5 «Afectuoso tío», seudónimo del principal tasador de brillantes del DEA de la RSFSR, Yákov Savélievich Shelejés.
6 «Para Chicherin y Krestinski: Las conversaciones con los representantes de las firmas comerciales Chomet, Marchand y Tarlind han sido un fracaso. Ofrecen unas sumas miserables por diamantes, zafiros y esmeraldas. Ga- netski». (Ganetski era el embajador de la RSFSR en Riga. Fusilado en el año 1937. [N. de la T.])
7 Fusilado en 1937.
8 Fusilado en 1937.
EL PRINCIPIO DE LOS PRINCIPIOS
Cuando por la mañana temprano sonó el teléfono en la recepción de la Checa y alguien de voz un poco ronca, con acento extranjero, pidió que lo pasaran directamente con el jefe de contraespionaje, y cuando se aclaró que quien llamaba a los chequistas era el polaco Stef-Stepansky, cuyo expediente era bastante abultado (Stepansky era empleado de la Segunda Sección del Estado Mayor polaco), el miembro del consejo de la Checa Kédrov, 9 siguiendo el consejo de Dzerzhinski, envió a hablar con él al ayujefsecex, a Vsévolod Vladímirov.
—Vsévolod y su brillo son insustituibles en una conversación con los bailarines de polca —dijo Félix Edmúndovich Dzerzhinski—. La juventud de Vsévolod, su elegancia y dulzura nos permitirán comprender con precisión a Stepansky: es perro viejo, tratará de jugar con nuestro muchacho. Y, más pronto o más tarde, todo juego acaba descubriendo al agente, sus intenciones reales. Y negarse a contactar con Stepansky sería poco razonable: tiene acceso a Londres, París y Berlín.
Vsévolod se encontró con Stepansky en un despacho de tabaco en la calle 3.ª Meschánskaia. Tras observar de pies a cabeza y con tenacidad a su interlocutor, el polaco dijo:
—Me agrada que hayamos quedado y comprendo dónde nos encontramos usted y yo. Sin embargo, le pediría que la parte de ajuste de nuestra conversación la mantengamos en la calle, donde nadie vaya a escucharnos. Si nos comprendemos bien «en libertad» —sonrió—, creo que es así como hablan ustedes de «no estar en la cárcel», entonces continuaremos la conversación aquí, donde, como presumo, cada una de mis palabras será audible para al menos dos de sus colegas.
Vsévolod miró alegre a Stepansky, lo tomó del brazo y dijo:
—No voy a ocultarle que no estoy más cansado porque no puedo, así que un paseo no me vendrá mal, sobre todo con un interlocutor tan interesante.
Mientras iba al encuentro del polaco, ya sabía por el servicio de vigilancia exterior que Stepansky vendría solo. Cierto que, por si acaso, se había puesto unas gafas ahumadas con cero dioptrías; pertenecía a esa clase de gente a la que unas gafas le hacían cambiar muchísimo.
Iban por una acera empedrada a través de la que ya había empezado a brotar hierba fresca, como podada a la manera inglesa, pasaban junto a unas casas pequeñitas, y desde fuera parecían dos camaradas dando un paseo.
—Entonces, ¿qué es lo que le ha traído hasta mí? — preg untó Vsévolod.
—Hasta usted no me ha traído nada. Yo he venido a ver a la Checa.
—Loable. A mí como individuo, y a nosotros como colectivo, nos gusta que venga a vernos gente interesante…
—¿Necesita que me presente?
—¿Cómo?
—¿Rango, operación, enlaces?
—A grandes rasgos, ya lo sabemos.
—¿Saben que soy teniente general del espionaje polaco?
—Me parece que recordaremos mejor los detalles si los formula por escrito, ¿no?
—¿Cree usted que voy a ponerme a escribir?
—Lo hará. Si ha tramado algo en contra nuestra, tendrá que seguir el juego. Y si lo que lo ha traído hasta nosotros es una intención auténtica de colaboración, querrá convencernos de su sinceridad y empezará a hacerlo con cosillas sin importancia, a saber: los apellidos de sus amigos, de sus íntimos y familiares. ¿O no es así?
—¡Bravo!
Sus miradas se encontraron. Vsévolod sonrió y en sus ojos no había ni la severidad ni el sentimiento de superioridad que tanto había temido Stepansky.
Vsévolod, a su vez, reparó en que el polaco estaba sin afeitar, que tenía la camisa arrugada, las botas sin limpiar y el abrigo sucio; en el hombro izquierdo había algo de pelusilla, y los dedos estaban cubiertos de esa capa grisácea de suciedad especialmente visible en unas manos tan bien cuidadas y gruesas.
—¡Bravo! —repitió Stepansky—. Razona usted con claridad, joven…
—No merece la pena hacerlo de otra manera.
—No pretendía ofenderlo con la mención a su juventud…
—Eso es algo que no ofende. Al contrario…
—No sé si habrá tenido usted ocasión —dijo Stepansky, que empezaba a cabrearse— de tratar con agentes serios y formales de los servicios de información extranjeros, pero quiero hacerle una observación: el Estado Mayor polaco se encuentra ahora en el centro de interés de todos los países europeos. Yo, en particular, tengo contacto con franceses e ingleses.
—¿Recuerda el nombre de su gente en París y en Londres?
—Naturalmente.
—¿Las operaciones?
—¿Las antiguas?
—Y las nuevas.
—Las que tienen intención de realizar Londres o París, no. Pero sus operaciones no se me escapan, me considero especialista en el mundo de los sóviets… ¿Cuándo va a informar de esta entrevista a sus superiores? ¿Puede llamar a alguno de sus jefes con responsabilidades?
—Ya lo organizaremos —prometió Vsévolod.
—¿Cuándo?
—Dentro de unos siete días.
—No es posible…
—Qué se le va a hacer…
Después de una larga pausa Vsévolod preguntó:
—¿Cuándo le han robado?
No lo sabía con seguridad y no podía saberlo. Simplemente su cerebro —el cerebro de un analista, de un hombre valiente y alegre— había analizado los hechos automáticamente; de toda la cantidad de información recibida Vsévolod había seleccionado la siguiente: en primer lugar, el polaco tenía hambre, pues había mirado varios carteles de tabernas y olfateaba los olores de las salchichas fritas; en segundo lugar, quería fumar, pero no tenía tabaco; en tercero, Stef-Stepansky tenía fama de presumido y su ropa siempre se distinguía por un gusto impecable, mientras que ahora estaba desaliñado y sucio; en cuarto, remarcaba cuanto podía su importancia, algo que suele pasar con la gente que se ve obligada, debido a determinadas circunstancias, a cifrar más esperanzas en el pasado que a confiar en un futuro salvador.
Stef-Stepansky frunció el ceño con repugnancia:
—¿Han sido ustedes?
—¿Acaso sus amigos en la embajada no han podido ayudarlo? —continuó Vsévolod sin responder a su respuesta.
—¿Ha vivido usted en Europa?
—Sí.
—Por lo visto en el ambiente de la emigración… Apoyo mutuo, camaradería y cosas así… Es jov… Perdone…
—Pero no, por Dios, está bien… Es que nosotros no nos ganamos los rangos con la edad.
—¿Con sus cualidades en el trabajo?
—Exacto.
—¿Y quién da dinero en Europa «solo porque sí»?
—Ponga una denuncia y diga que le ha robado la Checa… ¿Es que no le ofrecerían ayuda para el camino de vuelta?
—¡Bravo! ¿Y qué hago en Polonia?
«¡Lo tengo! —se dijo Vsévolod—. ¡El ratón ha caído en la trampa! Allí no tendría nada que llevarse a la boca porque lo echarán del servicio, en el portamonedas se ha llevado algo importante o demasiado dinero. Lo de venir a vernos va en serio, parece».
—Tenga, fume un poco —propuso Vsévolod.
Por la forma ansiosa con que Stepansky daba caladas, intentando al mismo tiempo sujetar el cigarrillo de manera que no quedaran al descubierto sus dedos sucios, Vladímirov terminó de convencerse de que su versión era correcta.
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