertas de la conquista de otras plazas y del vasallaje voluntario de varias ciudades africanas.

Don Martín bebió un vaso de agua más, empapando a continuación un paño con el sudor de la frente antes de seguir.

—¡La fuerza de las armas de España es imparable! Guiadas por Nuestro Señor Jesucristo contra los infieles han de llevar a la verdadera fe a quemar los estandartes del islam y a mantener, bien alta, nuestra bandera en Orán y en los otros presidios.

A decir verdad, otros motivos impulsaban a España y Portugal a controlar aquellas plazas, más allá de la religión que Cisneros pretendía llevar en la punta de las espadas, en las balas de los arcabuces y en las piezas de artillería. El catolicísimo reino de España, en particular, tenía otras razones, mucho más mundanas y prácticas, para mantener su dominio de gran potencia europea de ese tiempo, como adueñarse del control del oro de Sudán, diligentemente acarreado por las caravanas que atravesaban el Sahara y desembocaban en las ciudades mediterráneas del norte de África. Esa sí era una fe que movía montañas y movilizaba a los hombres en busca de riqueza y poder.

Pero tales cuestiones no eran, en verdad, las que en ese momento inquietaban a Jaime. Buscó un lugar en la sala para poder mirar de frente a Rosa. Quería responderle la pregunta que no había tenido oportunidad de contestar a raíz de la llegada de don Martín y preguntarle por qué quería saberlo si estaba de novia. ¿Cómo era posible si ni Fernando, que estaba al tanto de todos los cotilleos de la ciudad, se lo había contado?

—Rosa, ¡¿qué haces allí?! Esta es una conversación de hombres. Ve a tus aposentos y prepárate para recibir a tu novio.

Sin decir una palabra, la joven morena le hizo una lenta y elegante reverencia a su padrastro, seguida por otra llena de gracia al invitado, mientras le dirigía una enigmática y glauca mirada. Siguió con el pecho hacia adelante, la cabeza echada hacia atrás, el abanico levantado y ondulante en la mano derecha, los cabellos agitados, que generaban una sutil brisa en el salón, que solo las sensibles narinas de Jaime lograron captar, porque iba acompañada por un leve, aunque dulce y embriagador, perfume oriental de estoraque. Los ojos del hidalgo, espejos de su angustia, se perdieron en los pliegues del vestido de la hija adoptada del señor de la casa, que ondeando vertiginosamente sobre el piso desaparecieron al atravesar la puerta y dejó solo la estela rosa de su color.

—¡Jaime, me gustaría que te convirtieras en uno de los capitanes del tercio de Málaga! ¡Eres un excelente arcabucero y debes poner ese talento al servicio de mi ejército! ¡Saldremos dentro de una semana del puerto de Sevilla!

La despedida de Córdoba La residencia del conde de Alcaudete era un ejemplo de - фото 23

La despedida de Córdoba

La residencia del conde de Alcaudete era un ejemplo de las que se replicaban en varias ciudades andaluzas: grande y cómoda, iluminada únicamente por las puertas de vidrio y las ventanas que daban a un perfumado y colorido patio de flores.

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