«El carácter conocido del infante don Felipe es un motivo suficiente para impedir su vuelta; es de cortos alcances y también muy francés en todo, al punto de que hace alarde de no entender la lengua castellana». Walpole, de quien son estas palabras, no desconocía en junio de 1747 que el objetivo de continuar la guerra en Italia «no es por conformarse con la política antigua de la reina, sino para satisfacer a los soberanos actuales». Estaba ya seguro de que España aceptaría la paz próxima con solo ceder en eso aunque no obtuviera nada de Inglaterra —Gibraltar, Menorca, etc., los objetivos tozudos de Carvajal—, que era en realidad lo que todo el mundo pensaba, incluido Ensenada.
Isabel de Farnesio se estaba valiendo del infante cardenal don Luis para sus intrigas, a la vez que mantenía con su hijo Felipe una correspondencia plagada de dicterios contra los nuevos reyes, todo ello con el conocimiento de Fernando VI, que no dejaba de soportar encontronazos y desplantes como el de la propia reina viuda cuando respondió airada a la orden del rey de 3 de julio de 1747 que la obligaba a retirarse a San Ildefonso. «He visto con sumo dolor mío —escribía Isabel— lo que me participa. Yo estoy pronta a hacer lo que fuese de su agrado, pero desearía saber si he faltado en algo para enmendarlo». Fernando VI reaccionará de inmediato ante esta respuesta, que juzgó insolente, dejando ver dos de los componentes de su personalidad, ya avisados desde tiempo atrás: la altivez que proporciona el poder absoluto, al expulsar a Isabel sin contemplaciones vista su resistencia —«lo que yo determino en mis reinos no admite consulta de nadie», respondió a las protestas de la viuda— y la capacidad de disimulo, al pretender que fuera la reina viuda la que, manteniendo el secreto de la orden regia que llevaría en persona Rávago, solicitara su retiro.
A un año de empezar el reinado, Fernando VI se presentaba con más energía y actividad políticas de lo que se esperaba. A mediados de 1747, los reyes demostraban sosiego y actividad, además de un conocimiento perfecto de todos los recursos de la política de su tiempo, incluida la hipocresía y la doblez. Con la viuda, por ejemplo, pasados los forcejeos de julio, la correspondencia fue amable, igual que la que mantenía Fernando con sus hermanastros, menos y mucho menos regular con el infante Felipe. Bárbara demostraba una enorme seguridad al escribir regularmente a Isabel con el tono de autoridad regio no exento de los cumplimientos de etiqueta. A juzgar por Vauréal, la despedida de Isabel y los reyes en los Afligidos había sido también protocolaria y agradable para Isabel de Farnesio, ya reconciliada con su destino.
Aquisgrán y el orgullo regio
Las relaciones de Fernando VI con su primo Luis XV también acabaron pasando por el tamiz del protocolo, pues la razón política se impuso a los cada vez más lejanos sentimientos familiares. El acuerdo secreto firmado por Francia e Inglaterra el 30 de abril de 1748, que dejaba al margen los derechos de España —navío de permiso, asiento de negros, Gibraltar—, fue la última traición francesa (así se tomó en la Corte española). En adelante, el rey seguirá afectando sentimientos de familia —con la característica soberbia—, pero no se dejará arrastrar por Francia a un nuevo pacto, aunque, como sabía todo el mundo, el rey jamás actuaría contra sus primos. Nunca más volvió a confiar en la doblez de los ministros de Luis XV, que intentaba justificar torpemente su actitud al precipitar el acuerdo separado con Inglaterra nada menos que apelando a los infelices súbditos españoles «a los que la presente guerra no ha costado menos sangre y dinero que a los míos», según decía en su carta personal a Fernando VI de 5 de mayo de 1748.
En respuesta, Fernando VI, que contestaba el día 12 del mismo mes, le decía tajante que ««se quite de los preliminares el artículo de suplemento de asiento de negros y navío de permiso, punto sobre el cual no se me ha hablado, y que me trae el mayor daño que se me puede hacer». El rey, del que luego diría Vauréal que no era nadie, reaccionaba duramente hasta el punto de hacer temer al embajador maniobras secretas de la diplomacia española en torno a Austria y, abiertamente, en Londres. Fernando VI lo dejaba entrever en su carta descubriendo a Luis XV que se le habían hecho «sugestiones», «con bien ventajosos partidos para que me apartase de V. M.», y que las había rechazado «debido a nuestra sangre, amistad y alianza». El rey declaraba su orgullo al decir a Luis XV que él también podía haber logrado lo mismo por separado: «se quisieron ajustar los ingleses conmigo si yo hubiera querido dejar a V. M.», le espetaba.
Carvajal debió trabajar lo suyo para hacer reaccionar a Fernando VI con tanta dureza, pues, en realidad, se esperaba ya algo parecido de la actitud de los franceses. «Sobre viles, son menguados», decía el ministro, al que lo que más le dolía era que «si de veras hubieran querido y aún si quisieran nos hubieran librado de la maldita espina». Era «el maldito artículo 10 [de los preliminares] que me ha irritado hasta el cielo», decía Carvajal el 14 de mayo, en referencia a la «espina» de Utrecht: el navío de permiso, el asiento de negros y Gibraltar. El ministro prometía «si no tengo forma de vengarme, me moriré con desconsuelo», repitiendo lo que había escrito dos días antes: «si yo duro y tengo poder, me vengaré a satisfacción nuestra».
En realidad, Carvajal se mostraba irritado hacia el exterior, pero estaba verdaderamente complacido porque había conseguido uno de sus objetivos: que Fernando VI no volviera a pensar en una alianza con Francia y que Bárbara, en perfecta sintonía con su padre, viera en esta nueva humillación francesa la disculpa para aproximarse a Inglaterra en el futuro sin temer las reacciones —el «soy Borbón»— de su marido. Además, la paz en sí misma —el fin de los gastos— y el establecimiento del infante que quedaba confirmado en los preliminares suponían una enorme alegría para el rey y sus ministros.
Carvajal, al fin, se sinceraba así con Huéscar: «si tus cartas y las de Massa [Masones de Lima] no hubieran venido tan calientes, yo hubiera apretado menos arriba [al rey] y hubiera sido aplaudido [el tratado]». Aunque no le importaba mucho que el rey hubiera mostrado entereza ante Francia y que Wall hubiera hecho correr por Londres 500 anónimos sobre negociaciones bilaterales con España y aun noticias de que continuaría sola la guerra contra Inglaterra. Todavía se podía negociar alguna ganancia antes de firmar la paz definitiva, lo que tendría lugar casi medio año después en Aquisgrán.
Carvajal quería aprovechar «ahora que está el yerro caliente» y, un tanto crípticamente, involucraba al rey que «si se enfría, acaso se levantarán vaporcillos de yo soy Borbón que me han desconcertado mis medidas algunas veces». Con todo se acabaría haciendo de Aquisgrán un hito feliz a pesar de que no se conseguía más que Parma, Plasencia y Guastalla para el hermanastro, lo que, sin embargo, era suficiente para que, pasado un tiempo, la Corte celebrara por todo lo alto el gran logro del rey pacífico.
Aquisgrán era una «paz a la espera», una tregua antes de una nueva guerra que todos creían segura. Pero, para los ministros de Fernando VI era el mejor regalo que podían hacer al rey y el mejor fundamento para sus proyectos. No hay más que leer la carta del 28 de octubre de 1748 remitida por Carvajal a Huéscar: «Amigo querido. Sea mil y más veces enhorabuena, que ya estamos en paz y libres de fatigas y de asechanzas. Ella [la paz] es excelentísima atendidas las circunstancias y en sí sola mirada es mejor que todas las de este siglo y que las últimas del pasado».
Fernando VI podía exhibir un primer triunfo. Solo había una sombra, aunque ahora pasó desapercibida: Carlos de Nápoles no había firmado el tratado. Siempre recriminó a su hermanastro que se había despreocupado de él y ya los recelos entre la dispersa familia de los Borbones españoles no cesaron.
Читать дальше