Miguel Ángel Novillo López - La vida cotidiana en Roma

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En La vida cotidiana en Roma, Miguel Ángel Novillo López, haciendo uso de su rigor como historiador y empleando un estilo ágil y ameno, aúna la magnífica historia de la vida cotidiana en la antigua Roma combinando y analizando para ello una gran variedad de fuentes y materiales de diversa naturaleza. Nos permitirá dar respuesta a varias controversias y rechazar dogmas inválidos, abordando desde diversas ópticas cuestiones de gran novedad e interés. Se ofrece, por consiguiente, un cuadro ameno y riguroso del quehacer cotidiano y de las señas de identidad de la civilización más brillante de la Historia.

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La dinastía Flavia, que se instauró como consecuencia inmediata de la guerra civil, puso de manifiesto la fuerza de los ejércitos provinciales frente a las cohortes pretorianas. Los emperadores de esta dinastía se apoyaron en los caballeros, quienes terminaron sustituyendo a los libertos imperiales en los altos cargos de la administración central.

Con la dinastía de los Antoninos el hasta entonces tradicional sistema de sucesión hereditaria fue sustituido por el de la adopción del mejor, en el que el soberano elegiría a la persona que le pareciera más indicada en función de los méritos políticos y militares alcanzados. Los años en los que se prolongó esta dinastía estuvieron caracterizados por una gran estabilidad interior fundamentada en un consenso total entre el emperador y el Senado. Asimismo, existió un consorcio entre las clases dirigentes y el Estado, y entre la plebe y sus respectivos gobernantes, así como una mayor participación de las provincias en el sistema imperial. Además, la plebe disfrutó de más repartos de alimentos o dinero que en ningún otro momento, y los libertos imperiales tuvieron una gran relevancia en la burocracia estatal, si bien se encontraban subordinados a las clases superiores.

Los años de gobierno de los emperadores de la dinastía Severa y los de la crisis del siglo III ocuparon un periodo durante el cual las condiciones socioeconómicas del Imperio sufrieron numerosas transformaciones que condujeron a la quiebra del sistema imperial, debido a que, entre otras razones, el Senado perdió todo su poder y se reorganizó la posición de los caballeros en la órbita de la administración central, se acentuó la posición eminente del ejército como medio de promoción social, política y administrativa, se produjo la crisis del tradicional esquema fundamentado en un Imperio de ciudades, se modificaron las bases ideológicas del poder imperial y los ejércitos provinciales fueron los directos responsables de elegir y deponer a los emperadores.

Ante la inminente descomposición del Imperio, máxime cuando los bárbaros continuaban presionando en unas fronteras muy distantes entre sí, y ante la necesidad de retener en el poder a un hombre que dotase de estabilidad institucional al sistema, Diocleciano puso en práctica una profunda reorganización cuyos pilares fundamentales se materializaron con la Tetrarquía, un sistema ideado para el reparto de las competencias que concernían al emperador. Por ende, en vez de uno, habría cuatro: dos augustos, acompañado cada uno de ellos de un césar más joven, unidos por lazos religiosos y familiares. Este sistema debía garantizar por un lado la recuperación política, económica y social, así como un orden seguro de sucesión, y por otro la eliminación del peligro de las usurpaciones internas y de las amenazas externas.

Con la victoria de Constantino en la batalla de Crisópolis del 324, se ponía fin a la diarquía instaurándose la unidad del Imperio bajo un único poder, confirmando definitivamente la sucesión hereditaria que eliminaba el sistema de sucesión diseñado por Diocleciano.

Si bien es cierto que la tradicional unidad política del mundo mediterráneo iniciada en época augustea se vio amenazada en numerosas ocasiones, el proceso de desintegración no se consolidó de forma plena hasta la muerte de Teodosio en el año 395.

Generalmente, la tradición historiográfica ha situado el final del Imperio de Occidente en el 476, aunque hacía ya muchos años, concretamente desde la batalla de Adrianópolis del 378, que los emperadores de Occidente habían visto cómo sus dominios se habían reducido progresivamente a consecuencia del acecho de los distintos reinos bárbaros. Desde entonces, los emperadores de Oriente iniciarían una serie de intervenciones directas en Occidente con el único objetivo de recuperar su autoridad sobre algunos territorios próximos a las costas mediterráneas.

La esclavitud

La fuerza económica de Roma se fundamentó en un sistema esclavista en el que la afluencia masiva de esclavos estaba garantizada gracias al imperialismo romano.

En relación con el origen, eran esclavos aquellas personas que habían nacido como tales, los prisioneros de guerra, los criminales convictos condenados a trabajos forzados y los bebés abandonados. Asimismo, también eran esclavos aquellas personas que a consecuencia de las deudas eran vendidas como tales por sus acreedores a los mercaderes de esclavos, es decir, a los mangones.

El Derecho romano clasificó a los esclavos como simples objetos dotados con el don de la palabra –Catón el Censor designaba a sus esclavos como ‘herramientas parlantes’ y optaba por su venta antes de que envejecieran y fuesen demasiado caros de mantener–. Como norma general, las familias de la aristocracia romana llegaron a contar con un número de esclavos domésticos que oscilaba entre los cinco y los doce. En ningún momento dispusieron de estancias propias, sino que dormían en los pasillos, en la cocina o apiñados en una habitación cualquiera. Sólo uno de ellos, el favorito del dominus, dormiría en el suelo delante de la habitación de su amo a modo de perro guardián.

Los esclavos en venta se exponían en fila sobre un palco de madera como si de una mercancía más se tratase. Se vendían tanto hombres como mujeres y niños. Con pocas palabras y con un lenguaje realmente cruel, los mercaderes de esclavos anotaban en los carteles o tituli que pendían del cuello de cada esclavo la nacionalidad, las aptitudes y los defectos. Generalmente, los mejores podían llegar a costar hasta doce veces más que los corrientes. En este sentido, Séneca relata que en numerosas ocasiones los mercaderes de esclavos exageraban en el momento de exponer las cualidades de aquellos que estaban en venta con el único propósito de conseguir el mayor beneficio posible –de hecho, era común poner nombres griegos a los esclavos cultos como marca de calidad para venderlos a un precio más alto–. No obstante, los compradores podían palpar los cuerpos de los esclavos para comprobar su estado físico y valorar o no la compra.

Básicamente los esclavos se diferenciaban en ordinarii, es decir, aquellos que estaban especializados en un oficio concreto, y en vulgares. Los esclavos podían atender a oficios muy diversos: algunos de ellos se ocuparon de la administración, como el dispensator o encargado de la gestión de los libros, el arcarius o tesorero, y el sumptuarius o contable; otros se ocuparon de la limpieza y de la asistencia en el hogar y en las cuadras; otros eran simples sirvientes de los amos especialmente en lo que se refería al vestido, al baño y a la preparación de la parafernalia de los banquetes. Asimismo, también existían esclavos cultos de origen griego que se ocuparon de la educación y de la tutela de los hijos de la aristocracia. Por otro lado, se encontraban los esclavos públicos propiedad del Estado, y que trabajaban en las termas, en el servicio de extinción de incendios, los almacenes de alimentos o la construcción de diferentes obras públicas.

El mercado de esclavos estaba muy bien reglamentado, pues el mercader debía pagar el derecho de transacción y una tasa sobre la venta de cualquier esclavo. Esta actividad, bastante despreciada por los romanos, era generalmente ejercida por mercaderes de procedencia oriental.

¿Cuál solía ser el destino de los esclavos? Podían acabar como siervos de la casa de un patricio y convertirse con el tiempo en libertos; bien distinto era su destino si terminaban en una tienda para portar pesados fardos con un exesclavo como padrón; pero peor aún era acabar en las canteras o en la propiedad agreste de un adinerado patricio donde las esperanzas de vida eran realmente escasas.

Ahora bien, ¿cómo se reconocía a un esclavo? Apiano nos lo desvela: era suficiente con fijarse en las modestas prendas que vestían y buscar los detalles más significativos, pues muchos de ellos portaban una pequeña placa colgada al cuello y otros incluso un collar donde se escribía el nombre y, en algunas ocasiones, la recompensa que se debía entregar en caso de que el esclavo se diera a la fuga.

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