Alberto S. Santos - La profecía de Estambul

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¿Conoces la profecía de la Lanza del Destino?
El Mediterráneo del siglo XVI era un universo multicultural de musulmanes, judíos y cristianos. A menudo enfrentados en cruentas batallas, vivían en una época en que una decisión podía significar el ascenso social o el fuego de la Inquisición.
Jaime Pantoja, llevado por su espíritu aventurero, conoce las glorias y las atrocidades de ese mundo. En los peores momentos, solo lo sostienen su amor por Rosa y la amistad a toda prueba de Fernando y Simão. Rodeado de corsarios, cautivos y renegados, va descubriendo un misterio inquietante. El Bien y el Mal se enfrentan por una reliquia poderosísima, origen de una profecía milenaria, que pone a prueba los valores más profundos del ser humano.
Una novela histórica atrapante, que transporta a los lectores a un mundo de colores y sabores exóticos, de grandes pasiones, honor y amistad.

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—¿De quién hablas? —Su curiosidad se despertó de inmediato.

—¿De quién hablo…? ¡Vamos, de quién hablo! De Rosa, ¡¿de quién más?! No hay nadie que no hable de ella y de sus encantos… —Fernando se tomó del brazo de su amigo, acicateándolo en voz baja—. Dime la verdad, ¿todavía no la fuiste a ver?

Después de la frondosa zona ribereña del Guadalquivir, de cuya frescura y belleza tantos ilustres ciudadanos nacidos allí, como Séneca, Averroes o Maimónides, habían disfrutado otrora, los dos amigos se adentraron en el laberinto de callejuelas.

—Ya sé que regresó… —respondió luego de un largo silencio y de respirar profundamente—. La vi en las oraciones de la catedral y una que otra vez por ahí, haciendo compras.

A pesar de haber perdido el brillo de antaño, la ciudad, con sus cuarenta mil habitantes, todavía tenía un febril y próspero comercio local, en el que se destacaban los célebres cordobaneros de la época de los califas, singulares maestros en el arte de trabajar bien el cuero.

—¡¿Y no le hablaste?! ¡¿Ni una palabra, Jaime?!

—No… —respondió, con melancolía—. Creo que ella solo me vio una vez, de lejos…

—¿Y? ¿Ella nada, tampoco?

—No sé… No se acercó… Me clavó la vista de una manera rara… que me dejó perturbado… no sé…

—Quizá la veas en casa del conde de Alcaudete, su padre adoptivo… Él era muy amigo de tu tío. ¡Ah, y te tiene en gran concepto! —lo animó su amigo.

—¿Te parece? Mmm… no sé… —respondió, cauteloso y pensativo.

—Ay, Jaime, recuerdo muy bien la última vez que la viste, cuando visitamos al eremita Melchor e hicimos el pacto de sangre…

—No me perdonó que no le permitiera ir con nosotros…, conmigo…, quería hacer un pacto conmigo y… nunca más quiso verme. Una semana después, partió a Orán… Rosa…

—Todos sabíamos de ese enamoramiento, pero aquella era una cuestión de hombres.

—Lo sé. Al menos, seremos amigos para siempre, más allá de nuestros destinos. Me apena no haber visto más a nuestro amigo Simão. ¿Qué habrá sido de él?

—¡No tengo idea! Solo sé que, a esta altura, todo parece claro con relación a nuestro futuro. Animémonos, amigo, vamos a seguir juntos, en magníficas aventuras en el norte de África.

La ubicación geográfica de Córdoba la situaba como el punto de conexión entre Castilla y Andalucía, pero, en especial, con Sevilla y las otras importantes ciudades portuarias. No obstante, alguna parte de su población se aventuraba a ir al Nuevo Mundo o, si no, a otras ciudades, como Málaga, Granada o Sevilla. Pero no sería por tales destinos que pasaría el futuro de los dos amigos.

Pasearon sus tristezas y sus decisiones por los callejones, donde, al doblar cada esquina, coexistían todavía los símbolos de la cristiandad y de los musulmanes, por más que la ciudad se empeñara en desligarse de cualquier tradición o simbología que recordara a sus antiguos ocupantes. Existía un fuerte sentimiento antiislámico, que extremaba la manifestación de la religiosidad en los más diversos sectores de la sociedad.

Finalmente, llegaron al sitio de alistamiento de los hombres de armas para los tercios que don Martín de Córdoba y Velasco, el conde de Alcaudete, organizaba en vistas a la toma de Mostaganem, en el norte de África.

—¡Miren quiénes están aquí! ¡Dos bisoños, aunque valientes y nobles soldados para nuestra campaña! —Don Martín abrazó a los dos amigos, haciéndolos sonreír—. Jaime, cuando puedas, pasa por mi casa; me gustaría arreglar contigo algunos pormenores para esta jornada.

—¡Desde luego, don Martín!

Jaime miró en todas direcciones, buscando alguna mínima señal que le permitiera identificar a Rosa… ¡Pero nada! Aquel no era lugar para mujeres, mucho menos para jóvenes hermosas, delicadas y tan solicitadas.

Cuando regresaron a casa, una pareja de grajos negros revoloteó en movimientos circulares, graznando, con un chillido que perturbó a ambos amigos.

—¡Fuera, aves agoreras!

5Actual Mezquita-Catedral de Córdoba.

El auto de fe Los preparativos para el viaje al Oranesado gobernado por el - фото 18

El auto de fe

Los preparativos para el viaje al Oranesado, gobernado por el conde de Alcaudete, conocido como “el Viejo”, para distinguirlo de su hijo homónimo, se desarrollaban por toda Andalucía, y la partida estaba prevista para principios de julio de 1558.

Por aquellos días, Jaime vivía con el lastre de sus decisiones, para él, irreversibles, como hidalgo fiel a su palabra y a su honor. Si bien la vida estaba predestinada a concederle los caminos seguros de quienes nacen en cuna de oro, quería hacer algo para merecerlos, entregándose a una causa noble.

Mientras caminaba en la soledad de sus propios pensamientos, entre las veredas irregulares entrevió un grupo de gente apurada que se dirigía a un mismo lugar: la Corredera. Como a aquella hora del día no tenía un destino definido, se dejó llevar por la multitud. Recién cuando llegó a la plaza, se dio cuenta del motivo de tanto frenesí: ¡era día de espectáculo! Un horroroso entretenimiento suministrado por la celosísima Iglesia española a todos los espíritus de la ciudad, para que observaran fielmente las reglas de la ley católica, bajo pena de ser entregados a las piadosas manos de la Inquisición.

—¿De qué se trata? —preguntó a uno de los ciudadanos que se empujaban.

—¡¿No sabes?! ¡Es un auto de fe con dos quemas! Acaban de quemar vivo a uno, ahora le prenderán fuego a una efigie —respondió en la lengua de los portugueses un taciturno joven barbudo, mientras trataba de penetrar en aquella mole humana para encontrar un lugar que le permitiera acompañar todos los pasos del festín.

—¡Jaime, Jaime! ¡Aquí arriba, ven aquí!

Fernando del Pozo asistía, taciturno, con su tío, desde un balcón de un edificio con vista a la plaza. El joven subió, sin prisa, pero enseguida se sintió asqueado ante la escena que veía ante sus ojos.

—¡¿Pero qué cara es esa?! Vamos, siéntate a lado nuestro y mira la quema de ese traidor. —El deán de Córdoba señalaba un lugar vacío, al lado del sobrino—. Bueno, a él mismo, no…, porque a ese apóstata infiel no se lo encontró más desde que renegó de la ley cristiana y adhirió a la secta de Mahoma, en Argel. Quemarán su imagen y lo enviarán, de una vez por todas, a la hoguera del infierno…

En la plaza, la multitud bramaba ante el paso de una figura de paja, vestida con una túnica pintada con llamaradas donde se quemaban diablos y dragones. Era la señal de que aquel que simbolizaba jamás volvió a la verdadera fe. Después del paso del cortejo de velas encendidas, de los verdugos profesionales en sus grandes uniformes, de mitras, cogullas y sambenitos, la chusma vociferaba improperios de toda especie a la efigie de paja:

—¡Muere, maldito perro! ¡Que arda para siempre jamás en las profundidades del infierno!

—¡Infiel!

—¡Apóstata!

—¡Hereje!

La multitud de imbéciles no cesaba de insultar y proferir bravatas. Antes ya se habían divertido viendo como chicoteaban a los blasfemadores amordazados y a la flagelación de los brujos en la picota, con la cabeza tapada con una mitra.

—¿Sabes a quién quemaron en otra hoguera? —preguntó Fernando, en voz baja y angustiada, cuando su tío se fue a hablar con otros altos dignatarios eclesiásticos.

—No sé… He andado alejado de estas cosas…

Fernando lo miró a los ojos mientras deletreaba la triste noticia:

—Melchor… El pobre eremita… ¡Dicen que lo encontraron con libros heréticos y lo acusaron de falsa conversión al cristianismo!

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