1 ...6 7 8 10 11 12 ...19 —Me da que uno de mis amigos de aquí, cuyo nombre, como usted comprenderá, no voy a decir y no diré más adelante —dijo Stepansky—, tiene vínculos con ese mundo clandestino moscovita, pero por fines interesados, personales: compra joyas para él; por cierto, me han birlado un dinero que pertenecía a su familia, dos mil dólares, de esto hablaremos más adelante…
—¿Y si nosotros encontramos a esa persona con nuestros propios medios?
—Son libres de hacer lo que quieran, es su deber. Lo importante es que yo no tenga remordimientos de conciencia. Por cierto, que en ese mundo clandestino se oía el nombre de una vieja muy rica, Yelena Ávgustovna Stajóvich…
Al cabo de tres días, el miembro del consejo de la Checa Gleb Ivánovich Boki 12 convocó al jefe de la Checa Messing, al segundo del jefe de la Sección Especial Búdnikov y a Vladímirov.
Antes de esta reunión, Boki había estado con Dzerzhinski y Unszlicht 13 : había propuesto que se observara con mayor atención a los especuladores de divisas, pero Unszlicht replicó con vehemencia:
—No estamos hablando de eseristas o cadetes que reclaman cual urogallos. Los especuladores de divisas «apolíticos» son bastante más cuidadosos e inteligentes. A cada hora puede engendrarse la salida de Rusia de las joyas. Hay que atraparlos enseguida. Los registros minuciosos, los interrogatorios elaborados con precisión… en este caso el riesgo de desfase no está justificado, no estamos ante un —sonrió— complot contrarrevolucionario que podemos examinar sin prisas…
Boki no estaba de acuerdo con Unszlicht:
—Atraparemos a diez, a doce personas, y dos se irán. O una. Si hay que apretar para sacar información… hagámoslo enseguida, ¡a todos!
—Me da a mí que no tiene razón, Gleb —dijo Dzerzhinski con voz pausada—. El tiempo en que construiremos urinarios públicos con oro lo marcó Ilich con exactitud absoluta: el comunismo… La maldición del vellocino de oro es algo sorprendente. Cuando la demanda esté a la altura de la capacidad, y esto solo será posible cuando las tiendas se doblen bajo el peso de las mercancías, entonces el oro se convertirá en un metal corriente, uno de color mate, sin sabor ni olor. Hasta entonces el oro ofrece a su propietario la posibilidad de tener pan, estoy siendo bruto aposta, y más que a todos los demás, hasta ese momento no vamos a lograr aplastar el poder del oro con arrestos y requisiciones. En una palabra, estoy a favor de realizar la operación hoy mismo. Cada hora es valiosa. En el futuro cercano la NEP 14 nos dará la posibilidad de extraer el oro aquí, en casa.
La redada de la Checa moscovita contra los «centros de oro» clandestinos la encabezó Messing. La operación transcurrió, algo excepcional, de forma pacífica: ni un disparo, ni un intento de huida. Sobre todo cayó gente mayor, respetable. Se comportaron con dignidad, aunque se pusieron muy pálidos y no pudieron estar mucho tiempo de pie, pidieron sillas, las piernas no los sostenían. Y tuvieron que estar mucho tiempo de pie, mientras los agentes de la Checa de Moscú hacían el inventario de los artículos encontrados.
Se le confiscaron bastantes alhajas a la antigua dama de palacio Yelena Ávgustovna Stajóvich. Alemana, hablaba un ruso bastante flojo y por eso Boki le pidió a Vsévolod que la interrogara en su lengua materna. Vladímirov no sabía llevar un interrogatorio, porque su trabajo en el servicio de información política conllevaba una actividad realmente distinta: tan pronto servía siete meses en el grupo de prensa de Kolchak junto al conocido escritor Vaniushin, que después de la derrota del almirante esperó al «capitán ayudante Maxim Isáiev» en Harbin, como salía a Londres o aparecía en Varsovia.
Sin embargo, el tiempo apremiaba; los tres traductores que servían en la Checa estaban trabajando fuera y esperar su regreso sería inoportuno.
—Buenas tardes —dijo Vladímirov mientras le ofrecía asiento a la mujer—, tengo unas preguntas para usted.
—¿Es usted alemán?
—Ruso.
—¿Trabaja aquí por su propia voluntad?
—Completamente.
Stajóvich se comportaba con una dignidad sorprendente, lo que gustó a Vladímirov. Había llegado a ver a gente que se arrastraba por el suelo, que se mesaba los cabellos, que intentaba besar las botas de los chequistas, que mendigaba clemencia, mientras que esta anciana estaba tranquila, tenía la mirada fija y atenta en la cara de su interlocutor, la estudiaba.
—Veamos, lo primero: ¿por qué tiene esas joyas?
—Son joyas de la familia. No soy responsable de ellas, me llegaron de mis antepasados, nobles rusos…
—Entonces sírvase responder a mis preguntas en ruso — señaló Vladímirov con brusquedad—. Para usted el concepto «ruso» es particularmente abstracto, como, por cierto, lo fue para sus antepasados.
—No se atreva a hablar así a una dama de la soberana rusa.
—Sí me atrevo. Si «ruso» hubiera sido para usted la esencia, la vida, el dolor… ¡habría pensado en cuántos millones de rusos morían y morían de hambre! Y con esas piedrecitas suyas se podría haber dado de comer a un vólost.
—No hemos sido nosotros quienes hemos traído esta hambre a Rusia…
—¿Yo, entonces?
—Usted. Y la banda a la que sirve.
Vladímirov miró muy serio a la mujer, a su cara tranquila y estirada, y dijo:
—Una «banda», de acuerdo con el ordenamiento de la legislación penal, es un grupo de criminales que sustrae bienes ajenos por medio del asesinato, el robo y el soborno. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí.
—Y ahora le pregunto, ciudadana Stajóvich: ¿por qué me miente?
—Si se atreve a seguir en ese tono, me negaré a responder. Mi vida ya está vivida, no me asustará con la muerte.
—No pretendo asustarla con la muerte. Es más, mañana mismo la dejaremos libre… Pero encontraremos la forma de decirle a la gente, y nuestra prensa se lee en París y en Londres, que usted, tras sobornar a esa persona que usted y yo sabemos, recibió hace una semana en el antiguo Banco de los Mercaderes, presentando un certificado falsificado, estas joyas del edecán del gran príncipe Serguéi Alexándrovich y que ahora está haciendo trámites para hacer pasar las joyas por suyas, de su familia, que le han llegado como herencia de sus antepasados nobles siguiendo la forma y el fondo de la ley.
—¡No, no! —de pronto empezó a susurrar Stajóvich—. ¡No, no!
Cada palabra de las pronunciadas por Vladímirov era cierta.
La vigilancia a la que se había sometido a Stajóvich después de las declaraciones de Stef-Stepansky había dado unos resultados asombrosos: vieron a la anciana entrando a su casa ya avanzada la tarde y llevando una maletita. En el interrogatorio el cochero dijo que la anciana lo había contratado junto al Banco de los Mercaderes, de donde había salido con un hombre. Este se fue a pie por una travesía, mientras que la anciana regresó a casa «conmigo», según dijo el cochero. Atraparon a la anciana enseguida, ni siquiera tuvo tiempo de esconder las joyas. Lo único que no sabía Vladímirov era el apellido de su acompañante, por eso se había expresado de esa forma —«tras sobornar a esa persona que usted y yo sabemos»—, contando con que, después de un golpe tan demoledor, la anciana se descubriría por completo.
—¡Sí! —dijo él—. ¡Sí! Y, ahora, dejémonos de emociones. Vayamos a los hechos. La dirección de su acompañante: ayer salió con él del Banco de los Mercaderes…
—¿Sabe acaso usted qué significa el último amor de una mujer? ¡No lo descubriré! Es un encanto, es el más cariñoso, es honrado y resuelto, como Otelo…
—Para mí, Otelo es la persona más repugnante de la literatura —dijo burlón Vladímirov, rompiendo el ritmo del interrogatorio—, se apropió del bárbaro derecho de quitarle la vida a otra persona, rindiéndose al ciego sentimiento de los celos… Según la ley universal, habría que juzgarlo por monstruo asesino…
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