Vicent Sala - El cazador de escarabajos

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París, 2018. Adrien Bélanger es un ex policía atormentado por su pasado. Gracias a la influencia de su antigua compañera y amante, logra participar en un insólito experimento gubernamental que se propone crear agentes psíquicos. Pero nada sale como estaba previsto.
Mientras, Maurice Pourault, un informático con ansias de venganza, idea un macabro juego de rol a escala 1:1, con París y sus catacumbas como escenario, en el que los participantes son títeres inconscientes en su plan asesino.
Dos vidas contrapuestas, dos historias en paralelo condenadas a cruzarse. Y cuando esto ocurra, solo uno podrá prevalecer…
Una novela trepidante, salpicada de un humor irreverente, que nos cuenta cómo los recuerdos que se estancan producen monstruos.

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Una vez elegidos los participantes, desarrollé un perfil para cada uno, gracias al cual les pude adjudicar la pertenencia a la tribu que más se ajustaba a sus características.

Solo faltaban doscientas sesenta y tres horas para comprobar si había confeccionado un equipo idóneo para mi venganza.

Capítulo 7

Una semana después, Bélanger recibió una llamada de la DGSE: había sido aceptado para la fase de experimentación. Recibió la noticia con alegría: se sentía sano —solo había tomado alguna que otra cerveza al día y no se había acercado a la cocaína— y también optimista. No podía acudir con una actitud mejor a la que, tal vez, fuera la prueba de su vida.

Lo habían citado en la misma clínica a las siete de la mañana del día siguiente. Llegó cinco minutos antes; esta vez le abrió otra enfermera, igual de encantadora que el chico de la primera vez. Sin hacerle esperar, volvieron a aventurarse por el mismo pasillo “secreto” hasta la misma sala, pero en esta ocasión había tres personas: la pareja insípida ahora escoltaba a otro hombre, de cincuenta y muchos o sesenta y pocos, fornido como un leñador, calvo, pecoso, y con una tupida barba blanqueada por algunas canas que aún no habían llegado a sofocar del todo la fogata de su pelo.

—Adrien Bélanger, ¿no es así? —El hombre se levantó y le dio un apretón de esos que pulverizan los metacarpos—. Soy François Vipond, responsable científico del experimento, y ya conoce a mis ayudantes, Patrice Bernard e Inès Sapritch.

—No nos presentaron, pero sí, vaya, quién podría olvidarlos.

—Sin duda, son de esas personas que dejan huella, ¿verdad? —convino Vipond, mientras expulsaba una sonora carcajada y descargaba cada palma en las respectivas espaldas de sus subordinados que, por primera vez, reflejaron un cambio de expresión en sus rostros.

—Bueno, Adrien, espero que no le importe que le llame por su nombre, ¿no? Lo imaginaba. Bueno, ya supondrá que ha sido seleccionado para ser uno de los aspirantes a... superespía. —Formó unas comillas con los dedos y levantó las prominentes cejas.

—Sí, tengo una vaga idea del objetivo de este proceso, pero no le negaré…

—Siéntese, Adrien, haga el favor —le rogó Vipond con campechanía—. ¿Quiere un vaso de agua?

—Gracias… Pues eso, no le negaré —prosiguió Bélanger— que estoy muy intrigado con todo este asunto.

Vipond, con las manazas entrelazadas encima de la mesa, lo miró complacido.

—Sin duda, no es para menos. Ni nosotros mismos nos lo acabamos de creer, ¿verdad, Patrice? —Gozoso, apretó el pobre brazo de su sufrido colaborador—. Bueno, no se preocupe, en unos días sabremos si ha valido la pena todo este gasto público. Por cierto, he visto que tiene estudios de Psicología, ¿cierto? Bueno, nosotros somos neurólogos, o sea, sí que hemos estudiado de verdad, ¡ja, ja, ja! —Y, como queriendo completar la presunta gracia, alargó su brazo con la velocidad de un boxeador y le propinó un suave bofetón a Bélanger—. Bueno, Adrien, antes de continuar, una pregunta sencilla: ¿diría que es una persona escéptica?

Bélanger reflexionó unos momentos antes de responder.

—Si se refiere a que no creo en fenómenos paranormales o sobrenaturales, en efecto, soy bastante escéptico. Si me está hablando de este experimento en concreto, le aseguro que tengo una fe absoluta en ustedes y mi Gobierno. —Y dibujó la sonrisa más amplia que su boca le permitía.

—No lo dudo, querido Adrien —respondió Vipond, siguiéndole el juego—. Supongo que sabrá que no es la primera vez que se intentan desarrollar las capacidades psíquicas con tales propósitos.

—Para utilizarlos en operaciones de inteligencia y contrainteligencia, quiere decir. Sí, sé que los americanos y rusos lo intentaron hace unos años.

—¿Conoce el caso del señor Ingo Swann? —Fiel a su estilo, Vipond formuló su pregunta con teatralidad, enfatizando lo enigmático del asunto.

—La verdad es que no —reconoció Adrien—, pero debe tratarse de alguien importante, en vista de que se han inspirado en su nombre para crear mi identidad falsa 2.

—Así es, mi joven amigo —aprobó el robusto científico—. Ingo Swan era el más conocido de los presuntos psíquicos que fueron “reclutados” por el ejército estadounidense, allá en los setenta, para servir en su unidad de “visiones remotas”.

—El proyecto Stargate —aclaró Sapritch.

—Sí, así se llamaba. Gracias, Inès. El propósito de este departamento era utilizar a estos videntes para detectar objetivos soviéticos en cualquier parte del globo, como silos nucleares, submarinos atómicos y cosas por el estilo. Según los parapsicólogos, los resultados fueron espectaculares. No obstante, el proyecto se canceló en los ochenta: Ingo y compañía lo achacaron a los recortes de presupuestos derivados del fin de la Guerra Fría, aunque, según él, el principal motivo fue que los agentes paranormales sufrían severos trastornos mentales debido a algunas visiones perturbadoras, como la detección de experimentación rusa con prisioneros políticos.

—Sin embargo, esa no fue la verdadera razón —intervino Bernard.

—Cierto, Patrice —corroboró Vipond—. El proyecto fue cancelado porque los superespías no daban informaciones concluyentes. Ellos echaron la culpa a los recortes, pero la realidad era que acertaban menos que una escopeta de feria…

—Si hubieran sido eficaces, les habría salido más barato ahorrar en satélites —bromeó Bélanger.

—¡Ja, ja, ja! Sí, así es —aseveró alegre Vipond—. Bueno, para ir al grano, la gran diferencia respecto al proyecto Stargate es que nosotros no buscamos sujetos con capacidades extrasensoriales; los crearemos. De hecho, los hemos creado ya. Acompáñeme.

Vipond se levantó y se dirigió hacia la puerta, secundado por sus dos adláteres. Bélanger los siguió. Salieron los cuatro de la habitación y continuaron por el pasillo, hasta llegar al fondo, donde había un ascensor que utilizaron para descender a dos pisos de profundidad. Al abrirse las puertas, Bélanger vio que se encontraban en una amplia sala blanquísima, incluso más que el resto del edificio, dotada de material y equipos médicos de toda clase: dos tomógrafos, un aparato de resonancia magnética, electroencefalógrafos, camillas con catéteres de drenaje, y otros artilugios que Bélanger, a pesar de su formación como psicólogo, no había visto en su vida. Hasta había un enorme hormiguero, cortado en vertical y contenido por un cristal para posibilitar el examen de la vida de la colonia, como en los museos de ciencias. En el fondo de la estancia, había varios científicos ocupados manipulando algunos instrumentos y haciendo comprobaciones.

Vipond se detuvo al lado de la máquina de resonancia magnética y le miró complacido:

—Bueno, aquí es donde le vamos a convertirlo en un Uri Geller, pero de verdad. Ya ve que el Gobierno no ha escatimado en gastos. Si le lobotomizamos, al menos siempre podrá afirmar que habrá sido usando material de la mejor calidad… Si es que pudiese decir algo, ja,ja —rio Vipond, descargando una de sus cariñosas palmadas contra el aparato que, en efecto, resultó ser de la mejor calidad.

—Eso es fascinante —admitió Bélanger. Una vez leí algo sobre un proyecto del KGB. Afirmaba que habían desarrollado un método para “sincronizar” los hemisferios cerebrales: se suponía que así conseguirían activar ciertas capacidades “ocultas” del cerebro. Siempre pensé que era una patraña para fastidiar a los americanos… ¿Era cierto, entonces? ¿O los tiros no van por ahí?

Con una mueca de sarcástica suficiencia, Vipond se acercó a Bernard y, con el hombro, le dio un empujón por la espalda que sin duda pretendía ser afable. El otro, después de apoyarse en una camilla para no perder el equilibrio, interpretó el gesto como una señal para que tomase el relevo en las explicaciones:

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