Yulián Semiónov - Diamantes para la dictadura del proletariado

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Diamantes para la dictadura del proletariado: краткое содержание, описание и аннотация

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Tras el triunfo de la Revolución de Octubre, Rusia es un gigantesco tablero de juego. La oposición zarista conspira desde el exterior, las potencias occidentales intentan infiltrar a sus agentes y el gobierno soviético trata a toda costa de reflotar la maltrecha economía del país. Por eso, cuando surgen indicios de que alguien está sacando de contrabando del país diamantes siberianos y joyas incautadas, la Checa, la policía política soviética, encarga a su joven agente Maxim Isáiev que se infiltre entre los contrarrevolucionarios del exilio para suturar esa fuga de riquezas.En Revel, Estonia, se darán cita espías soviéticos, rusos blancos, agentes occidentales y traficantes internacionales de piedras preciosas para jugar una partida despiadada en la que nadie es quien dice ser.

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—¿Y esto? —preguntó Volobúiev—. ¿Qué ha pasado, Lapshín?

—Son del Volga, y el chiquillo hurga en los bolsillos…

—Mételos en la celda, allí lo arreglaremos…

—Ay, gusano, gusano —dijo con amargura una de las mujeres, con el pelo negro y despeinado al descubierto—, seguro que tragas bien de pan, pero mis tetas no tienen leche, y ya ves, mi crío se apaga… Y gracias a Dios te dan ropa…, pero si no hay ni para pan, ¿cómo van a dar ahora dinero por ropa? Mi Nikolashka hurga entre los billetitos, salva a sus hermanos, a sus hermanas.

—Suelta al chiquillo, Lapshín.

—Es que muerde, camarada Volobúiev…

—Eso es que va a vivir —se sonrió sombrío Volobúiev— , al menos los dientes no se le mueven.

Abrió un cajón de la mesa, sacó unas rebanadas de pan, partió la mitad y se la tendió al chico:

—Toma.

Este agarró el pan y, dividiéndolo a su vez en dos, se lo tendió a las mujeres.

Volobúiev resopló y le dio al muchacho el trozo que había decidido quedarse.

—Podéis iros —dijo—. Suéltalos, Lapshín…

Cuando las mujeres se hubieron marchado, Belov dijo:

—Suelta a un ladronzuelo, pero a un hombre honrado…

Un aldeano es un aldeano, por mucho que vaya de uniforme…

Volobúiev lanzó una mirada dura al rostro colorado, juvenil y todavía lampiño de ese joven guapo y vestido a la usanza del viejo régimen, mientras empezaba a rascar la funda de su arma; sacó su Nagant y levantó el percutor. Habría disparado a ese Belov bien alimentado y rosáceo, pero este empezó a lanzar unos gritos tan espantosos y estridentes que Volobúiev se recompuso en un santiamén, aunque la mandíbula se le quedó entumecida y los brazos se le movían como bailando.

—¡Se lo contaré todo! —gritaba Belov—. ¡No dispare! ¡Aquí está todo! ¡En el maletín! ¡Mire! ¡No dispare, buen hombre!

Volobúiev cerró los ojos y se mantuvo así durante unos segundos, después guardó el Nagant en su funda, se acercó a Belov, le quitó de las manos el maletín y, tras abrir los cierres, esparció el contenido en la mesa. Brotó una montaña de oro: tres pitilleras, doce relojes, quince anillos con diamantes, cuatro monedas zaristas de diez rublos.

Volobúiev se quedó un buen rato sentado junto a esta montaña de oro y lentamente tocó todos y cada uno de los objetos… Después —sin que ni siquiera él se lo esperara— dejó caer la cabeza sobre el oro frío y mate y lanzó un aullido, de una sola nota, espantoso, como de mujer…

—Si quieres, quédate todo, pero por Dios te lo pido, déjame ir —oyó a su espalda la voz de Belov—. Quédatelo, nadie lo sabrá, yo seré una tumba, seré mudo, no se me escapará ni una palabra, buen hombre…

Volobúiev se secó las lágrimas, se sonó en un trapo y dijo:

—Discúlpeme la debilidad; la propuesta de soborno la recogeremos en un acta aparte, por supuesto, y ponga del revés los bolsillos: eche encima de la mesa todo lo que lleve.

En los bolsillos de Belov había ciento cincuenta mil rublos, un carnet de trabajador del DEA de la RSFSR y una carta sin dirección con el siguiente contenido:

Grisha, me veo obligado a escribirte esta carta porque una y otra vez esquivas los encuentros personales, algo que me duele, como ser humano y como amigo (perdóname, pero te sigo considerando un amigo, igual que antes, y no un compañero de habitación accidental).

Cuando nos encontramos —¿lo recuerdas?—, eras una de las mejores personas que yo conocía, eras capaz de regalar tu última camisa a un amigo.

Pero ¿qué es lo que te ha pasado, Grigori? ¿De veras el poder del oro y de las perlas es más importante para ti que el poder de la amistad entre los hombres? Si es así, sírvete entregarme una tercera parte de lo que te sacas en el DEA. En caso de que te niegues a cumplir mi petición, denunciaré a las autoridades tu actividad en el trabajo, no la abierta por la que recibes dinero del Gobierno de nuestra república trabajadora, sino la secreta que perjudica a los proletarios infelices y hambrientos. Por consiguiente, si para el día de mañana por la mañana no vienes a nuestro piso y repartes conmigo joyas por valor de 1 (un) millón de rublos, al momento pondré una denuncia en la Checa.

Tu antiguo amigo y ahora conocido

Kuzmá Tumánov

—¿Dónde reside Tumánov? —preguntó Volobúiev.

—En Palija.

—Palija, ¿y eso qué es?

—Hay una calle así, en Moscú.

—Entonces tiene que decir: calle tal, número tal.

—Número doce, piso seis «a».

—¿Cómo es eso, seis «a»? El cinco es cinco, el seis será seis, y si hay siete, pues hay que decirlo.

—¡Maldito burro! —empezó a gritar Belov—. ¿Por qué has tenido que meterte en mi vida? ¡Oscuridad con patas! ¡No voy a hablar contigo! No lo haré, ¿lo has comprendido? ¡No lo haré! —Y entonces Belov se lanzó sobre el agente judicial, pero lo hizo con poco arte, era un muchacho delicado, por eso a Volobúiev no le costó nada darle un puñetazo en el hombro; Belov se cayó y empezó a dar cabezazos al suelo sucio, lleno de escupitajos.

—Lo que tenemos aquí no es un interrogatorio — com entó Volobúiev mientras se alejaba hacia la puerta—, sino sendas crisis nerviosas. Solo que cuando yo aúllo, lo hago por los hambrientos, mientras que tú te comportas como un bruto por los relojes y las monedas, perro sarnoso.

Abrió bien la puerta y gritó:

—¡Lapshín! A ver, alguno, buscadme a Lapshín, que invite a unos testigos y que tire para acá, tengo un burgués baboseando el suelo y sacudiéndose el trasero con los talones.

Ese mismo día la Checa moscovita se llevó a Belov. Se encontraba en estado de postración: entendía mal las preguntas. El médico al que llamaron hizo constar que sufría un fuerte choque y dio al detenido un tranquilizante, no sin ordenar antes que no se le sometiera a interrogatorio en los cinco días siguientes.

El presidente de la Checa moscovita, Messing, 7 escribió su resolución: «Al jefe de la cárcel: pido que se cumplan las instrucciones del médico».

Ninguna de las búsquedas de Kuzmá Tumánov dio resultado: había desaparecido, como si se lo hubiera tragado la tierra.

Un grupo operativo de la Checa de Moscú salió en dirección a la aldea Avérkino, donde vivía el padre de Belov, Serguéi Mokéievich. Antes tenía tres tractores, pero el nuevo poder se los había confiscado en el diecinueve. El registro de la casa del viejo Belov no aportó nada nuevo.

Una semana después el médico vio en el detenido una brusca transformación. Este lo miraba ansioso a los ojos y preguntó en un susurro:

—Doctor, si soy sincero, ¿no me fusilarán?

—Yo solo soy el médico, querido, y de verdad que no conozco los pormenores… A ver, un pie sobre el otro…

—Dios mío, ¿qué pinta aquí el pie? La noche después de que usted se fuera, me desperté empapado de sudor. Me daba miedo abrir los ojos, pensaba que había sido un sueño, ha sido un sueño… Me quedé echado, sin levantarme, después abrí un ojo… el techo gris y la bombilla con rejillas. Y lo que pude llorar, doctor, toda la noche llorando. Aunque llorar era como dulce: ¿cuánto más tengo que llorar en esta vida? Y sentía dolor en una mano, como si la atravesara una corriente, estar tumbado en el catre resultaba incluso agradable… Y mear en el bacín, también es como dulce, tierno…

—Y antes ¿en qué pensaba? —preguntó el médico—. ¿Cuándo empezó con todo eso?

—¿Usted en qué piensa cuando está borracho?

—Huy, mi querido amigo, ya no recuerdo cuando he estado yo borracho…

—Pues yo, borracho, soy tonto. A saber las cosas que puedo llegar a hacer por una moza. Cuando estoy bebido, el coraje se me desata. Y a la mañana siguiente me da vergüenza mirarme al espejo: me escupiría a la jeta, pero achispado me gusto tanto… Entonces soy fuerte, lleno de desprecio, y a las mozas les resulto enigmático.

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