El acto de disentir no significa necesariamente una oposición incondicional al poder. En una comunidad democrática también puede darse una forma de disenso que reconozca que toda deci- sión necesita de un actuar comunicativo, que toda ley, lejos de ser definitiva, puede ser dialógicamente evaluada, sin que esto perjudique a la estabilidad de la comunidad.
De ello resulta que —con Spinoza, más allá de Spinoza— el disenso es coesencial con una verdadera comunidad fundada sobre relaciones democráticas horizontales entre individuos libres, iguales y solidarios. Al igual que la sustancia de la Ética , en el plano ontológico, existe en la pluralidad infinita de sus atributos, así la comunidad democrática del Tratado teológico-político prospera en la libre manifestación infinita de sus formas de ser y pensar. En los espacios de la comunidad democrática, el disenso favorece un poder que no es ni estático ni laxo, sino in fieri , siempre mejorable gracias a un disentir que no se reprime, al contrario, se admite y toma en la debida consideración por su labor constante de perfeccionamiento de la comunidad a la que pertenece.
En el marco de una democracia fundada sobre relaciones entre individuos libres, iguales y solidarios, el objetivo no es una sociedad sin oposición —que produciría una recaída en lo «práctico-inerte» criticado por Sartre 3 —, sino una estructura sociopolítica donde la oposición sea una práctica compartida y reconocida como fundante del ser social.
En este sentido podemos afirmar con justicia que «la democracia es una forma de gobierno que se basa en el disenso» 4 y que, para existir de forma estable, no puede renunciar ni a él ni a su libre expresión.
Por paradójico que pueda parecer a primera vista, el consenso no es el rasgo peculiar del régimen democrático: lo necesita pero no es suficiente. Incluso la dictadura más brutal, en efecto, puede gozar del más amplio consenso. El quid proprium de la estructura democrática debería ser el disenso como figura no solamente tolerada, sino reconocida, practicada y promovida libremente por una comunidad de individuos igualmente libres. Una dictadura sangrienta y cruel puede apoyarse en el consenso, pero nunca va a tolerar la supervivencia de formas de disenso en su propio marco sociopolítico 5 .
A la luz de estas rápidas consideraciones, se puede afirmar con certeza que la democracia sigue siendo una orientación teleológica, una meta a la que aspirar y no una forma política ya realizada en las estructuras de lo existente.
Si bien es cierto que «cuando el disenso se calla, para una democracia debería sonar la alarma» 6 , esto supone que las configuraciones actuales de la sociedad de masas aparecen cada vez menos genuinamente democráticas, debido a una triple tendencia: a ) el vaciamiento de la soberanía popular (reemplazada por las imposiciones sistémicas, por la voluntad de los mercados y el eficiente automatismo de los gobiernos técnicos); b ) la desigualdad cada vez mayor entre el vértice y la base que conduce a la polarización hiperbólica de la sociedad; c ) la atrofia generalizada de las formas de disenso, así como la negación de los espacios del pensamiento antagónico y no alineado con el orden simbólico imperante. Esta última tendencia es la que queremos abordar en las páginas siguientes.
En el contexto de la moderna civilización tecnológica, donde las masas actúan cada vez más como cajas de resonancia de la ideología y son manipuladas para construir un consenso pasivo, la capacidad para disentir está fisiológicamente debilitada y, cuando todavía existe, se obstaculiza mediante formas que van desde el silenciamiento hasta la persecución a través de la prensa y los medios de comunicación de masas.
Lejos de vivir de disensos y descansar en el acto comunicativo entre individuos igualmente libres y solidarios, las estructuras políticas (que se declaran incesantemente democráticas), después de 1989 están a una distancia sideral del concepto de democracia también en este sentido.
El acto de disentir es sancionado con nuevas formas de demonización o condenas al ostracismo, impidiendo su propia génesis y fomentando, al mismo tiempo, la proliferación planetaria de un pensamiento único homologado que, falsamente pluralista, promueve siempre y solo el orden simbólico legitimador de las auténticas relaciones de fuerza centradas en la muy concreta abstracción que solemos llamar capitalismo.
En el mundo premoderno y en gran parte de la aventura moderna, tal como la conocemos, el acto de disentir fue castigado y perseguido; sus protagonistas a menudo —desde los herejes a Giordano Bruno— pagaron con sus propias vidas. En la Atenas democrática del siglo IV a. C., por ejemplo, el disenso estaba prohibido y condenado al ostracismo, al considerarse peligroso para la estabilidad de la comunidad.
Y desde la antigua Roma hasta la época de las comunas italianas, muchos autores afirman que el disenso provoca la decadencia y el colapso de la estabilidad política. En la obra Res gestae (XV, 3), Amiano Marcelino nos dice que en sus tiempos incluso daba miedo contar los sueños por temor a ser demandado a causa del contenido potencialmente no alineado con el orden dominante.
A lo largo de la historia occidental, el disenso, si no quiere pasar a la figura del martirio, debe disciplinarse y permanecer aprisionado en la conciencia del yo individual, de acuerdo con esa convivencia aporética entre la contestación secreta y la aceptación simulada del poder codificada por los pensadores «libertinos» del siglo XVII y resumida en la máxima foris ut moris, intus ut libet (exteriormente como se acostumbra, interiormente como se quiera).
En el modelo del Leviatán (1651) de Thomas Hobbes, el poder absolutus del Estado se extiende ubicuamente, pero, al mismo tiempo, no puede acceder a la conciencia del yo individual, quia cogitatio omnis libera est (pues el pensamiento es libre) 7 . La conciencia, siendo estructuralmente incoercible es, en el dispositivo teórico de Hobbes, un rincón del estado de naturaleza que ningún poder o contrato social puede corromper o forzar. Constituye, pues, la base para pensar diferente que, aunque solo in interiore homine , ya plantea, en perspectiva, la posibilidad de un derrumbe del orden establecido.
La Revolución francesa, a fin de cuentas, puede verse justamente como el resultado de la dinámica de extensión y socialización del disentir individual que el Leviatán había reconocido como la dimensión inquebrantable por parte del poder absolutus de la máquina estatal 8 .
En sus formas actuales, impropiamente llamadas democráticas, el poder ha cambiado de cara. Ya no reprime el disenso como en el pasado. Actúa simplemente para que no pueda constituirse. No recurre a la represión ni a la tortura, puesto que, en ausencia de cabezas realmente discrepantes y de espíritus rebeldes, ya no es necesario.
El poder no castiga los cuerpos, se apodera de las almas. Procura que el siempre elogiado pluralismo de las múltiples voces que animan a la aldea global se resuelva en un monólogo de masas que dice siempre lo mismo: todos elogian igualmente —aunque aparenten criticarlo— el orden real y simbólico de la realidad existente, de acuerdo con lo que la Sociedad del espectáculo de Debord define como el «monólogo elogioso» (§ 24) del orden dominante.
Este anula la posibilidad de que se forme la cogitatio libera (libertad de pensamiento) en la interioridad del individuo a la sombra del poder. El poder absolutus se cumple cuando conquista y administra incluso el espacio mínimo de la conciencia individual como célula genética del disenso. El sistema electoral de las modernas democracias occidentales ofrece, tal vez, la prueba más deprimente de esta pluralidad ficticia en la que la elección es libre y falsa a la vez, puesto que, cualquiera que sea el resultado, sale ganando «la ideología de lo mismo», fragmentada en una multiplicidad organizada.
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