Una segunda distinción digna de mención es la traducibilidad del disenso en acciones consecuentes. Paradójicamente, la máxima intensidad a veces puede coexistir con la mínima traducibilidad en acciones consecuentes. Este es el caso de los que rechazan completamente la estructuración de la sociedad, pero, al mismo tiempo, no realizan ningún tipo de acción para contrarrestarla de manera factual.
De modo diametralmente opuesto, los que disienten con una intensidad mínima, tal vez negando un aspecto o una norma de la sociedad, luego pueden traducir su pensamiento divergente en acciones más radicales y eficaces.
En el caso del revolucionario, por ejemplo, la máxima intensidad se combina con la máxima traducibilidad en acciones coherentes: su acción se lleva a cabo con el derrocamiento del orden establecido y el tránsito hacia una estructura sociopolítica diferente. Su lema es: «¡El hombre solamente puede perder sus cadenas, pero puede ganar el mundo entero!».
Otro parámetro importante para esbozar una tipología del disenso implica al sujeto, que se convierte en portavoz de dicho desacuerdo: puede ser el individuo o el grupo como sujeto unitario.
Tal como hemos insinuado, el disenso se origina siempre en el sentir diferente de la conciencia individual, para luego organizarse en formas grupales que van desde la protesta a la revolución. En ambos casos, se puede caracterizar por una profundidad tanto mínima como máxima, por una traducibilidad extremadamente grande o notablemente reducida. En efecto, tanto el individuo como el grupo pueden sentir de manera diferente, ya sea sobre un solo aspecto, ya sobre el ordenamiento general, transformando su disentimiento en la acción más radical o en la pasividad más completa. El caso de la máxima profundidad y mayor traducibilidad atañe, por lo que concierne al individuo, a la rebelión en el sentido que le da Ernst Jünger y, en lo referente al grupo, a la revolución, en el sentido de Marx y Lenin. Otro parámetro importante es cómo el disenso se relaciona con las leyes y los ordenamientos. Se puede estructurar en formas legales y, por tanto, cumplir con las leyes, encontrando en ellas su propia garantía: como ejemplo podemos mencionar las huelgas que tuvieron lugar en Europa en la segunda mitad del siglo XX.
Pero también puede darse en formas alegales, cuando se lleva a cabo según modalidades que el ordenamiento no contempla, pero que tampoco lo violan. Por último, llamamos disenso ilegal el que no respeta las leyes y va abiertamente en contra de ellas. El caso paradigmático sigue siendo, una vez más, el de la revolución. Otra categorización del sentir discrepante podría ser la que propone Albert Hirschman en su estudio Salida, voz y lealtad 3 (1970) distinguiendo entre la salida y la protesta. La «salida» ( exit ) coincide con la retirada del consenso que se da cuando el sujeto ya no comparte el modus operandi de la organización o del sistema en el que está involucrado.
Sin llegar a transformarse en el derrocamiento de la situación objetiva, la «salida» ( exit ) produce una simple, y a veces silenciosa, desafección por parte del sujeto. Es, por ejemplo, el caso del consumidor que deja de comprar ciertos productos por razones específicas, o del empleado que abandona su trabajo y busca otro.
La «protesta» ( voice ), por su parte, consiste en dar voz a la desafección, modulada de manera que pueda afectar al funcionamiento de la organización o del sistema del que se forma parte. La defección deja el sistema tal como es, por lo menos al principio; la protesta, en cambio, pretende transformarlo.
Por ejemplo, en el caso de un colegio que no responde a nuestras necesidades, la defección sería retirar a nuestros hijos y matricularlos en otro. La protesta, por su parte, se organizaría a fin de corregir las deficiencias del instituto y mejorarlo operativamente. Figuras de la protesta son, en este sentido, la huelga, el sabotaje y el motín.
Para Hirschman, la defección y la protesta son, a la vez, formas de desmoronamiento de la «lealtad» ( loyalty ) al sistema. La primera es de tipo individual. La segunda, en cambio, tiene que ver con las personas que se agrupan y actúan no para alejarse individualmente de la situación presente, sino para cambiarla juntos.
La salida se plantea como meramente destituyente. La voz o protesta pretende, por su parte, recrear sobre los cimientos del orden anterior.
1.T. W. Adorno, Minima moralia. Meditazioni della vita offesa [1951], ed. de R. Solmi, Einaudi, Turín, 1979, p. 48 [ Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada , Akal, Madrid, 2008].
2.Cf. G. M. Chiodi, Tacito dissenso , Giappichelli, Turín, 1990, p. 150.
3.A. Hirschman, Salida, voz y lealtad [1970], FCE, México, 1977.
«¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice que no. Pero si se niega, no renuncia: es además un hombre que dice que sí desde su primer movimiento. Un esclavo, que ha recibido órdenes durante toda su vida, juzga de pronto inaceptable una nueva orden».
A. Camus, El hombre rebelde
En sentido estricto, el disenso debería ser una virtud constitutiva de las políticas democráticas. Tanto que, tal vez sin equivocarnos demasiado, la democracia podría definirse, en términos ideal-típicos, como el gobierno que no solo acepta y no reprime el disenso, sino que encuentra en él su fuerza y no su debilidad.
Este es el horizonte de sentido dentro del cual se orienta Spinoza, el primer gran teórico moderno de la democracia y, a la vez, el primer sistematizador del disenso como virtud peculiar de esta forma de gobierno. Mediante la categoría de libertas philosophandi , en las páginas del Tratado teológico-político (1670) hallamos la primera reclamada apología del disenso político en Occidente, posterior al ius resistentiae codificado por el pensamiento medieval 1 .
Según un entramado de geometrías variables de rebelión y tolerancia, cada cual debe ser libre, a juicio de Spinoza, de expresar sus propias ideas, aun cuando vayan contra el orden constituido, y de filosofar sobre cualquier tema, sin incurrir en la censura o en la persecución a manos del poder religioso.
Lo importante es que se respeten siempre las leyes vigentes y el orden constituido, aunque se cuestione en el plano teórico. En ello radica la «libertad de filosofar y decir lo que cada uno piensa» 2 ( libertas philosophandi dicendique quae sentimus ), como escribió Spinoza en una famosa carta. En la estela del pensador de la Ética , podríamos afirmar justamente que la democracia realizada es la forma política que permite una coexistencia armónica entre el individuo y la comunidad, la mayoría y la minoría, evitando que la persona sea aplastada por la tiranía de la mayoría, y pueda reivindicar abiertamente su derecho a pensar de otra manera ante la presencia del consensus generalizado.
Desde esta perspectiva, el disenso no corrompería el poder democrático, más bien lo fortalecería. Activaría prácticas de diálogo sobre temas importantes y pondría en tela de juicio, una y otra vez, las geometrías de todo lo existente y la estructuración de las formas políticas.
Surgiría así un poder constituido y, al mismo tiempo, que debe constituirse continuamente en el juego de la legitimidad dialógica, y en el espacio de una comunidad integrada por individuos igualmente libres y solidarios, capaces de entablar un diálogo y enfrentarse con la fuerza dócil de la razón. El derecho a disentir, que el poder intenta tradicionalmente amortiguar porque constituye un factor debilitante, con el advenimiento de la democracia se convertiría en un elemento de fuerza y consolidación del orden político. El debate público libre, marcado por la alternancia de disenso y consenso fortalecería la comunidad democrática, mitigando la tendencia fatal a la uniformidad del despotismo; reforzaría la fe en la regla democrática como método basado en el conocimiento consciente tanto de la falibilidad de los juicios como de su legitimidad gracias a la igual participación en su elección.
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