José Luis Gómez Urdáñez - Fernando VI y la España discreta

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Las referencias a los reyes Fernando VI y Bárbara de Braganza en la historiografía suelen ser tan escasas como previsibles. Los pocos estudios que reparan en los monarcas, en su labor política y en su vida, comienzan todavía hoy lamentado su desconocimiento y terminan con lo más divulgado: la locura de un rey que no pudo vivir una vez muerta su mujer.
El reinado de Fernando VI parece una «sala de espera» hasta que la llegada de Carlos III iniciase la serie de las grandes reformas del Despotismo Ilustrado. Sin embargo, la contabilidad del reinado presenta muchos aspectos positivos. No solo «el beneficio de la paz» y la restauración de la hacienda pública, sino la creación del Real Giro, la fundación de la Real Compañía de Barcelona, la puesta en marcha de la ingente encuesta para la implantación de la Única Contribución, la elaboración de las ambiciosas ordenanzas de Marina, la fundación de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, la construcción del Observatorio de Cádiz o la exploración del Orinoco.
El libro revisa, por tanto, todos los tópicos que han caído sobre el reinado dando vida a una época poco divulgada de la historia que sostuvo un renacer de la autoestima de España como hacía tiempo no se conocía ofreciendo una serie de pistas para conocer realmente un reinado injustamente marginado.
"Su autor no solo analiza una época mediante una narración amena y entretenida y una interpretación objetiva y equilibrada, sino que además nos introduce en ella como si nos acompañase a dar un amistoso paseo, un polite walking, tan propio del civilizado Siglo de las Luces."
Carlos Martínez Shaw

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El amplio cortejo de geltilhombres del rey y de damas de la reina se completaba con la nutrida corte de pintores, escultores y músicos, sobre todo músicos, además del resto de la «familia» entre la que hay que contar necesariamente a los médicos —pronto llegaría el célebre Andrés Piquer (1711-1772)—, los sacerdotes y los militares al servicio personal de los reyes. Entre los hombres del rey habrá que contar también a los intelectuales, es decir a los que ponen su pluma al servicio de la monarquía. Feijoo fue protegido directamente por Fernando VI, otros como Mayans o el padre Flórez buscaron su apoyo directamente —con distinta fortuna, nada halagüeña para el sabio Mayans—, mientras los más encontraron la intermediación de los ministros y de Rávago.

El nuevo tono del reinado y su relación con los intelectuales lo da mejor que nadie el padre Flórez (1702-1773) en su España sagrada, cuyos dos primeros tomos se publicaron en 1747, sin duda con el aplauso de Carvajal y Ensenada. El historiador agustino se ponía del lado del pacífico y de sus ministros «españoles» en la dedicatoria de su obra: «las Artes y Letras pueden conquistar dentro de un Reino tanto como fuera las Armas, y acaso con más utilidad, más seguridad y menores dispendios». No podía ser más elocuente en su apoyo al rey. Con vehemencia y esperanza concluía: «Solo ahora podemos conseguir la Ilustración».

El rey pacífico. Primeros pasos, primeras impresiones

Simbolismo y despacho

En los retratos del nuevo rey, los pintores no solo plasmaron sus facciones, de por sí bastante agradables, sino además los símbolos del universo filosófico y político que se quería para la nueva monarquía. Cuando Amigoni pintó en la sala de la conversación del palacio de Aranjuez las Virtudes que deben adornar a la monarquía, eligió para las sobrepuertas la Fortaleza, la Concordia, la Mansedumbre, la Liberalidad, la Humildad y la Fidelidad. Ya no hay Marte señalando el trono ni alegorías de la casa madre Borbón cuyas armas aterraban a Europa como en tiempos de Louis Le Grand. El nuevo rey debía ser virtuoso y discreto a imagen de lo que España estaba destinada a ser en el nuevo concierto de las naciones. Solo la Fortaleza de Amigoni, con armadura, se encargaba de mostrar que no sería con humillación. «Que conozcan las potencias extranjeras que hay igual disposición en el Rey para empuñar la espada que para ceñir las sienes con oliva», escribía en 1746 Ensenada.

El riojano Antonio González Ruiz, pintor de cámara, retrató al rey en medio de un escenario repleto de símbolos, todos intencionados. El rey aparece vestido con armadura militar a la antigua usanza, pero se alza sobre un pedestal en el que hay arrinconadas viejas corazas y espadas rotas veladas por un angelote que duerme y otro, despierto, que muestra el plano de un edificio. Al lado están, tendiendo al rey sus atributos, alegorías del progreso de las ciencias y de la agricultura. No es lo que era el rey, sino lo que se quería del rey, para lo que hacía falta su benevolencia o si se quiere su conciencia, un atributo que de concepto religioso debía pasar, por obra de los ministros y de Rávago, a instrumento capital para justificar las decisiones regias.

Benevolencia y, conociendo el natural de los reyes, tenacidad y confianza: esta fue la primera virtud que alumbró la obra de Carvajal y Ensenada en su deliberado plan de «aprovechar» al nuevo rey: había que convencerle primero de su alta misión. «Dios ha destinado a Vuestra Majestad para restablecer la opulencia y el antiguo esplendor del dilatadísimo imperio español», le decía Ensenada en una de sus reiterativas representaciones. Cuando el éxito acompañaba, los ministros sabían cederlo al rey: «Esta fortuna de España no experimentada en los precedentes reinados, la ha reservado Dios para el de Vuestra Majestad en premio de sus virtudes».

En efecto, los ministros supieron tratar al rey hasta involucrarlo en sus proyectos. Fue obra de Carvajal convencerle de que España podía mantener la neutralidad sin arriesgar el prestigio de la monarquía y sin lesionar más aún las relaciones con Francia; pero, sobre todo, fue trascendental lo que Didier Ozanam ha llamado «bombardeo psicológico» de Ensenada sobre el rey. A través de sus representaciones y de su chispeante conversación, el ministro logró que los reyes se le confiaran por entero. Necesitó rodearles de atenciones, buscó joyas, relojes, partituras de música por toda Europa para que los reyes se hicieran regalos y sintieran la opulencia de la corona; organizó fiestas para su diversión y contó con el padre Rávago, que le hablaba antes al rey de la conveniencia de sus proyectos políticos, indicándole luego cómo tenía que abordarle.

«El rey se aflige con papeles largos», decía el embajador portugués Vilanova. Todos sabían que al rey no se le podían exponer problemas porque se fatigaba y podía aparecer la temible cólera o lo que era peor, la melancolía y el abandono. «No se atrevía nadie a dar cuenta al rey de este suceso —decía Rávago a raíz del asunto de Noris y la decisión papal— con que fue preciso que yo le preparase antes». Había que darle la solución o, mejor, sugerírsela antes a través de intermediarios, siempre reiterando que había acuerdo entre todos sus sirvientes. Cuando las desavenencias entre Carvajal y Ensenada trascendían y llegaban al rey, el padre Rávago se empleaba a fondo para evitar su sufrimiento: «Para consolarle añadí, y le gustó mucho, que yo no sabía cuál fuera peor para un Estado, si la unión o desunión de sus ministros, no siendo ellos muy santos; porque si están muy unidos se cubren unos a otros, y nunca llegan a saberse sus yerros.» Así escribía el confesor al cardenal Portocarrero el 25 de noviembre de 1749, «con la ocasión de haber sabido el rey de París que allí se hablaba de haber discordia entre estos dos ministros».

La entereza del rey ante la política francesa

Inusitadamente, colaboró con los planes ministeriales la torpe política francesa, ya precedida de lo que Fernando concibió como humillaciones de su familia desde que fue príncipe de Asturias y que llegaría al máximo durante las últimas operaciones del ejército aliado en Italia en los años 1746 y 1747. Las noticias que trasmitía Mina sobre el comportamiento desleal de los franceses ponían todavía más fácil a los ministros acabar con los últimos escrúpulos familiares del rey, que a pesar de todo, seguía mirando a Versalles con esperanzas de ser querido por su primo Luis XV. Solo tras conocer los preliminares de Aquisgrán —sobre todo tal y cómo astutamente se los presentó Carvajal—, en los que Francia volvía a abandonar a España, Fernando VI se convenció de que las relaciones familiares no significaban para él ningún seguro.

Pero no fue así al principio del reinado. El 29 de julio de 1746, Fernando VI escribía a Luis XV, respondiendo a la que este había escrito el 17 tras conocer la muerte de Felipe V. Bien lejos de mostrarse pacífico, Fernando VI le decía que su deseo era «caminar a la paz por medio de la guerra» y «mantener con V. M. la armonía más perfecta». De nuevo había alusiones del rey a «la causa común e intereses de nuestra familia» y se ratificaba en el proyecto de «asegurar el reino de Nápoles y establecer al infante don Felipe, mi hermano». Fernando VI no hacía otra cosa que reflejar el parecer oficial de Ensenada que, en realidad, era consciente de lo difícil y lo caro que estaba resultando conquistar un trono para el infante y de que, por ser un asunto sin interés para los franceses, no quedaba más remedio que resignarse y aguantar, esperando una paz que sabía que toda Europa deseaba.

A diferencia de Carvajal, que no ocultaba su desprecio por Francia, Ensenada dirá «con la Francia no urge otro paso que el de la disimulación». Estaba seguro de que la suerte del infante dependía de factores que ni siquiera Francia podía garantizar y, en vez de desesperarse como Carvajal por la perfidia de los diplomáticos, la aceptaba a sabiendas de que él era capaz de hacer lo mismo. Pensaba objetivamente, como Montemar, que era natural «que nuestros aliados, aun en las negociaciones, mirarán por sus intereses, omitiendo nuestras pretensiones» y también sabía que el rey no abandonaría al infante Felipe. Era un deber sagrado que tributaba a la memoria de su padre, según decía el rey, pero también, como advirtieron con sagacidad los ingleses, una forma de librarse del hermanastro, teniéndolo lejos.

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